El 28 de septiembre de 1362 un nuevo Papa sube a ocupar el trono pontificio de Aviñón, vacante desde hacía dos semanas por la muerte de Inocencio Vl. Aunque su elección fuese inesperada, por no ser del conclave ni siquiera cardenal, peca de exagerado el Petrarca cuando dirigiéndose al nuevo Pontífice, le dice lisonjeramente: Santo Padre, estad persuadido de que ni un solo cardenal había antes pensado elegiros Papa. Dios sólo os ha elegido poniendo vuestro nombre en sus bocas. A la verdad, Guillermo Grimoardo (que así se llamaba el sucesor dé Inocencio VI ) era harto conocido para que los cardenales del conclave pusiesen los ojos en él. Su personalidad se había ya destacado anteriormente en variadas actuaciones y en cometidos de envergadura.
De ilustre familia provenzal, se había dado a conocer como buen expositor de Graciano en las cátedras de cánones de Montpellier y Aviñón; más tarde, cambiando la toga por la cogulla benedictina, llegó a ser abad de los monasterios de San Germán de Auxerre y de San Víctor de Marsella. Profesor renombrado y monje austero, poseía dotes de hábil diplomático. Precisamente al tiempo de su elección se hallaba en Nápoles en calidad de legado pontificio, aun sin pertenecer al Sacro Colegio.
Al subir a la Cátedra de San Pedro, toma el nombre de Urbano V. Un hombre del temple de Urbano era lo que necesitaba en aquellos momentos la Iglesia universal y la misma Curia pontificia de Aviñón. ¡Aviñón! Abrid cualquier libro de historia, y encontraréis el nombre de esta ciudad, en el siglo XIV, unido indefectiblemente al de la cautividad babilónica. Así de aciago y calamitoso se nos presenta el largo período en que la sede de los papas se fijó fuera de Roma, allende los Alpes. Los indignados acentos de Dante y de Petrarca, así como la voz inflamada de Catalina de Siena, se han perpetuado, más que en la literatura, en la conciencia de todos los cristianos. Hay en estas declamaciones, es verdad, mucho de exagerado, mucho de fantasía, no poco de miras nacionalistas, y también en más de un caso, bastante de resentimientos personales. Ello no obstante, la serena imparcialidad que la distancia de los tiempos permite nunca podrá llegar a eliminar enteramente los obscuros trazos con que la historia describe el fastuoso lujo de la corte pontificia: la exorbitante tributación eclesiástica; la arbitraria provisión de beneficios y prebendas; las exacciones ilegales y el soborno de los oficiales de la Cámara pontificia, y, en fin, la consiguiente relajación general de las costumbres. Insignes historiadores del Papado conceden todavía mucho crédito a las tremendas descripciones que nos han dejado de la corte de Aviñón el fraile español Alvaro Pelayo, el más intrépido defensor de la autoridad pontificia en el siglo XIV. Los abusos de todo género brotaban y se extendían, como saramajos, a orillas del Ródano. Para extirparlos no bastaron los buenos deseos y aun los iniciales intentos de algunos de los papas anteriores. La reforma eficaz estaba reservada a Urbano V. Como en los tiempos de San Gregorio Magno y del papa Hildebrando, una vez más la austeridad benedictina iba a levantar el esplendor de la tiara. No es mera casualidad que fuera este papa quien dió a la tiara la forma definitiva actual, añadiendo la última de las tres coronas. El primer cuidado de Urbano escribe Hergenrötherfue organizar la corte pontificia de manera que fuese modelo de vida cristiana, cortando de raíz no pocos abusos. Trató de dar los cargos eclesiásticos a personas dignas, desplegó gran severidad contra los simoníacos y los agraciados con varios beneficios, renovó las leyes sobre la celebración de sínodos provinciales y opuso a las demasías de los reyes una defensa enérgica de los derechos de la Iglesia. Expulsó de Aviñón a todas las personas ociosas, reduciendo así notablemente la ingente burocracia pontificia; a los que poseían algún beneficio les obligaba inexorablemente a la residencia en el mismo. Aunque blando y bondadoso, Urbano mantenía con firmeza sus propósitos en todo lo que consideraba justo. Desde sus primeras actuaciones fue tenido por todos como el verdadero Pastor de la cristiandad. Petrarca, su grande admirador, alaba en estos términos su acción reformadora: Tú obras perfectamente, Santo Padre; ¿qué sucedería si los marineros abandonaran el remo y las velas y anduvieran ociosos en derredor del timón para estorbar al piloto con su charla? ¿No es escandaloso que gentes sin mérito se llenen de riquezas, mientras los pobres sacerdotes, que tienen mayores merecimientos que ellos, mueren de hambre?
Al lado de la reforma de costumbres preocupa también a Urbano la elevación del nivel cultural del pueblo. En los albores del humanismo, el antiguo profesor de cánones no escatima medios para promover las ciencias y crear nuevos centros de estudios. A ruegos del rey de Polonia erigió la Universidad de Cracovia, autorizándola para enseñar todas las ciencias, a excepción de la teología: en la Universidad de Montpellier fundó un colegio de médicos, dotando con sus propias rentas a doce estudiantes y sufragando los gastos de otros innumerables alumnos en diversos colegios.
El celoso Vicario de Jesucristo no podía contentarse con apacentar solamente al pueblo cristiano. La universalidad de la Iglesia que gobernaba le hacia cobrar conciencia de las ovejas que todavía vagaban errantes fuera del redil o gemían oprimidas bajo los enemigos de la fe cristiana. La evangelización de los infieles y la reunión de una Cruzada: he ahí dos nuevos anhelos que abrasaban el corazón del papa benedictino. Ante la amenaza, nunca decreciente, de los turcos, y a ruegos de Pedro I de Lusignán, rey de Chipre, Urbano V concibió ya en los primeros meses de su pontificado el plan de una nueva Cruzada; él mismo se encarga de predicarla; tenía ya nombrado legado pontificio de la expedición, y los reyes de Francia y de Dinamarca prometieron tomar parte en ella; pero, al fin, la Cruzada no se realiza. Hay que tener en cuenta que el tiempo no corre en vano y que la fe viva que puso en pie de guerra a los cruzados se había extinguido con San Luis hacía cabalmente un siglo.
Mejor efecto tuvieron los impulsos misionales de Urbano V. Sus miras se dirigen a las regiones orientales del debilitado imperio bizantino, Se ocultaban en estos planes, indudablemente, las nunca amortiguadas aspiraciones de la Cruzada. Cruzada, si no de conquista, sí, al menos, de defensa. Urbano V a la vista del fracasado intento de una Cruzada europea, se dió cuenta de que era necesario formar alrededor del imperio de Oriente, que se arruinaba, una barrera de corazones católicos para defenderlo, o, por lo menos, para oponerse a las invasiones del islamismo. Las Ordenes mendicantes prestaron a Urbano una ayuda eficaz. Después de haber establecido la jerarquía católica en Bulgaria, en Bosnia, en Moldavia, el Papa envió a Albania cuatro obispos franciscanos con la misión de recorrer el pequeño Estado y de aumentar el número de los católicos. Por su mandato, veinticinco frailes menores recorrieron Valdaquia y Lituania, haciendo muchos prosélitos; veinticuatro religiosos de la misma Orden fueron a Georgia a unirse con el obispo de Milevi. Pero la misión más famosa de todas las del pontificado de Urbano V fue la enviada a los mongoles, integrada asimismo por religiosos franciscanos.
Urbano V puede ser considerado, por la labor misional promovida, como el mejor precursor de la moderna época misional de la Iglesia, mientras que por la reforma eclesiástica realizada se debe colocar al lado de Gregorio VII. Pero no hemos consignado todavía el acontecimiento más trascendental de su pontificado, merced al cual puede parangonarse con los mejores papas de todos los siglos, con Inocencio III por ejemplo. La vuelta a Roma, Urbano llevaba desde mucho tiempo atrás este sueño fijo en la mente y en el corazón. Al recibir en Italia la noticia de la muerte de Inocencio VI, dicen que exclamó: ¡Si yo pudiese ver un Papa que pensase seriamente volver a Roma, me moriría contento al día siguiente de la elección! Este anhelante suspiro estaba de continuo pendiente también en los labios de la mayor parte de los cristianos. Hay que darse cuenta de que lo que más reprobaba la cristiandad en la corte de Aviñón no eran tanto los conocidos abusos de los que, en mayor o menor escala, se registraron más de una vez casos en la corte de Roma, sino más bien la absoluta sumisión a la política francesa que los Romanos Pontífices venían profesando, o al menos aparentaban profesar, ante toda la cristiandad desde hacía más de medio siglo. La pérdida de la independencia territorial llevaba consigo indefectiblemente la crisis de la autoridad pontificia con relación a las demás naciones cristianas. Es el caso de Inglaterra, que por estar enzarzada con Francia en la desoladora guerra de los Cien Años, se niega a rendir a la Santa Sede el tributo de vasallaje, como feudataria que era de la misma. ¿Y a qué insistir en el hecho de que fue durante el destierro de Aviñón, y en tiempo del cisma que le sigue, cuando comenzaron a pulular las grandes corrientes antipontificias de Marsilio de Padua y Juan de Jandún, de Wiclef y Has, precursores del futuro protestantismo?
La Santa Sede, si quería salvar su ecumenismo contra las nacientes herejías y frente al pujante nacionalismo de los Estados europeos que estaban surgiendo, debía retornar a su centro natural e histórico: Roma. La empresa, en verdad, no era en manera alguna fácil. En la Ciudad Eterna unos partidarios politicos suplantaban a sus rivales, sin otras miras que las de saciar su odio irreconciliable y sus egoísmos familiares. Las ciudades de los Estados pontificios se combatían sin descanso por idénticos o parecidos motivos. En Aviñón, los cardenales y demás oficiales de la Curia, en su mayoría, franceses; la vida, francesa, como el país. ¡Cuántos papas anteriores habían tenido que desistir de sus piadosos intentos de retorno ante estas barreras infranqueables! ¿Habría de acontecer quizá otro tanto a Urbano V después de haber anunciado en 1366 su firme resolución de regresar a Roma dentro del año siguiente? ¡Quién lo podia decir! Lo cierto es que aquellos meses que siguieron a la noticia fueron de intensa conmoción en toda la cristiandad. De todas partes surgen voces clamorosas, unas para animar al Papa al retorno, otras para hacerle desistir de semejante empeño. Entre estas últimas suenan persistentes y unánimes las de los cardenales franceses, a las que se suman los artificiosos discursos del enviado especial del rey de Francia. Por el contrario, los alentadores consejos de Carlos IV de Alemania, del Petrarca, de Santa Catalina de Siena, de fray Juan, infante de Aragón, recogían el eco fiel de las demás naciones cristianas. Pero por encima de todo estaba la voluntad inflexible, austera, del Pontífice. Fue signo siempre de los próceres de la humanidad ver claro en las grandes encrucijadas de la historia y decidirse sin titubeos por la única trayectoria certera.
El 19 de mayo de 1367 zarpaba del puerto de Marsella una galera, con el Papa a bordo, rumbo a las playas de Italia. Los cardenales, en mayoría, y los domésticos formaban la pequeña comitiva de Urbano. Mientras la embarcación surca las aguas del Mediterráneo, oigamos el saludo alborozado de un gran italiano: Santo Padre, Israel ha salido finalmente de Egipto, la casa de Jacob no se halla ya en medio de un pueblo bárbaro. Los ángeles se regocijan en el cielo, y en la tierra resuena en la boca de los hombres el eco de sus cánticos de alegría. Bendito sea el día en que has abierto tus ojos a la luz, en que has aparecido como una fausta estrella en el mundo. Sólo ahora me pareces el verdadero Papa, el sucesor de Pedro, el Vicario de Jesucristo. En pocos días habrás rectificado la injusticia de cinco de tus predecesores durante sesenta años. Pero ahora restableces la pureza antigua de la Iglesia, para que, nuevamente rejuvenecida por tu celo, vuelva a parecer a toda la Humanidad venerable como en otros tiempos. En estas frases encendidas del Petrarca estaba contenido el sentimiento de todos los cristianos.
El 9 de junio Urbano V llegó a Viterbo, donde se detuvo durante la estación calurosa. Aquí recibió la visita del cardenal español Gil de Albornoz, hombre extraordinario, mitad guerrero y mitad eclesiástico, el cual hizo pasar por delante de la morada del Pontífice, para justificarse de falsas acusaciones, un carro tirado por cuatro bueyes, cargado de llaves de ciudades y fortalezas que él mismo habia tomado para restablecer el gobierno pontificio. El 16 de octubre de 1367 Urbano V, entre el júbilo de la población, hacía su entrada en Roma; el primer Papa que volvió a ver la Ciudad Eterna desde hacia sesenta y tres años.
El aspecto de la capital del orbe católico era por demás desolador: calles y plazas, obstruidas por los escombros; las iglesias principales y el mismo palacio de los papas yacían medio derruidos. La experiencia de dos generaciones habia enseñado que, en caso de necesidad, los papas podían carecer de Roma, pero Roma no podía pasarse sin los papas. Urbano se estableció en el Vaticano, pobremente adecentado, que será en adelante la residencia habitual de los papas; y en seguida comenzó a desplegar su actividad de reformador y reconstructor de la ciudad. Paulatinamente las cosas iban tomando nuevo aspecto. Roma volvía de nuevo a ser, en realidad, el centro del mundo, y de todas partes confluían a ella huéspedes ilustres. En 1368 el emperador Carlos IV se postraba ante el sepulcro de San Pedro y ratificaba públicamente los pactos de mutua amistad entre el Imperio de Occidente y la Iglesia; en prueba de esta amistad el Papa coronó solemnemente a la esposa del emperador. Desfilaron también por Roma la reina Juana de Nápoles, el rey de Chipre y el emperador de Bizancio, Juan Paleólogo, quien prestó solemne homenaje al Papa como al único Jefe supremo de la verdadera Iglesia.
Todo, en fin, inducía a creer que Urbano V se hallaba en la cumbre de su gloria y de sus éxitos; pero en realidad no era así. El austero Pontífice, que había sabido mantenerse tercamente inflexible ante las voces de sirena que se alzaban junto al Ródano, se siente ahora desfallecer; ¿quién dijo que los santos y los héroes no saben inclinarse, a veces, ante el desaliento? Una sublevación popular en Viterbo había producido en el papa Urbano una profunda impresión; aparte de esto, nunca había gozado de seguridad entre la movediza gente italiana; la nostalgia de su país nativo fue apoderándose poco a poco de su ánimo. En mayo de 1370 hizo pública en Montefiascope su resolución de regresar a Aviñón. ¿Había en este cambio una abierta concesión a los meros sentimientos humanos o existía, por el contrario, en el ánimo del Pontífice una superior convicción de que no era del agrado de Dios su permanencia en Italia? Sea de ello lo que fuere, suyas son estas palabras, dirigidas a unos emisarios romanos en vísperas de su partida: El Espíritu Santo me trajo a Roma y ahora me conduce lejos por el honor de la Iglesia.
Con el dolor de todos los amigos del Primado, Urbano regresó a Aviñón, para morir allí a los dos meses de su llegada, el 19 de diciembre de 1370, como se lo había pronosticado la virgen sueca Santa Brígida.
Si en algo había cedido a la humana debilidad, Urbano borró con el arrepentimiento su falta.
Murió no en el palacio pontificio, sino en una humilde casa particular, vestido con el hábito benedictino, que no había dejado nunca. Inmediatamente después de su muerte comenzó a tributársele culto en muchos lugares, y la Iglesia le venera hoy como beato.
ISAAC VÁZQUEZ, O, F. M.
Mas que a cualquiera otra ciudad tú estás unido a Roma le escribía Francisco Petrarca al benedictino francés Guillermo de Grimoardo, elegido al solio pontificio el 28 de septiembre de 1362, a pesar de no ser ni cardenal ni obispo. Había nacido en el castillo de Grisac, en Languedoc, en 1310, de noble familia; muy joven entró donde los benedictinos del priorato de Chirac, en donde recibió una sólida cultura. Se doctoró en derecho canónico y civil, y luego enseñó en Montpellier, Tolosa y Aviñón, antes de recibir de la Curia pontificia varios cargos como delegado en Milán y en Nápoles a donde le llegó el nombramiento como sumo pontífice.
Fue consagrado obispo en Aviñón y ese mismo día, 6 de noviembre de 1362, era coronado Papa con el nombre de Urbano V. Las esperanzas de un regreso del Papa a Roma de la que muchos cristianos llamaban la esclavitud babilonia parecieron realizarse inmediatamente. La citada carta de Petrarca es un eco de esta vivísima esperanza. Este Papa activísimo y piadoso demostró inmediatamente cualidades de hombre de gobierno y mano firme en la conducción de la barca de Pedro, en una época tan difícil para la vida interna de la Iglesia.
No subió sólo metafóricamente sobre la barca. Cinco años después de su elevación al solio pontificio, y precisamente el 30 de abril de 1367, se embarcaba con toda la Curia en una verdadera flota de galeras, y se dirigía a Roma. Después de una escala en Génova y otra en Viterbo, el Papa podía finalmente volver a poner pie en la Ciudad Eterna, el 16 de septiembre del mismo año, en donde fue recibido por el pueblo con mucha fiesta. Pocos días después, Roma estaba totalmente llena de obras como escribía Coluccio Salutati. Pero más que a la restauración de las cosas materiales el santo pontífice se preocupó por la reconstrucción espiritual de la Iglesia, promoviendo la unidad entre los cristianos, que pareció llevarse a cabo con la unión de la Iglesia griega a la latina en 1369.
Infortunadamente la pacificación de los ánimos en los Estados pontificios duró poco, y el 7 de abril de 1370 Urbano V dejaba nuevamente a Roma para regresar a Aviñón, a pesar de las súplicas y las exhortaciones de muchos, entre otros de Santa Brígida que lo alcanzó en cercanías del lago de Bolsena, y le predijo que moriría muy pronto si regresaba a Aviñón. En efecto, murió el 19 de Diciembre de ese mismo año. Esta nueva decisión, debida a situaciones particulares históricas, no empaña los grandes méritos de su pontificado, que duró ocho años, al que se le atribuye una eficaz reforma de las costumbres y un incremento particular de la doctrina cristiana y de los estudios en general.