Alrededor del año 1010 sucedió al rey Saúl en el trono de Israel. Principalmente narran su historia los libros de Samuel, Reyes y Crónicas. Es una figura apasionante del pueblo de Israel; en ella que se mezclan la generosidad del santo y la debilidad del pecador en un juego de claroscuros luminosos y sombríos donde termina por brillar resplandeciente la grandeza de Dios.
Es el hijo más joven de Isaí, pastor de Belén de Judá donde nació y pasó su juventud cuidando los rebaños de su padre. Un día lo ungió el profeta Samuel.
Dos tradiciones distintas afirman el hecho de pasar al servicio de Saúl después de la pelea y victoria del héroe triunfante y juvenil contra el gigante Goliat para defender la dignidad del rey y del pueblo de Dios; una de ellas afirma que pasó a tañer el arpa para su rey y acompañarle en las canciones y poemas que componía, mientras que la otra lo presenta como escudero real. El caso es que sus cualidades le llevan a granjearse la amistad y confianza con Jonatán, hijo de Saúl, y el afecto de Micol, su hija menor con la que se casó, y la simpatía de todo el pueblo.
El triunfo repetido en las batallas contra los pueblos vecinos levanta los clamores del pueblo con creciente popularidad y despierta tales celos y envidia en Saúl que provoca el planteamiento de su eliminación por lo que se ve forzado a huir, llevándose lejos a toda su familia al refugio del desierto de Judá junto al mar Muerto, en tierra de los filisteos, teniendo que pelear a su servicio contra los amalecitas, guesurianos y gizritas.
Regresa a la tierra de Judá cuando tiene treinta años. Lo reconoció por rey la casa de Judá en Hebrón –gobernó allí durante siete años– y más tarde la casa de Israel, hacia el año 1000 a. de C., logrando la unidad política y religiosa, dando al pueblo la figura de gobierno que se define como de monarquía teocrática. Derrotó en rápida sucesión a filisteos, moabitas, arameos, edomitas y ammonitas, consolidó con ello el estado nacional independiente de Israel y amplió enormemente sus dominios. Hace de Jerusalén la capital del reino y traslada allí el Arca de la Alianza, ante la que se muestra como verdadero adorador.
Una de sus principales conquistas fue la de la fortaleza jebusea de Sión, a la que convirtió en núcleo de su ciudad capital, Jerusalén, a menudo llamada Ciudad de David. Allí construyó su palacio e instaló, bajo un tabernáculo, el Arca de la Alianza, con lo que Jerusalén pasó a ser el centro religioso y político de los territorios unidos bajo su persona.
Al contemplar su propia casa y disfrutar de ella, proyecta la construcción de un templo en Jerusalén donde pueda habitar Dios; pero este buen deseo del piadoso rey es compensado por Dios con la promesa de sacar al mismo Mesías de su familia hasta el punto de llamarse «Hijo de David».
Es digno de destacar el triste y vergonzoso episodio durante el sitio de Rabbá (hoy Ammán, Jordania), la capital ammonita; ciego por la pasión, cometió adulterio con Betsabé, la mujer del militar Urías, de cuya muerte fue indirectamente responsable. El pecado lo denunció fuerte y poéticamente el profeta Natán, llevando al rey al arrepentimiento y a la penitencia. Otra serie de desventuras y crímenes le amargan la vida y terminan con la ganancia en la confianza en Dios y la composición de gran parte del salterio.
Tuvo que sufrir la conspiración de su hijo Absalón, empeñado en hacerse con el reino de Israel, y pasar por la amargura de verle muerto –atravesado por la lanza de Joab– durante la rebelión que había organizado contra su padre.
Las intrigas de palacio estuvieron a la orden del día en sus últimos años por los problemas familiares, sobre todo por la disputa con el mayor de sus hijos sobrevivientes, Adonías, surgida tras haber designado a Salomón heredero del trono.
David enfermó y muy viejo esperaba su muerte. Al más famoso de los reyes de Israel, ejemplar humano con mezquindades, violencias y miserias, tan capaz de mostrar la grandeza del arrepentimiento como Asaz de cantar la grandiosidad y magnificencia de Yahwéh, lo sepultaron en Belén, después de cuarenta años de reinado.
Su apasionante figura la expresaron con bronce y piedra los artistas –Donatello, Miguel Ángel y Bernini– tanto en el victorioso episodio de su juventud contra Goliat, con honda y espada incluida, como en plano –Rembrandt– en su madurez de reinante.