Los biógrafos de la Santa nos cuentan que solía jugar de niña en un arroyuelo haciendo barquitos de papel, en los que colocaba unas violetas. ¡A China!, les decía. Un día se cayó en el riachuelo y desde entonces tuvo un miedo muy grande al agua la mujer que en su vida recorrería diecinueve veces el Océano. En las violetas que viajaban en sus barquitos de papel alguien ha querido ver a las misioneras del Sagrado Corazón de Jesús que más tarde fundaría. ¡China! Al amor de la lumbre leían en el hogar, al caer la tarde, las vidas de los santos y los anales de la Propagación de la Fe. Los países de infieles la seducían.
Francisca Cabrini vino al mundo el 15 de julio de 1850. Fue la penúltima de once hermanos. En su casa conoció la virtud tradicional de unos honestos y sobrios trabajadores de la tierra. Nació en Italia, en Sant'Angelo Logidiano, pequeño pueblo de la feraz Lombardía. Su padre, Agustín, era un modesto propietario. Su madre, Stela Oldini, era modelo de madre tierna y hacendosa. La muerte irá llevando poco a poco a sus hermanitos. Vivirán únicamente Rosa, Juan Bautista y Francisca. Esta va creciendo débil y delicada. Su hermana Rosa, que le lleva quince años, ayudará a su madre en la educación de nuestra Santa. Rosa es severa; tiene un rígido sentido del deber. Quiso ser religiosa, mas las necesidades de la casa se lo impidieron. Pero en los planes divinos contribuiría a forjar una santa. De su madre heredó Francisca la ternura de Rosa, un sentido de responsabilidad extraordinario.
Francisca, a los ocho años, recibe el sacramento de la confirmación, que la hace auténtico soldado de Cristo. La firmeza y su espíritu sobrenatural caracterizaron toda su vida y toda su obra. Al año siguiente recibe la primera comunión. Débil, tímida, abstraída, cuando llegue la hora su timidez se cambiará en la franca libertad de la mujer fuerte. A los once años ofrece al Señor su virginidad. Renovará el holocausto a los diecinueve años, aunque a la sazón las circunstancias no fueran muy favorables para ser acogida en un Instituto religioso. Teniendo trece años oye hablar a un misionero y decide ser religiosa. Su hermana Rosa la humilla: ¡Tan pequeña, tan ignorante, y soñando con ser misionera! A los dieciocho años consigue en la Escuela Normal de Lodi el título de maestra. Es de entendimiento despierto y tiene un afán enorme por conocer. Con la muerte de sus padres, ambos mueren en el espacio de once meses, cuando Francisca tenía veinte años, se cierra ese período de vida familiar tan rico en alegrías íntimas y de tan felices recuerdos. Su hermana Rosa acompañará a Juan Bautista cuando éste emigre a Argentina.
Para Francisca el Magisterio es un sacerdocio. Por consejo de su padre espiritual va a Vidardo, a suplir, para quince días se pensaba, a una maestra enferma, y permanece en este puesto durante dos años. Su labor en este pueblo es eminentemente apostólica y social. Por esta época un vómito de sangre le cierra las puertas de dos Institutos religiosos. Será una prueba providencial que alargará su permanencia en el mundo para lograr mayor experiencia de las personas y de las cosas.
El reverendo Serrati, párroco de Vidardo, es trasladado a la parroquia de Codoño. En este pueblo, de 8.000 habitantes, existe el Hospicio de la Providencia, muy necesitado de orden y de cuidado. El nuevo párroco de Codoño sabe muy bien que Francisca, a pesar de sus veintitrés años, es capaz de poner las cosas en su sitio, gobernando una institución en la que un grupo de mujeres mal avenidas hacían gala de piadosas y tenian una responsabilidad para la cual no estaban preparadas. Cabrini viene por obediencia. Es el 12 de agosto de 1874.
Cuatro años antes este grupo de mujeres se había constituído en Instituto religioso. Vistieron el hábito y emitieron los tres votos. Francisca Cabrini emite los votos en este Instituto el año 1877 y el 30 de agosto del mismo año es nombrada superiora del Hospicio de la Providencia.
Después vienen los enfados, las disensiones, las incomprensiones, los dramas íntimos. Las lágrimas que sorberá la Santa en silencio serán rocío que vivificará esta rosa que nace entre las espinas. Pequeñas y grandes perfidias, envidias, sarcasmos. La respuesta es: paciencia.
El señor obispo disuelve el Instituto. El vino nuevo se colocará en odres nuevos. El prelado llama a Cabrini: Tienes deseos de hacerte misionera: no conozco ningún Instituto de misioneras: funda uno. Francisca Cabrini tiene treinta años cuando escucha estas palabras.
El 10 de noviembre de 1880 se firma en Codoño la compra de un edificio y a los cuatro días tiene lugar la consagración de Francisca Cabrini y de sus siete primeras hijas. Preside la imagen del Sagrado Corazón, como en todas las casas que erigirá el nuevo Instituto, que se llamará de Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús. El día 3 de diciembre, festividad de San Francisco Javier, lo celebran con gran fervor. Desde esta fecha Francisca se llamará Francisca Javier. También ella sueña con China
En 1881 obtiene la aprobación diocesana y en 1901 logrará la pontificia. El cardenal Vives y Tutó, prefecto de la Sagrada Congregación de Religiosos, afirmó en esta ocasion: Si en todo el período de mi prefectura solamente hubiera firmado este decreto, tendría bastante de qué gloriarme
El pensamiento de la Santa corre ahora hacia China, como aquellos barquitos de papel que llevaban violetas mecidas por la corriente del arroyuelo de su infancia.
El grano de mostaza empieza a expandirse. La madre Cabrini morirá a los sesenta y siete años, después de haber fundado personalmente 67 casas. En los comienzos figura la de Milán, residencia para las muchachas que emigran de los pueblos a la ciudad por razón de estudios. Con idéntico fin fundará otra en Roma poco después y más tarde en Génova.
El papa León XIII, que dió el sello al Instituto, le marcará también el camino. Cabrini buscaba China, los países salvajes. No quería para sus hijas la comodidad de la civilización, que entibiaría su espiritu. Pero...
Por aquel entonces regía la diócesis de Piacenza un santo y celoso prelado, monseñor Scalabrini. Hacía unos años que habia fundado una asociación de misioneros que tenia por finalidad asistir, principalmente en América, a millares de emigrados italianos que vivían en una deplorable situación moral y religiosa. Pero a todos ellos les faltaba la delicadeza y la ternura de una madre. Propuso la idea a Santa Francisca Javier. A la madre Cabrini no se le presentaba todavía esta labor en toda su grandeza. No por falta de celo ni de espíritu, sino porque no en balde habia acariciado la idea del Oriente durante treinta años.
León XIII conocía muy bien la triste situación de los emigrados italianos en ultramar. Hacía poco tiempo que habia lanzado un conmovedor grito de socorro a los obispos americanos para que vinieran en su ayuda. Cuando la madre Cabrini va a exponer al Santo Padre la proposición de monseñor Scalabrini, recibe una orden explícita perentoria: Al Oriente, no; al Occidente.
Cristo ha hablado por boca de su Vicario. China desaparece como nube arrebolada herida por el sol.
Bastaba recorrer el andén de Turín o asomarse a los puertos de Génova y Nápoles para ver el espectáculo: maletas, fardos pesados, y sobre ellos, sentados, hombres, mujeres y niños.
Muchos analfabetos. Todos sin orlentación, sin rumbo fijo, sin ninguna asistencia. Han de buscar en otros horizontes lo que en su patria no encuentran. Victimas de engaños, sin recursos económicos, van a regar con su sudor y con su sangre los campos, las minas, las industrias de ultramar. Marchan a los grandes desiertos, a las enormes ciudades. A un mundo distinto y extraño, fundidos entre los nativos, entre los franceses, españoles, portugueses, irlandeses... En una mezcolanza impresionante de ideas, de credos y de razas.
Frente a una lucha a muerte contra todo lo que se opusiera al logro de sus legitimos deseos de mejorar o de vivir. Sin asistencia espiritual, sin colegios, sin asilos, sin orfanatos, sin hospitales, sin solidaridad nacional, sin recíproca comprensión, vivían o malvivían a la sazón en America cerca de un millón de italianos. Después este número ha crecido extraordinariamente. Faltaba una asistencia amorosa y paciente que conservara integra su fe, mantuviera su esperanza, diera a su camino áspero y duro un sentido noble de misión e hiciera consciente tanto dolor como medio de superación y elevación personal y colectiva. Faltaba una cultura, que de suyo constituye siempre una gran fuerza moral y brinda oportunidad para triunfar Tan lamentable espectáculo hizo decir a monseñor Scalabrini: Se me enciende el rostro de vergüenza. Me siento humillado en mi doble condición de sacerdote y de italiano.
El 13 de julio de 1888 había partido para América el primer grupo de misioneros de monseñor Scalabrini: siete sacerdotes y tres legos. Llevaban un crucifijo y la bendición de León XIII. El 21 de marzo de 1889 el navío Bourgogne sale de El Havre llevando a Francisca Javier. Va a Nueva York para hacer su primera fundación. En el camino se cruza un telegrama del arzobispo de Nueva York en el que le anuncia que desiste de sus propósitos de fundar un orfanato por haber fallado sus planes. Por eso, al llegar, las recibe únicamente la estatua de la Libertad. Van la madre y seis religiosas. El saludo de monseñor Carrigan es: Me parece que la mejor solución es que regresen a Italia. Este comienzo es el pórtico de una vida llena de penalidades.
Alguien ha dicho: Si Cristóbal Colón descubrió América, la madre Cabrini ha descubierto a todos los italianos en América. Y es verdad. Fue a su encuentro y los halló en los barrotes de la cárcel, en el campo de trabajo, en la orilla de los ríos, en los muelles de los puertos, en las tabernas, en las buhardillas. Dondequiera que un alma de su tierra sufría y lloraba, allí llegó la madre Cabrini. Con su sonrisa ancha, con afán de servicio, con la ilusión de renovar el follaje seco injertándolo en el árbol perenne, siempre fresco, de la Iglesia. Trabajemos, trabajemos. Luego tendremos toda una eternidad para descansar, decía constantemente.
A los cuatro meses vuelve a Italia. ¿Cómo relatar ahora en tan breve espacio los diecinueve viajes que realizo a través del Océano?
Fundó en Italia, en Francia, en Inglaterra y en España. Creó personalmente hospitales, preventorios, orfanatos, colegios y asilos en Nueva York, Nueva Orleáns, Denver Los Angeles, Chicago, Seattle, Filadelfia, etc., etc.
En la América central fundó en Costa Rica, en Panamá y en Nicaragua.
De la bahía de Costa Rica es esta anécdota: el barco ha fondeado cerca de la costa. En una barquita se acercan las religiosas a tierra para comulgar. Como preparación van cantando. De improviso unas aves, en ordenado vuelo, se colocan encima del esquife. La madre dice: Son las jóvenes americanas que ingresarán en el Instituto. Una religiosa le dice: ¿No serán las almas que por nuestro sacrificio se salvarán? La respuesta es inmediata. Millares de aves acuáticas levantan el vuelo y giran en torno de la embarcación. Este doble presagio se cumplirá: a la muerte de la madre Cabrini el Instituto contaba ya con dos mil religiosas. ¿Y quién podrá contar las almas que se han salvado y se salvarán por su mediación? ¿Quién podrá describir su paso por la cordillera de los Andes sobre una mula, y el encuentro con los icebergs frente a Terranova, y las terribles tempestades, tras las cuales, sobre el lomo del mar pacificado, se veían innumerables restos de veleros hundidos, y sus viajes de siete días y siete noches en tren con altas fiebres? ¿Cómo enumerar las contradicciones de los nativos y connacionales, las estrecheces, las dificultades que surgieron por parte de las autoridades civiles y eclesiásticas, la guerra que le hicieron los masones, los liberales, las sectas acatólicas?
Hizo fundaciones en Buenos Aires, Rosario de Santa Fe, Mendoza. En el Brasil abre colegios en San Pablo y en Río de Janeiro.
El papa León XIII la recibía aun estando las audiencias suspendidas. El venerable anciano, con admiración de los presentes, le ponía su cansada mano sobre la cabeza, acariciándola mientras decía: La Iglesia abraza al Instituto. Y añadía: Trabajemos, trabajemos, que después será muy hermoso el paraíso. Después repetiría la Santa: Tengo asegurado el paraíso. Me lo ha dicho el Santo Padre.
El día 22 de diciembre de 1917 la madre Cabrini entraba en el paraíso prometido. Moría en Chicago.
En la oración fúnebre el obispo de Seattle decía: Fue una mujer extraordinaria, no solamente en la historia de América, sino en la historia del mundo entero.
El comisario de la Emigración en América afirmó: La madre Cabrini ha hecho por los emigrantes mucho más que el Ministerio de Asuntos Exteriores.
Pío XI la inscribió en el catálogo de los beatos el día 13 de noviembre de 1938. El papa Pío XII decretó su canonización el día 20 de junio de 1943.
Y el papa Pío XII, el gran papa de los emigrantes, el día de su canonización destacó en un precioso discurso lo fundamental, el impulso interno que animó todas sus obras: era un alma ricamente dotada por la naturaleza y por la gracia. En ella se dieron cita la audacia y el valor, la previsión y la vigilancia, la perspicacia y la constancia. La desconfianza en si misma se tradujo en confianza inmensa en Dios. Fue misionera del Corazón de Jesús, al que hizo conocer, adorar, amar y servir.
Pío XII recordó la frase de la Santa: Yo siento que el mundo entero es demasiado pequeño para satisfacer mis deseos. Y a continuación hacía hablar Su Santidad a Porcia, el personaje de Shakespeare, símbolo de la mujer estéril y aburrida: Mi pequeño cuerpo está cansado de este gran mundo. ¡Qué contraste! Fue humilde de corazón, obediente, desprendida y virginal. Vivió una vida de unión íntima con el Corazón de Jesús, autor de la gracia, y con el Corazón de María, Madre de todas las gracias.
JAVIER PÉREZ DE SAN ROMAN
Nació en la Lombardía italiana, en Sant´Angelo Logidiano el 15 de Julio de 1850, de Agustín y Stela; la penúltima de once hermanos. Es una familia corriente de campesinos cristianos. La niña se confirma con ocho años y hace la primera comunión a los nueve.
Cursa sus estudios y el primer trabajo como maestra es en el pueblo que se llama Vidardo. Allí desempeña además una importante labor apostólica y social.
Luego la vemos como superiora en el Hospicio de la Providencia en Codoño. Pero fue una aventura que duró poco y acabó mal porque el obispo tuvo que disolver aquella fundación: eran pocas y mal avenidas. Con este motivo, el obispo que conocía sus posibilidades, su inclinación a las misiones y la rectitud de su vida le recomienda que haga una fundación misionera.
Han nacido las Misioneras del Sagrado Corazón. En 1907 obtiene la aprobación Pontificia y comienzan siete profesas.
En poco tiempo se multiplican sobremanera; cuando muere Francisca Javiera a los sesenta y siete años ha fundado personalmente sesenta y siete casas entre Europa (Italia, Francia, Inglaterra, España), EE.UU. (Nueva York, Nueva Orleáns, Los Ángeles, Chicago, Filadelfia), y América Central (Costa Rica, Panamá, Nicaragua...).
Ella siempre alimentó en su alma impulsiva, generosa y valiente la posibilidad de llevar y extender el Evangelio en las tierras de Oriente Lejano, concretamente en China. Quizá por eso de niña se divertía haciendo barquitos de papel y al ponerlos en el río para que los llevara adelante la corriente les decía «¡A China!». No pudo hacerlo. Fue el propio papa León XIII quien le sugirió un cambio de ciento ochenta grados encaminándola a la atención misionera en América centrándose en los emigrantes italianos que pasaban dificultades de todo tipo a principios de siglo. Esos emigrantes salieron ganando: hospitales, orfanatos, colegios, asilos ... les llegaron con Francisca Javiera y las Misioneras. Y sobre todo, instrucción, formación religiosa, el cariño testimonial de la caridad. Bueno, en realidad no fueron sólo los emigrantes italianos... la iglesia entera se enriqueció.
Murió el 22 de diciembre del año 1917 y la canonizó el papa Pío XII en 1943.