Hagamos un esfuerzo por imaginarnos el ambiente en que se encuadra la figura de este Santo y que es, en verdad, muy diverso del que hemos encontrado al hablar de otros muchos. Porque Polonia, en plena Edad Media, presentaba características profundamente similares. No era sólo su clima, extremado y duro, ni la vecindad, siempre amenazadora de los turcos, ni de la singularidad de su régimen político, fuertemente dominado por una aristocracia que, en su ceguera, habrá de conducir reiteradamente a lo largo de la historia al país hacia su ruina. Es, sobre todo, el carácter abigarrado del elemento humano.
Polonia, sin fronteras naturales, fácilmente accesible a sus vecinos, presentaba entonces, como continúa presentando hoy mismo, una extremada mezcla de razas. Cuando en 1390 nace el que habia de ser San Juan Cancio, su pueblo, Kanty, situado cerca de Auschwitz, al oeste de Cracovia, no pertenecía propiamente a Polonia, sino a Silesia y sólo muchos años después, hacia el fin de la vida del Santo, volvería a ser polaco. Pero no demos demasiada importancia a esto, porque todo era mezcla. En las mismas poblaciones inequívocamente polacas, continuaba rigiendo el Derecho germánico, juntamente con el polaco, y no era raro oir hablar alemán. Las mismas costumbres estaban fuertemente impregnadas de orientación teutónica, Lo mismo se diga, y mucho más, de Cracovia, donde habría de transcurrir casi toda la vida del Santo. Ciudad cosmopolita, constituía el más importante mercado del este de Europa. Aún no se había descubierto América, ni la ruta del Cabo de Buena Esperanza permitía traer los productos exóticos desde el Lejano Oriente. Por eso Cracovia era el gran mercado en que se abastecían españoles, italianos, franceses..., y al que concurrían también húngaros, checos, eslovacos e incluso, en los tiempos de paz, los mismos turcos.
En este ambiente va a actuar nuestro Santo. Y lo va a hacer en tiempos de intensa fermentación intelectual. Durante toda su vida ha de sentir frente a si el peso del atractivo que sobre la multitud estudiantil ejercían las nuevas ideas. La Universidad pasaba por un buen momento. Fundada por Casimiro el Grande en 1364, había conseguido en 1397 la Facultad de Teología, y se encontraba al mediar el siglo XV en una etapa de extraordinario florecimiento. Los reyes la habían mimado, y los estudiantes acudían a ella en gran cantidad. Pero los errores de los husitas y taboritas no dejaban de ejercer atractivo y se imponía un trabajo duro para defender la ortodoxia.
Al llegar a la Universidad, Juan ponia fin a una educación que pudiéramos llamar casi campesina. Habia nacido en el seno de una familia patriarcal, y se habia educado cristianísimamente, con una orientación ortodoxa, sólida y segura. Incorporado a la Universidad, después de algunas duras pruebas que él supo sobrellevar con firmeza, se dedicó con tal entusiasmo a los estudios que su figura pronto destacó. En 1417 obtuvo el doctorado en Filosofía, y poco después en Teología. Ordenado de sacerdote, nombrado canónigo de Cracovia, obtuvo una cátedra de teologia en la Universidad, y continuó residiendo en el mismo Colegio Mayor en que había residido mientras fue estudiante. Fuera de su estancia en una parroquia y de sus viajes, no conocerá Juan ninguna otra residencia.
La estampa que nos ha llegado de él a través de los siglos es la de un profesor universitario verdaderamente ejemplar; sin faltar jamás a clase, enteramente al servicio de los estudiantes, consagrando largas horas al estudio, explicando con claridad y humildad, viviendo intensamente la vida universitaria. Sus méritos le llevarán hasta el mismo rectorado y durante muchos siglos la toga morada que él había ostentado mientras fue rector servirá también a quienes le sucedan en el cargo como una consigna de superación y de fidelidad.
No escapó, sin embargo, a las intrigas, no infrecuentes por desgracia en ambientes universitarios. Cuando el claustro hubo de designar algunos de sus miembros para tareas muy delicadas, pudo observarse que prescindían de él. Es posible que su rectitud hiciera de él un profesor incómodo, de los que no transigen, de los que, con su cumplimiento, constituyen una muda reprensión para los demás. Lo cierto es que un buen día la Universidad, correspondiendo a una petición de los feligreses de la parroquia de Olkusz, le designó como párroco de la misma.
La prueba debió de resultarle dura, porque no suele ser fácil que un intelectual se adapte a las tareas pastorales, en directo contacto con las almas. De hecho nos consta, sin embargo, que fue un párroco admirable, y que en los años, que no fueron muchos, que estuvo al frente de su parroquia, esta cambió profundamente. Había estado hasta entonces muy descuidada, faltando la instrucción religiosa, existiendo en ella facciones y partidos que se odiaban a muerte, y pudiéndose encontrar no poca indiferencia en algunos feligreses. Pero el párroco consiguió transformar por completo la parroquia: la caridad, la unión fraternal, el destierro de los vicios, proclamaron la fina calidad del buen pastor. Sin embargo, a éste se le hacía dura aquella vida, que parece que le condujo a sentir fuertes escrúpulos, y la Universidad terminó por darse cuenta del disparate que había hecho. En 1340 volvía a triunfar a su cátedra de teología. Y poco después fue designado como profesor de religión de la familia real de Polonia.
Es curioso que el Santo, que jamas se permitía faltar a clase, hiciera una excepción para emprender por dos veces muy largos viajes. En efecto, primero emprendió una peregrinación hacia Jerusalén, pasando por Roma, ciudad para él amadisima como sede del Papa. Y años después vuelve de nuevo a emprender el camino de Roma, aunque sin condescender con las peticiones de quienes, pasmados por su ciencia, querían que se quedase allí.
En uno de estos viajes le ocurrió el conocido episodio de su encuentro con los ladrones, que demuestra su amor a la verdad. Cuando le hubieron despojado de todo su dinero le preguntaron si tenía más, contestó que no, pero habiendo recordado que le quedaban unos escudos cosidos en el forro de su manto, llamó a los ladrones para entregárselo.
Más hermosa aún es la anécdota ocurrida en el refectorio del Colegio Mayor en que vivía. Iba a sentarse a la mesa cuando vió a la puerta un pobre pidiendo limosna. Los ojos de todos estaban fijos en él. Con toda sencillez se levantó, entregó su comida íntegra al pobre y al volver a su sitio... estaba allí la comida. Desde entonces, durante siglos, en el Colegio Universitario de Cracovia se preparaba siempre una ración para un pobre. Pauper venit, viene un pobre, exclamaba el rector. Iesus Christus venit, Jesucristo viene, contestaban todos los reunidos. Y la comida era entregada al pobre.
Notemos que, no sólo en su época de párroco, sino también en su cargo de profesor de Universidad, San Juan sentía como exigencia de su sacerdocio el trabajo directo con las almas. Con frecuencia se le veía predicando en las iglesias de la ciudad, ordinariamente en latín, lengua entonces muy corriente en Polonia, y a veces en polaco, porque, paradójicamente, en las iglesias de la ciudad se usaba el latín, mientras en la de la Universidad se usaba la lengua nacional.
Inmensamente limosnero, era el paño de lágrimas de todos los estudiantes necesitados de la ciudad. En cierta ocasión, en medio del crudísimo invierno polaco, cruzando la plaza a media noche, encontró a un pobre que temblaba, le entregó su manteo y siguió a cuerpo, muerto de frío, camino de la iglesia para recitar maitines. Casos como éstos, en ocasiones florecidos de milagros, se conservan en gran número en los documentos de la época.
Murió a los ochenta y tres años, en la vigilia de Navidad del año 1473. Pero antes pronunció, ante todo el claustro de la Universidad, reunido en torno a su lecho, una hermosisima alocución, en la que condensó su espiritualidad de sacerdote, de canónigo y de profesor de Universidad santo:
Confiándoos el cuidado de formar la juventud en la ciencia y en las buenas costumbres, Dios os ha elevado, señores y hermanos mios, lo bastantemente alto para que no dudéis en pisotear, como indigna de vosotros, la gloria que los hombres reciben unos de otros, y cuya búsqueda insensata trae frecuentemente la muerte a nuestras almas. Velad cuidadosamente de la doctrina, conservad el depósito sin alteración y combatid, sin cansaros jamás, toda opinión contraria a la verdad; pero revestíos en este combate de las armas de la paciencia, de la dulzura y de la caridad recordando que la violencia, aparte del daño que hace a nuestras almas, daña las mejores causas. Aunque hubiera estado en el error sobre un punto verdaderamente capital, jamás un violento hubiera conseguido sacarme de él; muchos hombres están sin duda hechos como yo. Tened cuidado de los pobres, de los enfermos, de los huérfanos.
Su voz se quebró al llegar aquí, sin duda por el esfuerzo que estaba haciendo. Descansó un momento, y continuó después:
Causa y fin de todo lo que existe, Dios eterno y todopoderoso, que gobiernas y conservas por tu divina providencia todo lo que has creado, recíbeme en tu inefable misericordia, y consiente que por la pasión y los méritos infinitos de tu Hijo, yo me reúna a Ti por toda la eternidad.
Y dicho esto, expiró suavemente.
Toda la ciudad se conmovió. Sus funerales fueron verdaderamente extraordinarios. Pronto empezó el rumor de los milagros obtenidos por su intercesión, que Matías de Miechow primero, y después otros continuadores fueron recogiendo en un curioso diario, en el que se reflejan las costumbres polacas del siglo XV, desde 1475 a 1519. Su cuerpo fue enterrado en la iglesia de Santa Ana de Cracovia, en la que sesenta años después se le dió una sepultura más honrosa. Sin embargo, su causa de beatificación se fue retrasando durante muchos años. En 1628 el cura de la iglesia de Santa Ana, Adán Opatavius (Opatowczyk) publicó una vida con un catálogo de milagros, en latín. En 1632 aparecía la traducción polaca. Y en 1680 Inocencio XII le beatificaba. Por fin, el 16 de julio de 1767, Clemente XII le canonizó, cinco años antes de la primera partición de Polonia. Su fiesta fue fijada el 20 de octubre y elevada por Pío VI en 1782 a rito doble.
Insigne Juan, tú eres la gloria de la nación polaca, el orgullo del clero, el honor de la Universidad, el padre de tu patria.
LAMBERTO DE ECHEVERRÍA
Un hombre gris; sin conducta espectacular que mostrara signos extraordinarios de nada; se limitó a cumplir con su deber, eso sí, muy bien cumplido; lo más destacable en él, como se verá, sólo es la fidelidad a Dios y a los hombres en su quehacer bien hecho.
Polonia en la Edad Media es un microcosmos por su situación geográfica que la hace ser tierra de encuentros. Fácilmente accesible desde cualquier parte porque no tiene fronteras naturales; mezcla de razas y culturas por su comercio donde trafica el turco, el alemán, el hispano y hasta el italiano o el griego. Un resumen de esta diversidad es Cracovia, ciudad donde transcurre toda la vida de Juan como intelectual insobornable ante la verdad y, por algún tiempo, excelente párroco en activo.
Nació Juan al oeste de Cracovia en 1390, en Kanty o Kety, cerca de donde hoy está el tristemente célebre Auschwitz. Estudió filosofía y teología en la universidad de Cracovia, fundada por Casimiro el Grande en el año 1364, que pasa por un buen momento porque ha gozado del favor y protección de los reyes.
Ordenado sacerdote, lo hacen canónigo y consigue la cátedra de Teología en la universidad que ya no abandonará. Es un profesor competente; la doctrina es segura y se muestra ejemplar en la dedicación. Llegó a ser rector del centro cultural de mayor nivel en la nación polaca.
Su rectitud y competencia no pasan desapercibidas para los profesores mediocres. Sucedió lo de siempre. Más de uno siente envidia –el vicio manifiesto de los que valen poco– y llegan a sufrir hasta el entontecimiento por la lucidez ajena. Otros, se dan por ofendidos al comprobar la rectitud profesional y el buen hacer científico de Juan Cantio. Su presencia diaria en el puntual cumplimiento de su deber llega a hacerse molesta e incómoda dentro del claustro de profesores.
Consiguieron echarlo de la universidad «por razones pastorales» que no había, pero que inventaron. Por lo que se ve, no es éste un antipático recurso privativo de nuestro tiempo para quedar como barones (varones?) mientras se van haciendo mezquindades por la vida. Lograron que lo nombraran párroco de Olkusz con lo que consiguieron que aquel intelectual nato que era Juan debiera sentirse un tanto extraño en el contacto personal y directo con sus feligreses. Pero lo hizo bien el párroco; se encontró con unos fieles abandonados, divididos en facciones que se odiaban a muerte, y otros muchos indiferentes. Pero predicó mucho, rezó, visitó a sus feligreses, dio ejemplo y consiguió unificar por la elevación de la caridad.
La Universidad terminó por darse cuenta del disparate y lo reintegró a su cátedra.
Hizo dos viaje a Roma y uno de ellos lo amplió a visitar los Santos Lugares.
Se caracterizará por su buen carácter y por la práctica de la caridad.
Alguna anécdota de su vida nos hace caer en la cuenta de su talante. Un mal día atracaron al indefenso Juan (eso siempre ha sucedido en la sociedad); los ladrones, cuando terminaron de hacer su trabajo le preguntaron si tenía algo más. Cuando se marchaban, recordó Juan que le quedaban aún unas monedas dentro del forro de su vestido (cosa tampoco inventada hoy, por lo que se ve), los llamó y les dio lo que aún estaba en su poder (reacción de tontos o de santos). Ante el gesto, quedaron tan removidos aquellos truhanes que se arrepintieron, pidieron mil perdones y devolvieron lo que en un principio le habían sustraído (esto tampoco es corriente).
En otra ocasión, a la puerta del colegio universitario donde comía había un pobre pidiendo limosna. No anduvo corto. Entró en el comedor, tomó su ración y fue a dársela al pordiosero. Lo bonito fue que, en su sitio natural, estuvo dispuesta después la comida que le correspondía.
Otra vez, viendo a un mendigo tiritando de frío, no supo hacer otra cosa que quitarse su propia capa, se la dio al que estaba helado; él se marchó a sus asuntos con el frío del vecino.
Murió a los ochenta y tres años, el 1473.
Fue canonizado el 16 de julio de 1767 por Clemente XII.
Juan sólo hizo lo que debía hacer. Es un consuelo ver plasmado en el santoral que el camino hacia la santidad de la inmensa mayoría de los hombres y mujeres es posible y ajeno a milagros y martirios. Algunas veces no le gustó cumplir con su deber, pero supo mantener el tipo por amor a Dios. Él está ahí; de sus detractores ni se sabe. Su nombre permanece y está propuesto como modelo de fidelidad cristiana; el de los otros, se olvidó.