Al decir de sus biógrafos era Peter Kanis un joven de carácter irritable, pendenciero, vanidoso y terco. Todo ello indicaba a las claras que no había nacido santo; sin embargo, podría llegar a serlo, ayudado por la gracia divina. Al menos tenía un hermoso fondo y unas nobles inclinaciones. Se dice que sus aficiones de niño eran construir altares y púlpitos para decir misa y predicar ante sus compañeros.
La Providencia le juntó en Maguncia con el jesuíta Pedro Fabro en el verano de 1543. No debió suponerse el jesuíta que con sus Ejercicios espirituales iba a conquistarse para la naciente Compañía de Jesús a aquel joven alegre y vanidoso. La verdad es que en esos Ejercicios se decidió su vocación a santo y su ingreso en la Compañía. Desde entonces su nombre de Kanis se trocará en Canisio.
Tenía el nuevo hijo de Ignacio de Loyola en su haber una profunda formación religiosa heredada de sus padres. El mismo cuenta en sus Confesiones que su madre, Egidia Houweningen, a la hora de la muerte, reunió junto al lecho a todos sus hijos, a los que pidió siguieran firmes en la fe que de continuo les había inculcado. Esta escena quedó profundamente grabada en la imaginación infantil de Pedro y quiso seguir fiel a los ruegos de su madre.
Su padre era el alcalde de Nimega. Allí nació Pedro Canisio el 8 de mayo de 1521, el año preciso en que Lutero rompió definitivamente con Roma. Oriundo de familia rica y cristiana, pudo llevar, desde los primeros momentos, una educación esmerada y religiosa. Después de hechos en su ciudad natal los estudios elementales pasó, a los catorce años, a la universidad de Colonia para cursar en ella los estudios superiores. Hubo un momento de vacilación en su vida. Y hasta pareció que iba a destruir todos los gérmenes de la buena educación recibida. Las diversiones le atraían más que los libros y su nombre llegó a ser sobradamente conocido en todas las tabernas de Colonia. En esos momentos se presenta como ángel del cielo en su camino la figura del santo sacerdote Nicolás Esche, bajo cuya dirección su vida se orientó decidida y definitivamente por los caminos de la ascética, con una profunda tendencia afectiva al estilo de San Buenaventura. Frecuenta asimismo los contactos fructíferos con los cartujos Surio, el hagiógrafo, y Lagnspergio, el asceta.
En 1540 obtuvo el grado de maestro en artes, y en 1545 el título de bachiller en teología. Desde entonces se dedica por entero a la actividad apostólica, enseña Sagrada Escritura en la Universidad, predica y escribe. En 1546 fue ordenado sacerdote.
Carácter batallador, muy pronto se le ofreció ocasión de poner a prueba su celo religioso cuando los católicos de Colonia se pronunciaron contra su obispo caído en la herejía. Las varias actuaciones del Santo, comisionado por la Universidad y por el clero de la ciudad, tuvieron como remate la deposición del obispo apóstata.
Muy pronto pasó al concilio de Trento como teólogo de Otón de Truchsess, cardenal de Augsburgo. Allí formó, con los españoles Laínez y Salmerón, el magnífico triunvirato de la Compañía en el Concilio. Desde Roma se interesaba Ignacio de Loyola por tener a su lado a este su primer discípulo alemán y algún tiempo después pudo recibir personalmente su profesión solemne en 1549.
Con esto y con el doctorado en teología por la universidad de Bolonia, obtenido ese mismo año, estaba ya preparado Canisio para presentarse en su patria como el paladín de la causa católica. Comprendió San Ignacio que ése era el verdadero campo de acción de su nuevo discípulo y se determinó a mandarle a su patria. El bagaje intelectual de Canisio iba firmemente asentado sobre los pilares de una sólida piedad y de una filial devoción a la Iglesia de Roma.
De regreso en su patria, encamina sus trabajos todos a dar firmeza de convicciones a la fe de aquellos pueblos que aún seguían siendo fieles al Pontífice Romano. Acude a todas partes y, cuando personalmente no puede hacerlo, lo hace con cartas que hoy constituyen para nosotros un testimonio vivo de los males del momento. A través de esa correspondencia con sus superiores, con los obispos y con los príncipes seglares nos es dado ver perfectamente el estado de postración en que vivía el cristianismo alemán en aquellos críticos días y las llagas morales y el desconcierto religioso que corroían a aquellos pueblos donde el Santo actuaba con tesón y denuedo. Las universidades estaban llenas de una juventud desenfrenada y falta de amor a los estudios. Los maestros estaban influidos por los errores del protestantismo y daban plena tolerancia a la divulgación de los mismos. Así había llegado el pueblo a un estado de negligencia y abandono en las prácticas religiosas y a despreciar, incluso, a la autoridad de la Iglesia y a sus legítimos pastores.
A todo este conjunto de males sociales servíale de contrafondo una profunda ignorancia religiosa en el pueblo y en gran parte del mismo clero. Las vocaciones eclesiásticas habían mermado de una manera que resultaba alarmante. Contra este cúmulo de males venía a estrellarse, casi impotente, la tenacidad y buena voluntad de los prelados y sacerdotes ejemplares, que todavía seguían laborando, llenos de celo y de entusiasmo, por el triunfo de la causa católica.
En medio de este ambiente así enrarecido moviase San Pedro Canisio intrépidamente durante muchos años. Las dificultades no le arredraban; más bien podría decirse que ante ellas se agigantaba. Perfecto conocedor de todos los males que carcomían la sociedad de su tiempo, acometió el acabar con todos ellos con una voluntad de hierro. Inició sus trabajos en la universidad de Ingolstadt, donde transcurrió su vida durante treinta años a partir de 1549. El primer número de su programa fue la buena formación de la buena juventud estudiantil; por eso comenzó fundando colegios que llegarían a ser los centros irradiadores de sus ideas de acción reformadora. La universidad de Ingolstadt (en días no lejanos dique infranqueable contra los avances del protestantismo), había comenzado a decaer visiblemente en los estudios y en la disciplina. El Santo llora esta postración: Los estudios teológicos, que ahora principalmente debieran florecer, están decaídos, escribe. Lucha por la restauración de la teología escolástica como por una cosa de importancia suma. No debemos dejar en olvido tampoco la parte de la teología llamada escolástica. Tan necesaria la juzgamos en este nuestro tiempo, que sin ella no podríamos suficientemente discernir ni desbaratar los sofismas de los herejes.
Desde 1549 a, 1552 él mismo enseña teología en la Universidad, de la que llegó, incluso, a ser rector. Este puesto, si bien delicado por más de un concepto, poníale en unas condiciones inmejorables para llevar a feliz termino su obra restauradora.
Lograda ya la reforma en esta universidad, pasa el Santo a la de Viena en 1552, imbuido del mismo, espíritu reformador. Más de una vez tuvo que verse frente a sus enemigos, a los que siempre logró dominar con sus dotes de polemista formidable y temible. Atacaba sin miramientos la herejía, si bien, al hacerlo, obraba sin rencor ni animosidad hacia la persona del descarriado. Era más abundante en razones que en palabras, y sus fórmulas, precisas y exactas, llevaban como distintivo un ne quid nimis de sobriedad que no exacerbaba a nadie. Era ésta su norma, la que más tarde, en 1557, daba por escrito a un amigo suyo: Lo que todo el mundo ama y busca es la moderación unida a la gravedad del lenguaje y a la fuerza de los argumentos. Abramos los ojos a los descarriados, pero sin causarles irritación.
Su celo apostólico iba siempre acompañado de una delicadeza y de una caridad sumas y de una íntima convicción que dimanaba de su santidad. Sabía él muy bien que, en aquellos momentos de relajación de los vínculos morales la única fuerza era la persuasión y el convencimiento de las gentes. Y no es que careciera de energía, puesta de manifiesto siempre que se vio en la necesidad de actuar contra los protestantes en las Dietas del Imperio. En más de una ocasión resultaron dolorosas las mordeduras de aquel canis austriacus, como le motejaban sus enemigos jugando con su nombre de pila: Kanis.
El nombramiento de provincial de todas las casas de la Compañía en Alemania vino a darle una categoría que repercutió beneficiosamente en su obra. En el transcurso de estos años florecen los colegios de Ingolstadt, Praga, Munich, Insbruck, Tréveris, Maguncia, Dillingen y Espira.
Pero el celo de Canisio no se podía parar en una clase de hombres. Anhelaba elevar el nivel moral de todo el pueblo cristiano, sin distinción de clases. A sus dotes personales quería unir el apoyo de los príncipes y el de los obispos, y lo busca con visitas y, cuando éstas no le son posibles, con cartas. En 1555 escribía a un consejero del duque Alberto de Baviera: Nuestros príncipes católicos deben desterrar las herejías, suprimir los errores de los maestros, acallar las discordias en las Universidades, reconocer al Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia para que podamos ver, como remate de todo ello, restaurada la paz en las Iglesias.
Pedro Canisio vive ahora los momentos culminantes de su vida apostólica. Sus actividades se multiplican para gloria de Dios. Predica y da misiones lo mismo en las grandes ciudades que en las iglesias de los pueblos que encuentra en su camino. Su oratoria, encendida sonó en las grandes catedrales del Imperio: en Viena, Praga, Ratisbona, Worms, Colonia, Estrasburgo, Osnabruck, Augsburgo... Llevado de su espíritu divinamente inquieto, acudía a todas partes con una rapidez que recuerda el espíritu alado de un Juan de Capistrano o de un Bernardino de Siena. Así paseó Austria, Baviera, Alsacia, Suabia, el Tirol, Polonia, Suiza. Al mismo tiempo actúa como consejero y director de príncipes; lucha valientemente como campeón del catolicismo en las Dietas del Imperio, adonde es llamado para ocupar relevantes puestos; hace de nuncio apostólico y, sobre todo, trabaja como publicista eximio e infatigable. Todas estas modalidades de su vida llevan como denominador común el afán de oponer a los avances del protestantismo un dique a base de una verdadera reforma católica.
Al propio tiempo que predicaba enseñaba también el catecismo. Era ésta una de sus actividades predilectas, convencido de que nada valdrían sus sermones si no iban acompañados de una sólida instrucción religiosa. Para facilitar esta enseñanza publicó en 1554 una Suma de la doctrina cristiana, que llegaría a ser, a un mismo tiempo, suma teológica para la juventud universitaria, manual de pastoral para los sacerdotes y catecismo para el pueblo y para los niños. De ahí las tres diferentes redacciones que le dio él mismo, según el público a quien iba destinada. Juntábanse en esta obra todas las cualidades de un excelente pedagogo: orden y claridad en la exposición, con una esmerada exactitud y precisión en los conceptos. Las ediciones se multiplicaron rapidísimamente y en breve llegó a estar traducida esta obra a todos los idiomas. Con ella lograba Canisio, después de no pocas demoras y dificultades, poner en práctica el deseo del emperador Ferdinando de tener en sus Estados un manual católico para oponerlo a los muchos de protestantes que circulaban en ellos.
Pedro Canisio, lleno de inquietudes, seguía moviéndose y viajando. Como provincial pasó a Roma para la elección de nuevo general de su Orden. Desde Roma marchó a la Dieta de Piotrkow, en Polonia, como teólogo consejero del nuncio Mentuati. De nuevo regresó a Alemania, donde encontró en unas circunstancias delicadas las relaciones del emperador con el papa Paulo IV, hombre inflexible en sus determinaciones. A ello habían contribuido grandemente las intrigas de los protestantes en ausencia de Canisio. El tacto con que éste llevó aquel asunto dio pronto como resultado que en la Dieta de Augsburgo quedaran anudadas aquellas relaciones un tanto rotas. Años más tarde volvió a Roma (1565), y es entonces cuando el papa Pío IV le nombra nuncio apostólico con la comisión de promulgar y hacer cumplir los decretos del concilio de Trento. Esta comisión le obliga a recorrer, una vez más las principales ciudades del Imperio. El trabajo se acrecentaba día a día, hasta el punto que la viña evangélica iba resultando demasiado extensa para los pocos buenos operarios que iban quedando. Piensa entonces Canisio en aumentarlos y surge en su mente la idea de los seminarios para la formación de buenos sacerdotes. Sin buenos seminarios jamás podrán los obispos lograr el remedio de los males presentes, escribía en 1585 a su general Aquaviva. A los pocos años esta idea era una florecida realidad por todas partes.
Trabajaba por elevar el nivel cultural del clero de Alemania y, al mismo tiempo, por restituir a su prístina pureza la disciplina y la piedad religiosas para asentar sobre ellas, como sobre firmísimos pilares, una nueva generación de sacerdotes celosos y santos en su patria. Para ello, una de sus primeras intenciones era poner al alcance de todos las obras maestras de la teología católica. Con estas miras editó, entre otras, las de San Cirilo de Alejandría, las de San León Magno y las del franciscano español fray Andrés de Vega.
Nunca pensó Canisio en la enseñanza de cosas nuevas; su doctrina es la tradicional en la lglesia, adaptada a todos los públicos. Sus excelentes dotes pedagógicas brillan en sus famosos catecismos, que tanta importancia tuvieron en la instrucción del pueblo y en la reforma de la vida cristiana. Más que doctrinario era Canisio un hombre eminentemente práctico, por lo que no le interesaba una producción de tonos originales. Era en el terreno de las costumbres donde fallaba principalmente la sociedad de su tiempo. Por otra parte, en el terreno doctrinal ya estaban los errores protestantes suficientemente derrotados con las obras maestras del cardenal Juan Fisher, de Clícthove, de Alberto Pighius y del franciscano español fray Alfonso de Castro.
Para oponerse eficazmente a la propaganda de los errores protestantes, San Pedro Canisio desplegó una actividad portentosa como polemista y propagandista de las doctrinas católicas. Esta modalidad perfila su fisonomía espiritual. Desde sus años jóvenes fue ésta una de sus ocupaciones más asiduas. Y tenía dotes especiales para ello. Una de las ocasiones más solemnes se la ofreció la Dieta de Worins del año 1557, donde el Santo se vio frente a Melanchton, corifeo de los protestantes. Una de las cosas que más dolor le causaron fue el tener que verse en lucha contra sus mismos compatriotas y contra las reclamaciones de su misma sangre. En sus cartas asoma, de continuo, un deseo de amplia conciliación sin claudicaciones. Si era grande su amor a Alemania era muy superior en él la devoción que había aprendido a Roma de los labios hispanos de Ignacio de Loyola. Ese amor a Roma triunfa por encima de todo y, para defenderlo, Canisio consagró su vida a escribir y editar obras propias y ajenas. Trabajó con las editoriales para que publicaran libros católicos. Incluso logró crear en Augsburgo una serie de editoriales católicas. En todo momento animó a sus súbditos a escribir obras en defensa de la fe y hasta llegó a proponer la fundación, dentro de su Orden, de una Sociedad de escritores dedicados a escribir obras de controversia y de refutación de las herejías. En lo más intenso de su campiña Pío V le encargó, en 1557, la refutación de los Centuriadores de Magdeburgo. Para poder hacerlo mejor el Santo pide el relevo en su oficio de provincial y se retira al colegio de Dillingen. Dos tomos llegó a ver publicados, pero no quiso la Providencia que la obra llegara a estar terminada. Naturalmente, los hombres se gastan y Canisio había dado ya ricos frutos durante su larga vida.
En 1580 pasó a Suiza, donde pudo consagrarse a una intensa vida de piedad, dejando así aflorar su primera formación y la verdadera inclinación mística de su vida. Enseña ahora catecismo a los niños, como en sus mejores tiempos, instruye a los pobres y a los obreros, visita a los enfermos y encarcelados, funda escuelas y congregaciones al mismo tiempo que escribe obras de piedad. Lo importante para Pedro Canisio era no estar quieto ni un momento.
La muerte le cogió en Friburgo trabajando y rezando aquel día 21 de diciembre de 1597. Acababa de rezar con sus hermanos religiosos el rosario, su devoción favorita, cuando exclamó ¡Vedla; ahí está, ahí está! Allí estaba, efectivamente, la Virgen para llevárselo al cielo.
Desde ese momento la fama de Canisio se agiganta por los muchos milagros que vienen a dar testimonio de su santidad. En 1625 se tramita en Friburgo el proceso de su beatificación. Se tramitaba ya en Roma cuando llegó la supresión de la Compañía de Jesús. Por fin, el 24 de junio de 1864 le beatificó Pío IX y el 21 de mayo de 1925 Pío XI remató la corona de su gloria al elevarle a la categoría de los santos, al mismo tiempo que adornaba su nombre con el título de Doctor universal de la Iglesia y le declaraba Patrono de todas las organizaciones de estudiantes católicos de Alemania.
ODILO GÓMEZ PARENTE, O. F. M.
Cuando Peter Kanis empezaba a despuntar se le conoció con carácter alegre y vivaracho, bastante terco, con explosiones irritables y un tanto pendenciero. Nació el 8 de mayo de 1521, precisamente el año de la ruptura de Lutero con Roma, hijo del alcalde de Nimega (Holanda) y de Egidia Houweningen, mujer entera en la fe de las de antes. Fue uno de los personajes que influyó poderosamente en la puesta en marcha de las disposiciones del concilio de Trento, presentando cara activa a los protestantes.
Su marcha a estudiar en la universidad de Colonia sirvió para frecuentar tabernas y dedicarse a las diversiones. Los biógrafos reconocen que aquello fue un momento de peligro que pareció iba a dar al traste con los sanos principios recibidos en su esmerada educación. Le ayudó a centrarse el sacerdote Nicolás Esche que le echó el cable que necesitaba en la situación de crisis. Pero el principal cambio se debió a su amistad con uno de los primeros jesuitas, Pedro Fabro; le predicó unos Ejercicios Espirituales en Maguncia, en el verano de 1543, y decidió entrar en la Compañía de Jesús.
Estudió Artes y Teología, enseñó Sagrada Escritura; se dedicó a la enseñanza y alguna cosa escribió antes de ordenarse sacerdote en 1546.
Intervino por encargo de la universidad, y unido a la protesta del clero y del pueblo, en la deposición de su sede del obispo que cayó en la herejía.
Formó trío con los teólogos españoles Laínez y Salmerón en el concilio de Trento.
Pasó a Roma un tiempo, impregnándose de la fidelidad al Romano Pontífice junto a Ignacio de Loyola antes de pasar de nuevo a su patria y después de haber conseguido el doctorado en Teología en la universidad de Bolonia.
Mala situación se encontró en Alemania a su regreso; el pueblo ha abandonado la práctica religiosa; en la universidad están las cátedras en manos de maestros contagiados de protestantismo y condescendientes con su difusión; la masa estudiantil muestra más deseos de jolgorio que de estudio; detecta una gran ignorancia religiosa por todas partes y una asombrosa disminución de las vocaciones.
Comienza un período activísimo de su vida para fortalecer las convicciones de fe: predicaciones y entrevistas con sus superiores, con los obispos y los príncipes; cuando no llega, se imponen las cartas. Esto fue el comienzo de lo que había de ser el resto de su vida orientada con una voluntad de hierro ante las dificultades que en lugar de acobardarlo le hacen crecer. Tendrá como centro de operaciones la universidad de Ingolstard –llegó a ser su rector– desde 1549 para influir en la juventud, fundando colegios e intentando «restaurar» la fe desde la verdad; los colegios de Ingolstadt, Praga, Munich, Innsbruck. Tréveris, Maguncia, Dilingenn y Espira notarán su influencia. En 1552 está; en la universidad de Viena con el mismo empeño restaurador; en esa parte del mundo hacía más de un cuarto de siglo que no se había ordenado ningún sacerdote; desarrolla una actividad increble, y cuando se le nombra provincial de los jesuitas para Alemania, Austria y Bohemia se convierte en la columna de la Contrarreforma.
Empieza a ser conocido en los ambientes intelectuales como un polemista formidable y temible que sabe disponer de abundantes razones teológicas, patrísticas y bíblicas intentando conjugar lo irrenunciable de la verdad con la delicadeza y caridad hacia el adversario; busca la reconciliación sin claudicar. Así se mostró con Melanchon, corifeo de los protestantes, en 1557, en la dieta de Worms.
Predica y da misiones en ciudades y pueblos para desparramar la doctrina católica a los fieles, tanto en los ambientes cultos como a la sencilla masa del pueblo. Conoce los púlpitos de las catedrales de Viena, Praga, Ratisbona, Worms, Colonia, Estrasburgo, Osnabruck y Augsburgo; desde ellos expone con su encendida oratoria la verdad católica. Toda Europa Central fue el campo de acción en el intento denodado de poner dique al avance del protestantismo con la verdadera reforma. Haciendo juego con la fonética de su nombre, los protestantes la llaman canis austriacus porque defiende el catolicismo con una fidelidad e inteligencia inconcebibles.
Pedro Canisio es un hombre eminentemente práctico y tenaz. Añade la escritura a su palabra abundante. En 1554 publica la Suma de la doctrina cristiana, sólida instrucción religiosa para universitarios y manual pastoral para los sacerdotes en aquella época llena de confusión. Escribe varios Catecismos –cuatrocientas ediciones en Alemania– a distintos niveles con la intención de facilitar instrumentos dignos frente a los muchos escritos protestantes que circulan libremente. Incluso llega a fundar una editorial.
Paulo IV, después de su mediación en el conflicto entre el emperador y el papa causado por las intrigas de los protestantes, lo nombró nuncio apostólico con el encargo de promulgar y hacer cumplir los decretos tridentinos.
Por no dejar tecla sin tocar, se preocupó de elevar el nivel del clero en disciplina, piedad y cultura; prestó una atención esmerada a las vocaciones sacerdotales, propiciando la formación de seminarios donde poder formar buenos pastores acuciado por la necesidad, porque eran pocos los que iban quedando.
El polemista y propagador de las doctrinas católicas pasó en 1580 a Suiza con la intención de dedicarse más y mejor a la contemplación que era el gran deseo del que hasta entonces fue imposible gozar. Muere en Friburgo el 21 de diciembre de 1597.
Pío XI lo canonizó en 1925; luego, lo nombraron Doctor de la Iglesia.
Mi amiga Irene de la Concordia que presume de abierta –ciertamente lo es–, contemporizadora y ecuménica se habrá quedado un tanto aturdida y con la boca abierta al leer este breve resumen de la actividad de un sacerdote entregado a la defensa de «nuestra buena madre, la santa Iglesia romana» y a la expansión de la verdad, con una cabeza bien amueblada. Y hasta puede que esté aún más perpleja al verlo elevado a los altares que es la máxima honra. Quizá la vida de Pedro Canisio dé pistas a ella y a otros más para descubrir que tras el indiferentismo religioso se esconde una fina autodisculpa de falta de amor a Dios y que del indiferentismo al agnosticismo –un ateísmo práctico– y de él al ateismo simple y duro sólo hay un paso sutil.