Vamos a presenciar el nacimiento del martirio cristiano y el sepelio del mártir primero según lo refieren, con una divina simplicidad, los Hechos de los Apóstoles.
Y en aquellos días suscitóse en Jerusalén una gran persecución. Y los discípulos todos, menos los apóstoles, se esparcieron y anduvieron huidos por toda la Judea y Samaria. Y unos varones religiosos enterraron a Estaban e hicieron sobre él un llanto muy grande (Act. 8,2).
Harto da a entender este pasaje de los Hechos de los Apóstoles que la primera agresión inopinada y brutal contra la iglesia de Jerusalén, medrosa y pequeñita, confiada en su propia inocencia y parvedad, como la que asegura aI polluelo debajo de la protección del ala materna, ocasionó en los adeptos de la fe nueva una impresión de terror y desconcierto. Aquella violencia súbita desencadenada contra la chica grey de almas seguras y pacíficas produjo una indecible sorpresa y un afán instintivo de huida. El diácono Esteban, glorificado más tarde como abanderado y caudillo del innumerable ejército de los mártires, no tuvo laureles ni coronas de triunfo, sino funerales, exequias y duelo muy amargo. Así acaeció en Jerusalén. En Roma, no muchos años más tarde, el holocausto de los cristianos que dió Nerón al pasto de las llamas parece haber dejado asimismo el recuerdo de una deserción espantosa. Y en Jerusalén, y en Roma, y en dondequiera, las primeras colisiones con el fuerte armado, los furores primeros que se abatieron sobre las comunidades cristianas en su infancia más tierna, sembraron entre los fieles congoja, y dolor, y desconcierto, y fuga.
Pero bien pronto la conciencia cristiana se recobró y reaccionó con energía. El repentino ímpetu no debiera haberles tomado de sorpresa si hubiesen recibido las enseñanzas del divino Maestro con corazón reflexivo. Él habíales anunciado estas pruebas duras con palabras tan llanas y tan claras, que el propio martirio (sinónimo de testimonio) les era prometido con su nombre propio:
Os entregarán en tribunales y en sinagogas, os azotarán, y aun a príncipes y a reyes seréis llevados por causa de Mí, por testimonio a ellos y a los gentiles. Y, al mismo tiempo, el divino Maestro proclamaba bienaventurados a quienes tocara una suerte para el sentido carnal tan recia y tan poco apetecible:
Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando os denostaren y os persiguieren y dijeren con mentira todo linaje de mal contra vosotros. Alegraos entonces y gozaos, porque vuestra ganancia copiosa es en los cielos; así fueron perseguidos los profetas que han sido antes de vosotros.
Diríase que las ímbeles iglesias primitivas no atinaron a interpretar el obvio sentido de estos pasajes que aquel dulce y fuerte obispo típico que fue San Cipriano denominó Evangelium Christi unde martyres fiunt: el Evangelio de Cristo, poderosa forja de mártires. Solamente los apóstoles, admitidos más profundamente en la intimidad del pensamiento de Cristo, se mostraron iniciados y penetrados de la doctrina nueva. En Jerusalén, conducidos a la presencia del sanedrín y azotados, ibant gaudentes, andaban con una alegría ostensible, con una rabiosa extravasación de júbilo, porque habíaseles juzgado dignos de sufrir baldones por el nombre de Jesús.
Pero ya no es la vena profunda y callada del gozo fiel, ni es la miel secreta de los padecimientos por amor de Cristo, ni tampoco el entrañable y manso río de Espíritu Santo el que los inunda, sino que es como un vino violento y una embriaguez más que dionisíaca la que hace prorrumpir a San Pablo en expresiones inflamadas por la muerte y por la cruz. Los más grandes cantores del placer es fuerza que enmudezcan ante ese sublime orgiasta del dolor. Nada ni nadie podrán separar a Pablo de la caridad de Cristo: Ni la tribulación, ni la angustia, ni la persecución, ni la desnudez, ni el hambre, ni el peligro, ni la espada. Cristo es mi vida, dice, y la muerte me es una ganancia.
El dolor es el camino de los astros. Fue nuestro Aurelio Prudencio quien halló esta expresión feliz condensada en aforismo: Ad astra doloribus itur. Pero no; el martirio no es doloroso. La primitiva liturgia cristiana encontró para el martirio un nombre refrigerante, consolador: llamóle bautismo, es decir, inmersión en la propia sangre, cual deleitoso baño en un fresco hontanar del paraíso. El manantial perenne que brota del costado de Jesús sumerge al mártir en el refrigerio de sus aguas vivas. Y, aunque fuera doloroso el martirio, no es precisamente el mártir quien lo soporta. Por una divina suplantación es Cristo quien lo padece: Christus in martyre est. Nuestro acérrimo Prudencio expresó esta divina suplantación al cantar la pasión de un mártir español en versos de una arrogancia y de una entereza más que numantinas:
En lo más profundo de mi ser hay otro; otro a quien nada ni nadie pueden dañar; hay otro ser, sereno, quieto, libre, íntegro, exento de toda suerte de padecimiento.
Así, en el torrente raudo del himno prudenciano, hablaba al verdugo con una altivez y reciedumbre saguntinas, no lejos de los muros de Sagunto, el diácono Vicente, y mientras su cuerpo, trabazón de lodo, y sus miembros, urdimbre de venas tenues, saltaban en pedazos, su intacto espíritu se mantenía ileso debajo de las ruinas del alcázar inderrocable.
Pero demos ya paso y aclaremos en la vanguardia de quienes blanquearon sus estolas en la sangre del Cordero al primer coronado con la corona incorruptible: lo, Triumphe!
Y en aquellos días, como el número de los discípulos iba en aumento, murmuraban los helenistas contra los hebreos, porque sus viudas eran desatendidas en la distribución de la limosna cotidiana.
En aquel tiempo y sazón denominábanse helenistas quienes, aun siendo judíos de raza, procedían de las colonias griegas del Asia Menor y de Egipto. Habíalos muchos avecindados en la Ciudad Santa, y debieron de oír el estampido del Espíritu y contemplar la lluvia de lenguas ígneas y escuchar el sermón candente brotado en los labios de Pedro. Los helenistas, primicias de la conversión, constituían en Jerusalén un núcleo tan numeroso como los judíos nativos.
Entonces los Doce convocaron la multitud de los discípulos y les dijeron: No es razón que nosotros abandonemos el ministerio de la palabra y sirvamos en las mesas. Escoged, pues, entre vosotros siete varones de probidad acrisolada, llenos de Espíritu Santo y de sabiduría, y constituidlos en el servicio de la distribución del pan, y nosotros continuaremos en la oración y en el ministerio de la palabra.
Tres mil cristianos en su primera redada cogió el pescador de Galilea, trocado en pescador de hombres. Los conversos de Pedro no eran solamente judíos de Jerusalén sino que los había procedentes de toda nación que está debajo del cielo. ¿Cómo iban a cejar los apóstoles en el apostolado de la palabra que tan opimos y tan tempranos frutos les rendía?
Plugo a los discípulos el consejo de Pedro.
Eligieron a Esteban, varón lleno de fe y de Espíritu Santo, y también a Felipe, Prócer, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás, prosélito éste de Antioquía. Helenistas son todos ellos y helénicos son sus nombres. Presentados a los apóstoles, les consagraron diáconos por la imposición de las manos. Callaron las murmuraciones, y las viudas de los helenistas fueron atendidas equitativamente. Con estos animosos predicadores nuevos la palabra evangélica crecía y los cristianos se multiplicaban.
Esteban, lleno de gracia y de fortaleza, obraba en el pueblo prodigios y milagros grandes.
Lucas, el cronista de estos sensacionales acontecimientos, no especifica ninguno de esos carismas que acompañaban y robustecían la palabra de Esteban y hacían avasalladora su predicación. En son de protesta de tamañas novedades irguiéronse algunos miembros de la sinagoga de los libertos, secundados por algunos otros recalcitrantes, originarios de Cirene y de Alejandría, y otros aún, procedentes de Cilicia y de Asia. Estos libertos que iniciaron la contraofensiva debieron de ser descendientes de aquellos judíos que, sesenta y tres años antes de que el Verbo de Dios se hiciese carne y habitase entre los hombres, trajo cautivos a Roma Pompeyo, que con su presencia exasperó el judaísmo, mancilló Jerusalén y profanó el santo de los santos. Vendidos en Roma por esclavos y recobrada temprano o tarde su libertad, tornaron a Jerusalén. Trabados en disputa con Esteban, arrollábalos su sabiduría y la vehemencia del Espíritu que caldeaba su palabra, que, como en la boca de Elías, ardía y crepitaba cual una antorcha.
El texto del discurso con que Esteban cerró su fulgurante ministerio y motivó su bárbara lapidación, tal como nos lo da el autor de los Hechos, es uno de los más venerables monumentos de la literatura cristiana. Es la primera de las homilías. Más que una autodefensa es una didaché. El primicerio de los diáconos, como le llama San Agustín, de acusado se convierte en acusador, contundente como un martillo. Erizadas contra él, a guisa de jabalíes, estaban todas las sectas del judaísmo, y él, con la firmeza de su palabra, sostuvo, solo y señero, la causa de Jesús y el honor del Evangelio. Recias de oír eran las verdades que Esteban les lanzaba al rostro. Mientras hablaba, su rostro resplandecía con lumbre purpúrea de juventud, como el de un ángel. Sus primeras palabras saliéronle de la boca bañadas en miel: Favus distillans labia tua. Abstúvose de decirles algo así como progenie de vitoras, aun a pesar de que le olan con estridor de dientes y con las entrañas secas como el peñón del desierto antes que la vara de Moisés lo convirtiera en hontanar.
¡Hermanos y padres mios, escuchad! Con estas palabras, las más tiernas del vocabulario humano, les recuerda la comunidad de su origen; no es entre ellos Esteban un desconocido, no es un alienigena. Es de la raza de Abraham; es partícipe de las mismas promesas y de las mismas esperanzas. Y con amargura de su alma despliega ante los ojos de ellos, con precisión geográfica, con exactitud cronológica, la larga cadena de sus infidelidades...
El parlamento, que empezó con mansedumbre y unción de homilía, con tranquilidad de exposición objetiva, en llegando a su fin, estalla en ese valentísimo apóstrofe:
¡Duros de cerviz; incircuncisos de corazón! Siempre habéis resistido al Espiritu Santo. Como vuestros padres fueron, habéis sido vosotros. ¿Qué profeta no persiguieron? Dieron muerte a quienes les anunciaban la venida del Justo, a quien vosotros ahora traicionasteis y crucificasteis; vosotros, sí, vosotros, que por ministerio de ángeles recibisteis la Ley y no la observasteis...
Ese impávido apóstrofe de Esteban pone en revuelo a los judíos. Más que ningún otro les exaspera ese postrer agravio directísimo que para ellos es el más insoportable de todos: la desobediencia a la Ley. Estalla un alto griterio: los judíos se tapan los oídos, lastimados por la blasfemia, en embestida unánime se arrojan sobre él: le arrastran fuera; le lapidan. Saulo asiente a la fiera lapidación y guarda celosamente los vestidos de los lapidadores. Esteban hunde en el cielo los errantes ojos y dice: Veo la gloria de Dios y los cielos abiertos y al Hijo del hombre en pie a la diestra de Dios.
¡El Hijo del hombre en pie!
¿Por qué, preguntase San Ambrosio, Esteban vió a Jesús stantem, puesto en pie? Pónese Jesús en pie por contemplar el combate de su atleta aguerrido; levántase de su silla por ver la victoria del adalid, cuya victoria es su propia victoria; yérguese y se inclina a la tierra por estar más dispuesto a coronarle; el héroe combate y triunfa de rodillas; su fuerza es su oración y reza a modo de brindis:
Señor Jesús, recibe mi espíritu. Y con voz más recia, añade: No les imputes, Señor, este pecado.
Si Esteban no hubiese orado y Dios no le hubiese oído, Saulo no se trocara en Pablo ni la Iglesia tendría el Apóstol de las Gentes.
LORENZO RIBER
Fuente:
Autor: P. Ángel Amo.
Se le llama protomartir porque tuvo el honor de ser el primer mártir que derramó su sangre por proclamar su fe en Jesucristo.
Después de Pentecostés, los apóstoles dirigieron el anuncio del mensaje cristiano a los más cercanos, a los hebreos, despertando el conflicto por parte de las autoridades religiosas del judaísmo.
Como Cristo, los apóstoles fueron inmediatamente víctimas de la humillación, los azotes y la cárcel, pero tan pronto quedaban libres, continuaban la predicación del Evangelio. La primera comunidad cristiana, para vivir integralmente el precepto de la caridad fraterna, puso todo en común, repartían todos los días cuanto bastaba para el sustento. Cuando la comunidad creció, los apóstoles confiaron el servicio de la asistencia diaria a siete ministros de la caridad, llamados diáconos.
Entre éstos sobresalía el joven Esteban, quien, a más de desempeñar las funciones de administrador de los bienes comunes, no renunciaba a anunciar la buena noticia, y lo hizo con tanto celo y con tanto éxito que los judíos “se echaron sobre él, lo prendieron y lo llevaron al Sanedrín. Después presentaron testigos falsos, que dijeron: Este hombre no cesa de proferir palabras contra el lugar santo y contra la Ley; pues lo hemos oído decir que este Jesús, el Nazareno, destruirá este lugar y cambiará las costumbres que nos transmitió Moisés”.
Esteban, como se lee en el capítulo 7 de Los Hechos de los apóstoles, “lleno de gracia y de fortaleza”, se sirvió de su autodefensa para iluminar las mentes de sus adversarios. Primero resumió la historia hebrea desde Abrahán hasta Salomón, luego afirmó que no había blasfemado contra Dios ni contra Moisés, ni contra la Ley o el templo. Demostró, efectivamente, que Dios se revela aun fuera del templo, e iba a exponer la doctrina universal de Jesús como última manifestación de Dios, pero sus adversarios no lo dejaron continuar el discurso, porque “lanzando grandes gritos se taparon los oídos...y echándolo fuera de la ciudad, se pusieron a apedrearlo”.
Doblando las rodillas bajo la lluvia de piedras, el primer mártir cristiano repitió las mismas palabras de perdón que Cristo pronunció en la cruz: “Señor, no les imputes este pecado”. En el año 415 el descubrimiento de sus reliquias suscitó gran conmoción en el mundo cristiano.
Cuando parte de estas reliquias fueron llevadas más tarde por Pablo Orosio a la isla de Menorca, fue tal el entusiasmo de los isleños que, ignorando la lección de caridad del primer mártir, pasaron a espada a los hebreos que se encontraban allí. La fiesta del primer mártir siempre fue celebrada inmediatamente después de la festividad navideña, es decir, entre los “comites Christi”, los más cercanos a la manifestación del Hijo de Dios, porque fueron los primeros en dar testimonio de él.
Fue la primera muerte por Cristo después que resucitó. Resultó inesperada, violenta, envidiosa, cruel; calificativos que podrían completarse con gloriosa, inocente, ejemplar, fuerte, valiente. La muerte del protomártir provocó sorpresa y miedo en Jerusalén con el consiguiente afán de huída –cosa de instinto– de los cristianos que se desparramaron por los alrededores.
Esteban fue el abanderado de los mártires que en el calendario son los que más figuran por ser más abundante esta categoría entre los santos; fue el diácono quien señaló el camino a los demás mártires, el que inauguró el martirologio.
Se cumplió en él la advertencia del Señor; no había nada de extraordinario en su muerte, entraba en el guión: «como corderos en medio de lobos... os azotarán en las sinagogas... el discípulo no está por encima de su maestro, ni el siervo por encima de su señor... no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma... dichosos cuando os injurien y os persigan por causa de mi nombre... bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia». Así habían comenzado ya el programa los Apóstoles «gozosos de haber sufrido por el nombre de Jesús», pero no habían llegado a tanto. Era claro que Jesús les había dicho «Seréis mis testigos» ¿No quiere decir eso la palabra mártir?
Esteban fue llamado para colaborar de modo directo al ministerio apostólico, sirviendo las mesas. Se habían quejado los neocristianos procedentes de los judíos de lengua griega porque no se atendían suficientemente a sus viudas. Los Apóstoles habían pensado que unos varones sensatos, prudentes, activos y llenos de caridad debían ser incorporados al servicio del apostolado y dedicarse a la atención de las mesas de modo principal. Eligieron a siete y Esteban era uno de ellos.
Judíos de la sinagoga de los libertos procedentes de aquellos judíos que Pompeyo había llevado a Roma, originarios de Cirene y de Alejandría, y que al conseguir la libertad regresaron a la tierra de sus mayores, seguían formando un colectivo problemático y difícil. Se habían unido a otros alejandrinos, cirenenses, y asiáticos para disputar con Esteban; no están a su altura. Hay una confabulación contra el diácono para presentar testigos falsos y llevarlo al Sanedrín –se repetía la manera de hacer ya harto conocida– donde le acusarían falsamente de proferir blasfemias contra Dios y contra Moisés.
Lo esperaron estos fanáticos judíos, querían encontrarlo a solas en uno de los muchos vericuetos o callejuelas estrechas de Jerusalén, con la intención de dañar porque la secta de los cristianos estaba dando que hablar demasiado y se llevaba a mucha gente; los sacerdotes decían que era una humillación para el pueblo. Acorralaron a Esteban y le increparon por su fe en el crucificado; ante el Sanedrín comenzó a hablar Esteban con un diálogo que más que defensa es catequesis donde se toma pie de lo común antiguo para llegar a la salvación realizada por Jesucristo, que es lo nuevo. No era aquel hombre interpelado un extraño, un alienígena, ni un advenedizo; hablaban un lenguaje común, pero la sintonía no podía darse, estaban en ondas distintas. Predica desafiante la verdad y aquello no lo soportaron sus oyentes por sus pasiones exacerbadas.
Lapidación era la pena a los blasfemos y blasfemia interpretaron de Estaban cuando les habló de cielos abiertos, y de Jesucristo reinante junto al trono de Dios. Le tiraron todas las piedras que había, pedrada tras pedrada fue muriendo, a pesar de que «su cara les pareciera un ángel». Testigos hubo de cargo; aquél joven Saulo que por poca edad –no por falta de ganas– no pudo tirar; sólo cooperó guardando las ropas de los lapidadores que necesitaban facilidad de movimientos para arrojar los terribles proyectiles manuales pétreos. Es hecho conocido que la misma Escritura Santa, dura por clara, dice que «Saulo aprobaba su muerte».
Como el ser precede al actuar, Esteban era cristiano y actuó como tal, el modelo era Cristo a quien amaba y desea imitar. Esteban terminó con la súplica «Señor, Jesús, recibe mi espíritu» y, como no sabía hacer otra cosa, repitió la actitud interna y la misma súplica externa del Salvador crucificado «Señor, no les tengas en cuenta este pecado».
Debió contar el episodio martirial el mismo Pablo, testigo ocular, a Lucas, que trabajó años junto a él y lo dejó escrito en su libro Hechos de los Apóstoles. Bien pudo ser la mismísima conversión de Pablo el fruto maduro del martirio de Esteban.