Ella misma nos da sus datos primeros: Me llamo Juana Francisca Fremyot, natural de Dijón, capital del ducado de Borgoña. Soy hija del señor Fremyot, presidente del Parlamento de Dijón y de la señora Margarita de Barbysey.
Llevó una niñez y juventud propia de la nobleza a la que pertenecía. Era muy elegante, porte digno de cautivar a cualquiera: bondadosa, guapa, modesta, buena conversadora, rica en conocimientos y en piedad. Era una joven de su tiempo. Se enamoró locamente del barón Rabutín Chantal con el que se unió en matrimonio y al que amó con toda su alma. El barón supo corresponder a este amor. Cuando el barón estaba fuera de casa, parecía como si Francisca estuviera de luto. Cuando el barón llegaba, se arreglaba con las mejores galas, salía a recibirle y la alegría volvía a su rostro. Por ello cuando el Señor le pida el sacrificio de la vida de su esposo, ella le rogará con fuerzas: Señor, pídeme lo que quieras, estoy dispuesta a los mayores sacrificios con tal de que no te lo lleves. Y cuando murió lo lloró desconsoladamente durante mucho tiempo. Sus familiares y amigos creían que también ella iba a morir. Tanto fue lo que se desmejoró y enflaqueció que quedó reducida a los huesos.
Francisca es una maravillosa ama de casa. Todos la quieren y la admiran. Educa cristianamente a sus hijos a los que ama más que a sí misma. Los criados depondrán en el proceso de su Beatificación: La Señora sirvió a Dios a quien mucho amaba y practicaba la virtud continuamente, pero sin llamar la atención. A nadie molestaba con sus rezos. Era muy atenta y buena con todos.
Las cruces no le faltarán nunca. Así no se apegará su corazón a las cosas de este mundo. En vez de refugiarse con su padre que la idolatraba o de quedarse en su palacio, decide marcharse al lado de su suegro que tiene un carácter déspota y agrio, como si fuera hecho de vinagre y hiel. Siete años a su lado, fueron cruces sin cuento las que hubo de sufrir la sensibilísima Francisca.
No todo había de ser desconsuelo y mano dura de parte del Señor. El santo Obispo de Ginebra -S. Francisco de Sales- pudo decir de ella: Hallé en Dijón -donde vivía Francisca- lo que Salomón no pudo encontrar en Jerusalén: hallé a la mujer fuerte en la persona de la señora de Chantal.
El encuentro con San Francisco fue providencial. Iba un día montada a caballo y cerca de un bosque vio a un sacerdote venerable que rezaba fervorosamente su breviario. Poco después este mismo sacerdote vio en una especie de visión a una mujer joven, viuda, modesta. Un impulso interior le dijo que ésta sería el instrumento que el Señor le destinaba para la obra que pensaba llevar a cabo.
Vino a predicar aquel sacerdote a Dijón. Éste era el obispo de Ginebra San Francisco de Sales. La santa empezó a dirigirse con él y él vio que la obra de Dios iba por buen camino. De modo prodigioso y como si fueran Florecillas de San Francisco de Sales empieza a extenderse y a echar sus cimientos esta obra de las Religiosas de la Visitación. A las afueras de Annecy, en una modesta casita, se reúne un grupo de mujeres que quieren seguir del todo a Jesucristo. Mucho hubieron de sufrir los dos santos. No faltaron habladurías y burlas, pero como era obra de Dios, la cosa siguió adelante. Un día la varonil Francisca se verá obligada a pasar por encima del cuerpo de su hijo que le impide siga la llamada de Dios. Mucho le amaba, pero era mayor el amor que sentía a su Dios. Por fin, el 13 de diciembre de 1641, cargada de buenas obras, la joven, la esposa, la viuda, la religiosa y la fundadora, partía a la eternidad. Sus hijas siguen su ejemplo.
Mujer de ánimo fuerte que contribuyó en la primera mitad del siglo XVII a la implantación de un nuevo estilo de vida religiosa del mundo católico francés.
Nació en Dijón. Su padre, monsieur Frémyot, ocupaba un cargo político importante como presidente del Parlamento borgoñés; con una entereza digna de todo encomio supo mantener su fidelidad a la dinastía y a la fe católica en situaciones poco frecuentes y muy difíciles, aunque ello le trajera como consecuencia directa chantajes y pobreza; de hecho, en alguna ocasión llegaron a amenazarle hasta con la muerte de su hijo; fue un modelo de hombre íntegro.
Jeanne Francoise contrajo matrimonio a los veinte años. Tuvo el gran acierto de elegir un marido a su medida, unos años mayor que ella, el barón de Rabutin-Chantal, formando la pareja más feliz del mundo. Les nacieron cuatro hijos. Pronto le visitará el dolor; un accidente desgraciado en una cacería acaba con la vida de su marido y hace que cambie todo el curso de su vida.
Siendo una viuda joven y con grandes posibilidades, renuncia a todas las futuras posibilidades de matrimonio, hace voto de castidad y se dedica por entero al cuidado y educación de sus hijos. Decide cambiar de domicilio, yéndose a vivir en el castillo de su tosco, descuidado y gruñón suegro que vive de mala manera con una despótica «criada» a la que ha confiado la administración de la casa. En medio del desorden más completo en aquella casa pésimamente gobernada, ejercitará la paciencia y la mortificación con un sufrimiento sin voz para la queja o la protesta; lo que le interesa ahora es la salvación del alma de su suegro, aunque eso no sea obstáculo para atender también al leproso y al enfermo maloliente. El director espiritual, un fraile seco, duro y exigente, no acertó; la llevaba por caminos de caridad limosnera y devociones cautelosas que más le producían escrúpulos sin cuento que la acercaban a Dios.
Un fortuito encuentro le hizo cambiar la vida que llevaba en Annecy.
Invitada por su padre para salir del retiro pueblerino, marcha a Dijón en la cuaresma de 1607; se trataba de asistir a la predicación que hará Francisco de Sales, obispo con sede en Ginebra, exilado de su diócesis. Una breve conversación entre el obispo y la viuda hace que los dos intuyan por caminos diversos que algo iba a influir poderosamente en el futuro de sus vidas; el obispo presiente que bien podría ser ella la persona que pueda servir de instrumento para el plan que va tomando cuerpo en su cabeza; ella entiende que quizá aquel predicador sea el instrumento de Dios para que su vida cobre plenamente sentido. La verdad es que poco tiempo estarán juntos y sólo en contadas ocasiones se verán; pero gracias al contacto epistolar se pondrá en marcha la fundación de la Orden de la Visitación, conocida popularmente como Salesas o Visitandinas. La dificultad para entrar en monasterio radica en los hijos de Juana Francisca, pero se resolvió: Juana se casó, otra hija murió inesperadamente y del pequeño quedará responsable su abuelo.
Tres años más tarde de la mencionada conversación en Dijón queda libre; ya puede liderar la nueva fundación para viudas y doncellas «donde ninguna gran aspereza puede distraer a los débiles y a los enfermos de buscar la perfección».
En 1610 comenzarán el primer monasterio en Annecy, aprovechando un caserón deshabitado, para poner en marcha la Orden de la Visitación; son pocas, sólo cinco personas. La finalidad del nuevo Instituto será la oración y la contemplación; no morir con la austeridad de la penitencia corporal, sino con la total renuncia y entrega de la voluntad. Nacieron las Salesas, acompañadas de calumnias, dificultades, burlas y desprecios –el único hijo de Juana Francisca, que más tarde murió en la guerra, padre de la futura Madame de Sévigné, se opuso con todas sus fuerzas a su vocación–. Sucedió todo aquello que con no poca frecuencia suele acompañar a las obras de Dios y que son el signo de su aprobación y bondad sobrenatural, porque es bastante frecuente que choque frontalmente con el espíritu mundano el verdadero afán de santidad, y, en muchas ocasiones, la misma persecución sirve para que se desparrame abundantemente la semilla.
Pocas veces pudo encontrarse con aquel obispo que la había puesto en sus manos el arado para roturar la novedosa iniciativa contemplativa. Probablemente fueron las actividades del santo obispo y los continuos cuidados que a ella requería cada convento a fundar o fundado los culpables de esa situación. Tuvo que suplir el contacto epistolar a la entrevista directa, a pesar de los deseos de Juana. De todos modos, cuando el obispo de Ginebra la mandó llamar a París, bien pensó Juana que era la ocasión para estar con él, abrirle el alma y poder darle cuentas de conciencia; bastó esa insinuación al santo para que le dijera el de Sales que se verían en Annecy. Así fue. Cuando unos meses más tarde murió el santo y trasladaron su cuerpo a Annecy; mientras Juana velaba piadosamente su cadáver, tomó la mano del santo poniéndola sobre su cabeza, sin duda pensando en una manera de pedir la transmisión de su santidad o de su espíritu. El caso es que en ese momento, vieron las monjas presentes que el cadáver movía el brazo acariciando varias veces suavemente la cabeza de Juana, para volver en seguida a quedar inerte.
No hay fantasía en la historia de Juana Francisca de Chantal; ha podido forjarse con los cientos de cartas que se entrecruzaron entre Juana Francisca y los monasterios fundados. Porque se desparramaron pronto por Lyon, Moulins, Grenoble, y París en 1619; fue necesario mantener una intensa y dinámica correspondencia en la que se encuentran expresiones del espíritu recibido que hay que ir clarificando y reacciones sobrenaturales contadas con naturalidad. Y eso que se perdieron las mejores; las que hubieran hecho las delicias de cualquier hagiógrafo a la hora de escribir una nota sobre Juana Francisca; fueron aquellas cartas que ella misma hizo desaparecer, llena de vergüenza, muerto ya Francisco de Sales, cuando las descubrió con comentarios marginales y anotaciones del santo que eran alabanzas a su persona. Las quemó.
Juana tuvo que defender el espíritu de la fundación contra las reformas que quisieron «facilitarle» desde los estamentos eclesiásticos de su tiempo; se opuso con fortaleza y sencillez, afirmando que el carisma dado por Dios era el cauce de la eficacia para el bien de la Iglesia.
Pensando que poco tiempo le quedaba de vida, decidió visitar a los monasterios fundados, ultimar asuntos y despedirse de sus fieles religiosas. Ya no le ayudaba la salud; las superioras de las casas próximas tomaron la decisión de ser ellas las que se desplazaran hasta el lugar donde se encontraba para facilitar el encuentro. Murió la baronesa fundadora el día 12 de diciembre de 1641, en Moulins, dejando fundadas ochenta y tres casas de la Visitación.
La canonizaron en 1767. Sus restos reposan junto a los de Francisco de Sales en Annecy.
Sin la fortaleza de su carácter, su serenidad, sentido común y espíritu de sacrificio no hubiera sido posible tanta unidad entre contemplación y acción.