27 de diciembre

SAN JUAN, APÓSTOL Y EVANGELISTA (+ final s. I)

1. Veinte años tendría escasamente cuando Jesús le llamó. Fue, sin duda, el más joven de los discípulos y menor que el Maestro en una buena docena de años.

Ribereño del lago de Tiberíades, ni su género de vida como pescador, ni aquella fogosidad juvenil que le mereció el título de Boanerges (= hijo del trueno), compartido con su hermano Santiago el Mayor; ni su actividad apostólica en los tiempos heroicos de la primitiva Iglesia palestinense; ni su longevidad casi centenaria, la cual supone una constitución somática vigorosa; ni la intrepidez con que defendió, frente a herejes agnósticos llamándoles anticristos, la verdadera fe en Jesús Dios-hombre; ni la densidad sublime de su teología y de su mística, basadas, sin embargo, en la realidad histórica: nada de esto autoriza esa figura de jovencito blandengue casi femenil, si no enfermizo, tantas veces representada por un arte iconográfico que parece ignorar los datos bíblicos. Si Juan fue el discípulo a quien amaba Jesús y el más joven de los apóstoles, fue también el pescador robusto y vigoroso, el mozo equilibrado y sereno que respetuosamente sabe quedarse en segundo lugar cuando acompaña a Pedro; el hombre varonil a quien Jesús confía de por vida su propia Madre como herencia; el teólogo que, sin perder el contacto con la tierra, sabe elevarse a tales cumbres teológicas como ningún otro escritor neotestamentario, ni siquiera San Pablo. Todo ello supone una personalidad riquisima en cualidades humanas y una entrega interna y externa, total y decisiva, al amor y al servicio del Maestro.

Dos etapas conócense de su vida, separadas por un largo silencio de casi medio siglo. Los detalles de la primera quedaron consignados en los libros sagrados del Nuevo Testamento; los de la segunda, en la más estricta y depurada tradición contemporánea. Entre ambas, la carencia de datos durante ese prolongado silencio.

2. Respecto de la primera etapa sabemos que Juan era de Betsaida, a orillas del lago, patria también de Pedro. Sus padres fueron Zebedeo y Salomé (¿hermana de San José?). Los hijos de este matrimonio, Santiago y Juan, fueron pescadores, como su padre, pero no de condición precaria, puesto que tenían a su servicio jornaleros, poseían barca propia, pescaban al copo con amplia red barredera, y su madre era una de aquellas piadosas mujeres que con sus bienes sufragaban las necesidades materiales del Maestro.

Juan, su hermano Santiago y su amigo Pedro formaban el grupo predilecto de Jesús. Los tres fueron testigos directos de la resurrección de la hija de Jairo, de la transfiguración de Jesús en el Tabor, de su agonía en Getsemaní.

Jesús tuvo tal predilección por Juan que éste se señalaba a sí mismo como el discípulo a quien amaba Jesús. En la noche de la cena reclinó su cabeza sobre el costado del Maestro y fue el único discípulo que estuvo al pie de la cruz, a quien Jesús agonizante dejó encomendada su divina Madre.

Su amistad con Pedro fue de siempre. Paisano suyo y compañero de pesca, ellos dos fueron los encargados por Jesús de preparar la ultima cena pascual. También fue Juan, seguramente, el que introdujo a Pedro en la casa del sumo sacerdote durante la noche de la pasión. Y en la mañana de la resurrección ambos comprueban juntos que el sepulcro está vacío. Juntos aparecen también en la curación del paralítico por Pedro, en la detención y en el juicio sufrido ante el Sanedrín, y en Samaria, adonde van en nombre de los Doce, para invocar allí, sobre los ya creyentes, al Espíritu Santo. Y cuando San Pablo, allá por el año 49, vuelve a Jerusalén al final de su primera expedición misionera, encuentra allí a Pedro y a Juan, a quienes califica de columnas de la Iglesia.

3. La segunda etapa de su vida coincide con el último decenio del primer siglo de nuestra era poco más o menos. Juan es ahora el oráculo de los cristianos de la provincia romana de Asia, es decir, del litoral egeo y parte de tierra adentro de la actual Turquía. El centro de su actividad apostólica es siempre Efeso.

Él mismo nos dice en el Apocalipsis que estuvo desterrado en Patmos por haber dado testimonio de Jesús. Ésto debió de acontecer durante la persecución de Domiciano (años 81-96 d. C.). Su sucesor, el benigno y ya casi anciano Nerva (a. 96-98), concedió una amnistía general, en virtud de la cual pudo Juan volver a Efeso. Allí nos lo sitúa la tradición cristiana de primerísima hora, cuya solvencia histórica es irrecusable. El Apocalipsis y las tres cartas de Juan atestiguan igualmente que su autor vive en Asia y que goza allí de extraordinaria autoridad. Y no es para menos. En ninguna otra parte del mundo civilizado, ni siquiera en Roma, quedaban ya apóstoles supervivientes. Y sería de ver la veneración que sentirían los cristianos de fines del primer siglo por aquel anciano que había oído hablar al Señor Jesús, y le habia visto con sus propios ojos, y le habia tocado con sus manos, y le había contemplado en su vida terrena y ya resucitado, y había presenciado su ascensión a los cielos. Por eso el valor de sus enseñanzas y el peso de sus afirmaciones por fuerza había de ser excepcional y único. Y en este anciano, que al parecer jamás iba a morir eso anhelaban y, en parte, creían los buenos hijos espirituales del apóstol viendo su longevidad, encontraban aquellas comunidades cristianas un manantial inagotable de vida en Cristo. De él dependen, en su doctrina, en su espiritualidad y en la suave unción cristocéntrica de sus escritos, los Santos Padres de aquella primera generación postapostólica que le trataron personalmente o se formaron en la fe cristiana con los que habian vivido con él, como San Papias de Hierápolis, San Policarpo de Esmirna, San Ignacio de Antioquía y San Ireneo de Lyón. Y son éstos precisamente las fuentes de donde dimanan las mejores noticias que la tradición nos transmitió acerca de esta última etapa de la vida del apóstol.

Mas la situación no era nada halagüeña para la Iglesia. A las persecuciones más o menos individuales de Nerón siguióse, bajo Domiciano, una persecución en toda regla. El inmenso poder del divinizado cesar romano se propone aniquilar la inerme Esposa de Cristo. La Bestia contra el Cordero. Y, para colmo, el cúmulo de herejías que entraña el movimiento religioso gnóstico, nacido y propagado fuera y dentro de la Iglesia, intenta corroer la esencia misma del cristianismo. Triste situación la de este nonagenario sobre cuyos hombros pesa ahora, por ser el único superviviente de los que convivieron con el Maestro, el sostenimiento de la fe cristiana. Pero Dios le concedió, providencialmente, tan largos años de vida para que fuera el pilar básico de su Iglesia en aquella hora terrible.

Y lo fue. Para aquella hora y para las generaciones futuras también. Con su predicación y sus escritos quedaba asegurado el porvenir glorioso de la Iglesia, entrevisto por él en sus visiones de Patmos y cantado luego en el Apocalipsis.

Cumplida su obra, el santo evangelista murió ya casi centenario, sin que sepamos la fecha exacta. Fue al final del primer siglo o muy a principios del segundo, en tiempos de Trajano (a. 98-117).

4. Entre estas dos etapas de la actividad apostólica de San Juan existe la gran laguna de un silencio prolongado. Desde el año 49, cuando San Pablo le encuentra todavía en Jerusalén, siendo allí columna de la Iglesia palestinense, hasta cerca del año 90, cuando fue desterrado a Patmos, nada se sabe de él. ¿Dónde estuvo? ¿Qué iglesias evangelizó?

Desde luego, la tradición considera su venida a Efeso después de Patmos como una vuelta, como un regreso. Allí, pues, había trabajado anteriormente. Mas ¿cuándo llegó por primera vez?

Quizá los hechos hayan de explicarse así: entre el año 66 y el 68 sucedieron muchas cosas que pudieron motivar la marcha de San Juan a Efeso. Por de pronto, la Santísima Virgen, encomendada a los cuidados filiales de Juan, había volado ya en cuerpo y alma a los cielos. Por otra parte, comenzaba en el 66 la espantosa guerra judía que terminaría con la destrucción de Jerusalén por el ejército romano, y, en conformidad con el aviso previo de Jesús, los cristianos de la Ciudad Santa se dispersaron de antemano y se situaron en otras regiones. Ya no era, pues, necesaria la presencia de Juan en Palestina. Además, hacia el año 67, Pablo, el gran evangelizador del mundo greco-romano, que había permanecido en Efeso más tiempo que en ninguna otra ciudad del Imperio, había sido decapitado en Roma. ¿Cómo dejar abandonada a sí misma la región de Asia, que por su situación, su cultura helenistica y por el estado florecientisimo de sus comunidades, amenazadas de las nuevas corrientes heréticas, podía considerarse como el centro vital de irradiación cristiana? Las circunstancias de Efeso reclamaban la presencia de un apóstol que, como Juan, continuara en Asia la siembra de Pablo y fecundara su desarrollo doctrinal. Para tal obra nadie más a propósito y quizá ya el único disponible como aquel animoso Boanerges, el cual, por otra parte, había calado tan hondamente en la comprensión del misterio de Jesús,

Estos hechos motivaron seguramente el traslado de Juan a Efeso para ejercer allí su actividad misionera, plasmada luego en sus escritos.

5. Pero el Juan misionero queda como empequeñecido por el Juan escritor. Si con su palabra hablada fue el oráculo del Asia durante muchos años, con sus escritos es y seguirá siendo, a través de los siglos, el teólogo y el místico por excelencia, el águila de los evangelistas, la antorcha que ilumina con claridades celestiales el futuro terrestre y eterno de la Iglesia.

Tres son la obras salidas de su pluma incluidas en el canon del Nuevo Testamento: el cuarto evangelio, el Apocalipsis y las tres cartas que llevan su nombre.

A pesar de la aparente serenidad y del buscado anonimato, en parte, de estas obras, la recia personalidad de su autor, dominada por una hondísima penetración del misterio de Jesús, se acusa fuertemente en ellas por la concepción y trama de las mismas, por la profundidad de sus ideas, que el lector nunca logra agotar, y por lo peculiar de su estilo, pobre de gramática y de recursos literarios, pero de un dramatismo inigualado.

Los escritos de San Juan son ya el final de los libros sagrados, el último estadio del fieri de la Iglesia naciente, la madurez definitiva de la revelación. Con media docena escasa de ideas, pero cargadas de una densidad teológica inagotable, Juan desarrolla el tema central y aun único de sus escritos: enseñarnos quién es y qué es Jesús: Dios-hombre, luz, vida, verdad y amor.

Si a San Juan se le llama el evangelista del amor, por las mismas razones debería llamársele el evangelista de la vida, del Cristo-Vida, cuya gloria junto al Padre, reverberada sobre la vida terrestre del Maestro, nos describe como ningún otro escritor sagrado.

Igualmente es característica de San Juan la teología de nuestra palingenesia o renacer del Espíritu Santo y la de nuestra inmanencia en Cristo mediante la fe y la Eucaristía. Y es curioso anotar que San Juan no repara en la esperanza. Nunca utiliza este término en el evangelio o en el Apocalipsis y sólo una vez en sus epístolas, parece como si no pensara en el más allá. Pero es que, según su ideologia, para el que permanece en Cristo no hay fronteras entre este mundo y el venidero. Todo es ya presente para el que ama a Cristo. La vida eterna la posee ya en toda su esencia el que tiene fe en Cristo y permanece en El por la observancia de los mandamientos.

Los escritos de San Juan son, pues, esencialmente cristocéntricos. Su finalidad es revelarnos las riquezas que se encierran en la persona de Jesús. Su tema central es Jesús, quien, por ser tan realmente hombre y tan realmente Dios, es el revelador del Padre, y es por eso la luz del mundo, y la vida de los hombres, y la clave del universo, que en Él encuentra la razón de su existencia y de su destino,

Juan es, por último, el evangelista de la universal misión maternal de María. Aun prescindiendo de la parte que él pudo tener en transmitir las noticias recogidas en San Lucas sobre la infancia de Jesús, el evangelista San Juan, que tanto simbolismo sabe descubrir en los principales milagros de Jesús, coloca a la Santísima Virgen en el milagro de Caná y al pie de la cruz principio y fin de la vida pública de Jesús, como para indicar la presencia permanente de María en la obra de su Hijo y su solícita colaboración maternal con Él.

Si quisiéramos resumir en pocas palabras a qué se deben estas características de los escritos de San Juan, diriamos: primero, al amor sincero de su corazón varonil por el Maestro durante su vida terrena: segundo, a la intimidad de su diario vivir con la Santísima Virgen desde que Jesús se la encomendara al pie de la cruz hasta que Ella subió a los cielos; tercero, a un continuo repensar los hechos de que fue testigo directo durante la vida de Cristo y valorar su significación sobrenatural, y cuarto, a su constante permanecer en Cristo a lo largo de tantos años de unión íntima con Él por la fe y por el recuerdo con lo que consiguió esa penetración sabrosísima del misterio de Jesús reflejada en sus obras.

6. Hay anécdotas simpáticas, aunque históricamente no del todo seguras, que confirman la amabilidad de este santo anciano, junto con su natural viveza de carácter y el amor en Cristo que a todos profesaba.

Cuentan de él que, como descanso para su espíritu, le gustaba entretenerse en acariciar a una tortolilla domesticada que tenía. Buen precedente para San Francisco de Asís... En cierta ocasión narra San Ireneo, habiendo ido el bienaventurado apóstol a bañarse en los baños públicos de Efeso, vió que en ellos estaba el hereje Cerinto; e inmediatamente, sin haberse bañado, salióse fuera diciendo: Huyamos de aquí; no vaya a hundirse el edificio por estar dentro tan gran enemigo de la verdad. En cambio habiendo sabido que un joven cristiano, educado con miras al sacerdocio, dió luego tan malos pasos que acabó en jefe de bandoleros, hízose llevar el Santo hasta el monte que al ladrón servia de guarida, y, corriendo tras él y llamándole a grandes voces: ¡Hijo mío, hijo mío!, logró rescatarle para Cristo.

Algunos autores de los primeros siglos cuentan que San Juan resucitó en cierta ocasión a un muerto. Pero el milagro principal fue el sucedido en su propia persona. Refiere Tertuliano que, llevado el apóstol a Roma poco antes de su destierro a Patmos, fue sumergido en una tinaja de aceite hirviendo, de la que salió totalmente ileso y pletórico de renovada juventud. Hay quien pone en duda la historicidad de este hecho, porque ni consta que San Juan estuviera alguna vez en Roma ni de tal milagro se hacen eco los escritores que le conocieron, mientras que Tertuliano, de la iglesia de Africa, difícilmente podía tener información segura. Con todo, la Iglesia romana celebra esta fiesta en su liturgia bajo el título de San Juan ante portam Latinam.

Una leyenda curiosa recogió San Agustín. En el sepulcro del santo apóstol dícese ve moverse la tierra sobre la parte correspondiente al pecho, como si el cuerpo allí sepultado respirara todavía o palpitara aún su corazón. Simple leyenda desde luego. Pero lo que no es leyenda sino realidad, es que el corazón del santo evangelista sigue palpitando en sus escritos, y que esas palpitaciones son de amor, de admiración, de arrobamiento ante la persona de Jesús, que fue para él la gran revelación de su vida y el centro de su vivir. Y Juan quería que lo fuera también para todos los hombres. Porque Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios; Él es la Luz, y la Verdad, y la Vida, y el Amor.

SERAFIN DE AUSEJO, O. F. M. CAP.

SAN JUAN, APÓSTOL Y EVANGELISTA (+ final s. I)

Autor: P. Ángel Amo.

El Discípulo Amado

Juan, hijo de Zebedeo y de Salomé, hermano de Santiago, fue capaz de plasmar con exquisitas imágenes literarias los sublimes pensamientos de Dios. Hombre de elevación espiritual, se lo considera el águila que se alza hacia las vertiginosas alturas del misterio trinitario: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios”.

Es de los íntimos de Jesús y le está cerca en las horas más solemnes de su vida. Está junto a él en la última Cena, durante el proceso y, único entre los apóstoles, asiste a su muerte al lado de la Virgen. Pero contrariamente a cuanto pueden hacer pensar las representaciones del arte, Juan no era un hombre fantasioso y delicado, y bastaría el apodo que puso el Maestro a él y a su hermano Santiago -”hijos del trueno”- para demostrarnos un temperamento vivaz e impulsivo, ajeno a compromisos y dudas, hasta parecer intolerante.

En el Evangelio él se presenta a sí mismo como “el discípulo a quien Jesús amaba”. Aunque no podemos indagar sobre el secreto de esta inefable amistad, podemos adivinar una cierta analogía entre el alma del “hijo del trueno” y la del “Hijo del hombre”, que vino a la tierra a traer no sólo la paz sino también el fuego. Después de la resurrección, Juan parmanecerá largo tiempo junto a Pedro. Pablo, en la carta a los Gálatas, habla de Pedro, Santiago y Juan “como las columnas” de la Iglesia.

En el Apocalipsis Juan dice que fue perseguido y relegado a la isla de Patmos por la “palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo.” Según una tradición, Juan vivió en Éfeso en compañía de la Virgen, y bajo Domiciano fue echado en una caldera de aceite hirviendo, de la que salió ileso, pero con la gloria de haber dado también él su “testimonio”. Después del destierro en Patmos, regresó definitivamente a Éfeso en donde exhortaba infatigablemente a los fieles al amor fraterno, como resulta de las tres epístolas contenidas en el Nuevo Testamento. Murió de avanzada edad en Éfeso, durante el imperio de Trajano, hacia el año 98.

SAN JUAN, APÓSTOL Y EVANGELISTA (+ final s. I)

Juan iba con Juan Bautista cuando al pasar Jesús le dijo el Precursor: Ese es el Cordero de Dios. El mismo se llamará el discípulo al que amaba Jesús. Juan Evangelista escribió cinco libros del Nuevo Testamento: El cuarto Evangelio, tres Cartas y el único libro profético, el Apocalipsis.

Era el hijo del Zebedeo y de María la de Salomé. Era hermano menor de Santiago el Mayor. La primera llamada de Jesús la recibió Juan estando con Andrés: Venid y veréis. Le quedaron tan profundamente grabadas las palabras de Jesús que, cuando escribía su Evangelio casi sesenta años después de aquella llamada, aún recordará la hora: Eran como las cuatro de la tarde cuando el Maestro me llamó.

Juntamente con su hermano Santiago y con Simón Pedro formará parte de los tres discípulos hacia lo que el Maestro sentía una predilección especial. A ellos se los llevará a la Transfiguración al Tabor.

A ellos les acercará más en la noche del Jueves Santo, en el Huerto. Si a Pedro le entrega la Iglesia, a Juan le entregará a su Madre.

¿Por qué sintió predilección especial Jesús hacia Juan? Lo ignoramos.

Algunos Santos Padres pensaron que fue por su virginidad, ya que sabemos que era muy jovencillo cuando lo llamó Jesús a seguirle y que fue virgen toda su vida. Dice San Jerónimo, el Padre de las Sagradas Escrituras: El Señor virgen quiso poner a su Madre Virgen en manos del discípulo virgen.

Juan era de Betsaida, la patria de Simón Pedro y de Andrés, con quienes les unía a los hermanos Boanerges o hijos del trueno una gran amistad. Pertenecía a una familia bien acomodada, para lo que entonces se estilaba, ya que tenían jornaleros y barca propia. Juan era de los validos de Jesús. También asistió a la resurrección de la hija de Jairo junto con su hermano y Pedro, y fue el único que tuvo la dicha de reposar su cabeza en el Costado de Cristo la Noche de la última Cena.

Juan es el único que será fiel a Jesús hasta el último momento de la Cruz. Mientras los demás le abandonarán, le venderán o le negarán, Juan le acompañará en los últimos momentos y como premio recibirá a María como Madre suya y en su nombre, de toda la humanidad. ¡Gracias, Juan, por este regalo que por tu medio nos hace Jesús!

Cuando por el año 49 vuelve Pablo a Jerusalén de su primer viaje, dice que se encontró a Pedro y Juan columnas de aquella Iglesia.

Hay un lapso de más de cuarenta años que nada se sabe de Juan, desde el año 49 hasta el 90 poco más o menos. ¿Dónde pasó este tiempo y qué hizo durante todos aquellos largos años? Lo ignoramos. Sabemos que los últimos años de su vida los pasó en Efeso y Patmos, y desde allí parece ser que escribió sus tres Cartas y el Apocalipsis. Él era el sostén de aquella naciente y floreciente Iglesia. Todos escuchaban con admiración sus palabras: Hijitos míos, les decía, amaos los unos a los otros. Le dicen sus discípulos: Padre ¿por qué siempre nos repites lo mismo? -Porque, contesta él, es lo que yo aprendí cuando recosté mi cabeza sobre el pecho del Maestro. Y si hacéis esto, todo está cumplido.

Se cuentan muchas y bellas anécdotas de estos años, más o menos verídicas. Sus discípulos, San Papías de Hierápolis, San Policarpo, San Ignacio de Antioquía, San Ireneo, todos recogieron de sus labios las enseñanzas del Maestro. San Juan fue misionero, predicador de la Palabra de Dios, pero sobre todo escritor profundo del Mensaje del Maestro. Murió por el año 96, después de haber sido arrojado a una caldera de aceite hirviendo, sin hacerle daño. Con la muerte de Juan, enamorado de Cristo, se concluyó la revelación en el Nuevo Testamento.

Juan, Apóstol y evangelista (s. I)

Quizá no llegaba a los veinte años cuando lo llamó Jesús al apostolado. Es el más joven del grupo de los doce; y también el que –longevo, casi centenario–  más duró, habiendo pasado destierro en Patmos.

Es ese que tienen manía los pintores de presentarlo como un jovencito blandengue, jovencísimo e imberbe, con cara enfermiza y casi femenil. Y resulta que el perfil sugerido por los datos  presenta un semblante diferente y opuesto: discípulo de Juan el Bautista, junto con su hermano Santiago el Mayor eran llamados nada menos que los boanerges, que quiere decir «los hijos del trueno», o sea, que los dos eran de armas tomar; de hecho, en una ocasión, a los dos angelitos no se les ocurrió menor idea  –para escarmentar a los samaritanos que no quisieron recibirles–   que pedirle a Jesús, con una impetuosidad irrefrenable, que les dejara hacer bajar fuego del cielo para que los consumiera. Robusto pescador, vigoroso como piden las faenas del barco, mozo equilibrado que sabe respetar el primer puesto de Pedro el día de la Resurrección, cediéndole el turno en el sepulcro; tan varonil que merece la confianza de Jesús para entregarle a su Madre; teólogo profundo, oteador de las cumbres como ninguno; intrépido con los herejes gnósticos que comienzan a despuntar ya en el primer siglo de la fe; por último, fuerte en la confesión cristiana hasta el destierro y quizá martirio. Estos señores del pincel parecen olvidar los datos neotestamentarios por los que se le conoce justamente como un señor al que no le pega nada el rostro acaramelado de tantos lienzos ¿o es que quisieron resaltar su apasionado amor a Jesucristo, la condición de no-casado, la doctrina preeminente en sus escritos del amor o caridad, el hecho de recostar su cabeza sobre el pecho del Maestro o la predilección de Jesús? Si es por ello, mal servicio han hecho a la piedad; porque identificar la entrega, el amor, la pureza y decisión de seguir al ideal Cristo sin condiciones ni temporalidades con lo somático y visceral es no entender nada de humanidad, que se define por la racionalidad y por el ejercicio de la voluntad, en este caso, ambas potenciadas por la fe.

Salvedad hecha, es ahora ocasión de recordar que Juan es natural de Betsaida, a orillas del lago, del mismo terruño de Pedro. Zebedeo y Salomé, sus padres; pescadores de profesión, acomodados, con barca propia y jornaleros.

Llegó a formar parte del trío predilecto. Fue testigo privilegiado de la resurrección de la hija de Jairo, de la transfiguración en el Tabor y de la agonía de Getsemaní. El único que no abandonó a Jesús, cuando la desbandada de la Pasión, permaneciendo en compañía de María al pie de la cruz, en el Calvario.

Se le ve muy unido a Pedro. La Pascua última la prepara con él, los dos vieron juntos el sepulcro vacío el día de la resurrección, hacen pareja en sus visitas al templo y así curó Pedro a aquel paralítico, y ambos fueron detenidos juntos por el Sanedrín a consecuencia de predicar a Jesús. También a Samaría irá con Pedro en los comienzos de la fe. El propio Pablo, ya convertido, les llamará «columnas de la Iglesia».

Parece que el centro de su actividad apostólica pospascual estuvo Éfeso y de allí irradia su mensaje a Turquía. En el Apocalipsis, libro sagrado que cierra el ciclo de la revelación pública, dirá que estuvo desterrado en la isla de Patmos cosa que debió ser por los años 81 la 96, durante la persecución de Domiciano, debiendo regresar a Éfeso con la amnistía de Nerva.

Tuvo una extremada autoridad moral en Asia, cuando ya no quedaban Apóstoles; los cristianos sintieron por aquel anciano que había tocado, vivido, visto al Señor mortal y resucitado, auténtica, especial y temblorosa veneración. Su testimonio y enseñanza tenían un peso excepcional, único. Conoció las primeras persecuciones y se enfrentó a las primeras herejías o desviaciones, defendiendo la pureza de la fe.

Algunos Santos Padres lo conocieron o se formaron con los que le conocieron personalmente: Papías de Hierápolis, Policarpo de Esmirna, Ignacio de Antioquía, Ireneo de Lyon.

Murió sin fecha, a finales del siglo I o comienzos del siglo II.

Escritor, místico, águila  –elemento iconográfico casi siempre presente–. Autor del cuarto Evangelio, tres cartas apostólicas llevan su nombre y el Apocalipsis. En sus escritos –hechos con estilo más bien pobre en palabras y recursos literarios–  aparece como nota persistente la búsqueda del anonimato. El tema central dominante: Un Señor. Juan transmite –con su persona y pluma– a Jesús que es Dios y hombre, luz y vida, verdad y amor.

¿Es histórico el hecho de que sufriera martirio? Alguna tradición antigua, amplia y extendida lo afirma, viéndolo arrojado a una caldera de aceite hirviendo de la que salió ileso por la intervención de Dios; pero no es demostrable la historicidad del hecho. Parece que esa leyenda parte de Tertuliano, o en todo caso, de la iglesia africana que Juan nunca pisó, como tampoco la de Roma.

Mucha más fuerza tiene resaltar su vivir diario en intimidad con la Virgen María; la Madre de Jesús aparece en el cuarto Evangelio tanto al comienzo de la vida pública del Señor (Caná) como al final de su paso terreno (Calvario). Como conjetura, no se descarta la posibilidad de confidencias entrañables entre Ella y él referentes a algunos aspectos de la intimidad de María y otros de la infancia de Jesús que bien pudieran posteriormente haberse transmitido a san Lucas que es quien los narra.