Tomás Becket, el arzobispo de Canterbury, ha muerto asesinado. Es el atardecer del 29 de diciembre de 1170. La noticia salta de caballo en caballo, de mar en tierra, y atraviesa la cristiandad sobrecogiéndola de estupor. Ha sucedido acaso dirá luego la historia el mayor acontecimiento de la época. Sólo dos años más con dos meses el 2 de febrero de 1173, y Tomás de Londres, por boca del papa Alejandro llI, comenzará a ser, y para siempre, Santo Tomás Cantuariense. Otro año más julio de 1174. El enemigo mortal del arzobispo, el presunto instigador del crimen, Enrique de Plantagenet, soberano de Inglaterra y de media Francia, camina a pie desnudo hacia la catedral de Canterbury; desciende a la cripta, junto al sepulcro de su víctima cae de rodillas. Y el cóncavo recinto cruje mientras los látigos de penitencia chasquean en las espaldas de un rey. Indudablemente estamos en la Edad Media enorme y delicada. A través de los siglos, generaciones de ingleses acudirán a venerar las reliquias del campeón de los derechos de la Iglesia, el mártir de la disciplina, como le llamará Bossuet en famoso panegírico, cuya biografía alcanza la tensión de una apasionante novela.
La crítica histórica se ha encargado de disipar cierta poesía legendaria trenzada en torno al origen de Tomás Becket. En realidad, no hay tal princesa sarracena enamorada que cruza Europa repitiendo las dos únicas palabras de su vocabulario inglés: Londres, Becket, hasta encontrar, por fin, al antiguo cruzado, hacerle su marido y darle más tarde un hijo santo: no. El niño nacido en Londres el día de Santo Tomás de 1118 procede de burgueses normandos y su padre es sheriff de la ciudad. Los canónigos regulares de Merton se encargarán de iniciarle en los libros, hasta que un día, cuando los reveses se hayan cebado en la hacienda familiar, tenga que dedicarse al trabajo en casa de un pariente londinense. A los veinticuatro años de edad, huérfano ya durante tres, Tomás entra al servicio del arzobispo cantuariense Teobaldo y emprende la carrera eclesiástica. Recibe las órdenes menores, sube al diaconado en 1154, acumula prebendas y beneficios, y pronto se ve encaramado al relevante puesto de arcediano. Teobaldo se ha dado perfecta cuenta de la valía del joven eclesiástico y no vacila en confiarle delicadas misiones en el Vaticano. Incluso en el grave problema de la sucesión al trono pesa la voz del novel diplomático. El es quien inclina a su indeciso prelado y al propio papa Eugenio III por la causa de Matilde, la hija del difunto rey Enrique y actual esposa del conde de Anjou. En consecuencia, a la muerte de Esteban, a la sazón en el trono, la corona recaerá en el hijo de Matilde, Enrique de Plantagenet.
En efecto, el 20 de noviembre de 1154 Enrique II es ungido rey en Westminster. Joven de veintiún años, de estatura corta, ancho de espaldas, la cabeza redonda, enérgico, hábil político, con talento organizador, temible en sus arrebatos de cólera. Tal era el monarca más poderoso entonces de toda la cristiandad, a quien la dote de su mujer, Leonor, heredera de Aquitania, había entregado casi la mitad del territorio francés. No le resulta difícil dar con un primer ministro de talla política poco común. Lo tiene a mano en el brillante arcediano de Canterbury, alto, delgado, pálido, de larga nariz y apostura noble. Tomás Becket comienza a ser, no sólo el canciller de Inglaterra, sino indiscutiblemente la primera figura del reino después del soberano. Le cuadran la solemnidad y el gesto príncipesco. Cuando acude a Francia con la misión de concertar un matrimonio regio, los franceses se quedan boquiabiertos ante el fastuoso cortejo y se preguntan: Si éste es sólo el ministro, ¿cómo se presentará el rey? Y el día en que Enrique se lanza a reconquistar el condado de Toulouse, allí está Tomás Becket al frente de sus caballeros, derrochando arrojo de soldado y pericia de estratega. Muy pronto deja de sorprender a los cortesanos la intimidad que media entre soberano y canciller. ¡Cuántas veces se presenta Enrique a la mesa de su ministro, sin previo aviso, mediada ya la comida! El pueblo les ve cabalgar juntos por la capital, y se regocija cuando cierto día el rey forcejea en chanza para arrancar la rica pelliza escarlata de Tomás y entregársela a un mendigo.
Nos cuesta reconocer al clérigo por detrás del gran señor, el árbitro del buen tono y el político inmerso en los negocios del reino, cuyo favor se disputan todos los personajes. Incluso su gran amigo y confidente, el pensador Juan de Salisbury, le echa en cara su desmedida entrega al deporte de la caza. Y otra vez es el prior de Leicester quien, al contemplar su atuendo, le increpa: ¿A qué viene esta manera de vestir? Más parecéis un halconero que un clérigo. Pero no es esto todo. Este mismo Tomás sabe recogerse a tiempos en el retiro espiritual de Merton y su cuerpo no olvida los golpes de la disciplina y las vigilias nocturnas en oración. La reputación de su moralidad salva intacta todos los riesgos de la corte.
Y llegamos a 1162. La sede primada de Canterbury aguarda desde hace varios meses el nombramiento de sucesor del fallecido Teobaldo. Enrique intuye la oportunidad que se le brinda de colocar Iglesia y Estado bajo una sola mano, la suya. Llama al canciller y le anuncia su voluntad de elevarle a la dignidad arzobispal de Canterbury. La respuesta de Tomás está transida de gravedad y melancolía: Pronto perdería yo el favor de Vuestra Majestad, y el afecto con que me honráis se cambiaría en odio, porque yo no podría acceder a vuestras exigencias en punto a derechos de la Iglesia. El rey insiste, pero Tomás no cede. Sólo la intervención del cardenal legado, Enrique de Pisa, acabará con la resistencia del canciller. Becket es ordenado sacerdote e inmediatamente recibe la consagración episcopal. Acaba de cruzar un momento decisivo de su existencia. Sobrecogido por la trascendencia de su nueva misión, va a acomodar a ella su vida entera, sujetándola a una regularidad monacal, al más riguroso ascetismo, a la pobreza para sí y el derroche limosnero con los indigentes.
Su renuncia al cargo de canciller ocasiona un disgusto al monarca y la primera fricción entre los dos amigos. La primera nada más. Becket, conocedor del carácter violento e insaciable del Plantagenet, presiente la dureza de futuros choques, que no tardan en llegar. Será el primero la injusta exacción de un tributo arbitrario, ante la cual el arzobispo anuncia de manera inequívoca que sus súbditos no pagarán ni un penique. Más adelante es la pretensión real de que los clérigos reos de crímenes sean sometidos a la justicia civil. En la reunión convocada por el monarca es el arzobispo de Canterbury quien se encarga de fortalecer y decidir a los débiles prelados, dispuestos a la componenda. Enrique, vencido e irritado, exige, por lo menos, la promesa de observar ciertas antiguas costumbres que no especifica. El primado está dispuesto a acceder, siempre que se añada la cláusula que deje a salvo los derechos de la Iglesia. La política del monarca se hace más dura y más sutil. Obliga al antiguo canciller a renunciar a ciertas posesiones y honores, y, por otra parte, le da a entender que la promesa pedida es meramente formularia, sin repercusión en la vida de la Iglesia. De esta manera obtiene que Tomás, quien no ve clara la actitud de Roma, otorgue su asentimiento en Claredon. Pero cuando más tarde le son presentados los dieciséis artículos que recogen aquellas antiguas costumbres y comprende que en ellos se juega nada menos que el enfeudamiento de la Iglesia por el Estado y, en última instancia, la segregación de Roma, Becket reacciona con firmeza y se niega rotundamente a estampar su sello en el documento.
La tremenda conciencia de su responsabilidad como cabeza de la Iglesia en Inglaterra le come de remordimientos por su momento de flaqueza en Claredon. Cuarenta días permanecerá alejado del altar, del que se considera indigno, mientras aguarda la absolución del Romano Pontífice. El rey, por su parte, redobla las represalias económicas y maneja hábilmente a lores y obispos, forzando así la soledad del primado. Se le abre proceso por gastos contraídos en su tiempo de canciller, a pesar de haberle sido todo condonado el día de su nombramiento como arzobispo. En la mañana del 13 de octubre de 1164, luego de celebrar la misa votiva del primer mártir, San Esteban, el arzobispo, llevando en su mano la cruz metropolitana, se dirige al castillo del rey y denuncia la ilegalidad de aquel proceso. Después de Dios, mi único juez es el Papa. Y a la madrugada siguiente, en simple hábito de monje, escapa a los emisarios del rey y embarca en Sandwich rumbo a Francia, hacia un destierro que durará seis años. El monarca inglés moviliza una intensa batalla diplomática a fin de distanciar del arzobispo el que fue arzobispo, dirá él a Luis VII, rey de Francia, y al papa, Alejandro III. Pero ambos acogen al exilado con admiración y cordialidad, y la palabra de Becket causa profunda sensación en el Papa y los cardenales reunidos en Sens. Presa todavía de sus remordimientos, Tomás pone su anillo en manos del Romano Pontífice y renuncia a la sede cantuariense; mas Alejandro le obliga a perseverar en su puesto.
Será ahora el monasterio cisterciense de Pontigny el marco de la vida más que nunca orante y sacrificada del ilustre prelado en exilio, y, al mismo tiempo, de su perseverancia en la lucha por los derechos de la Iglesia. De allí salen recias cartas a amigos y enemigos, reproches incluso al mismo Papa cuando Tomás estima su actitud demasiado condescendiente. Pero Enrique tampoco duerme, y pone en juego todos los recursos para rendir a su rival. Confisca sus bienes, destierra a parientes, amigos y siervos, previo juramento de que irán a visitarle a Pontigny. Pretende que el dolor de los suyos fuerce al arzobispo a modificar su actitud. Amenaza con apoderarse de todos los monasterios cistercienses en territorio inglés si la Orden sigue cobijando a su enemigo. Tomás se traslada ahora a una abadía benedictina y, nombrado legado ad latere para Inglaterra, excomulga a varios obispos que se han puesto de parte del rey. Hierve un febril juego diplomático entre el Papa y los soberanos de Inglaterra y Francia. Dos entrevistas de Enrique con su antiguo canciller concluyen en fracaso. El Papa, que ha visto con claridad la mala fe del monarca británico, comienza a perder la paciencia, y se habla de poner en entredicho el reino de Inglaterra. Enrique, instigado por el temor, escenifica una reconciliación con el arzobispo, que tiene lugar en Normandía en julio de 1170. En realidad, nada ha cambiado, y la paz alcanzada es sólo aparente. Pero con ella se presenta a Tomás la oportunidad de regresar a su sede cantuariense
El camino desde Sandwich, en donde desembarca el 1 de diciembre, hasta Canterbury se ve cercado por el júbilo desbordante del pueblo, El pueblo fiel, sí. Pero no los otros. El príncipe heredero se niega a recibirle en audiencia, el hidalgo a quien Tomás reclama unas posesiones responde con el desplante y el insulto, los obispos exigen que les sea levantada la excomunión y por fin, despechados, apelan directamente al rey. Faltan pocas horas para la Nochebuena. En el Consejo real, reunido cerca de Bayeux la atmósfera está cargada de electricidad, mientras se acumulan los cargos calumniosos contra el arzobispo. Enrique II, en el colmo de su cólera, grita las palabras fatales: ¡Cobardes! Ese hombre a quien yo he vestido, y alimentado, y llenado de honores y riquezas se levanta contra mí, ¿y no hay ninguno de los míos capaz de vengar mi honor y librarme de ese cura insolente? Amanece el día de Navidad. Mientras el arzobispo predica de Jesús que nace para morir y recuerda a San Elfegio, arzobispo de Canterbury y mártir, insinuando que el drama puede repetirse, cuatro caballeros del rey que han creído ver una orden en la airada queja de Enrique, navegan hacia Inglaterra, hacia Canterbury, por un mar con rumores de tragedia.
El arzobispo recibe noticia del inminente peligro. La noche del 28 a 29 será para él noche de vigilia y oración de oración del huerto. A las tres de la tarde los cuatro caballeros piden ser recibidos por el primado. Exigencias, acusaciones y amenazas tropiezan una vez más con la inquebrantable conciencia del deber de Tomás Becket. Los caballeros se retiran. Comienza a sonar el toque de vísperas y el arzobispo se encamina a la catedral como siempre, como si tal cosa. Pero todo Canterbury tiembla con siniestros presagios. Cuando el pequeño cortejo, con cruz alzada, penetra en el templo, se adivinan en la penumbra del claustro figuras de hombres armados. Los monjes cierran nerviosamente las puertas de la catedral, mas el arzobispo, increpándoles: ¡Fuera, cobardes! La iglesia no es un castillo, vuelve a abrirlas con sus propias manos. Luego comienza a subir pausadamente hacia el coro acompañado tan sólo de su anciano confesor, un monje y un clérigo de su servidumbre. En aquel instante irrumpen los caballeros del rey. ¿Dónde está Tomás, el traidor? Aquí estoy -es la serena respuesta-. No traidor, sino arzobispo y sacerdote de Dios. Y desciende con grave lentitud hasta quedar entre los altares de la Virgen y San Benito. Intentan arrastrarle hacia la puerta, pero Becket los rechaza. Golpes sordos de espada y sangre en el rostro del arzobispo. Otro golpe, y Tomás cae de rodillas. En las bóvedas cuajadas de espanto resuenan sus últimas palabras: Muero gustoso por el nombre de Jesús y la defensa de la Iglesia. Un golpe postrero le destroza el cráneo. Los asesinos, invocando el nombre del rey, escapan precipitadamente. Pocos minutos han bastado para el sacrilegio. Al punto, grupos de fieles, consternados ante la magnitud del crimen, corren a la catedral y rodean silenciosos el cadáver que yace en el suelo, sin atreverse a tocarlo. Cuentan que en aquel instante una pavorosa tormenta descargó sobre Canterbury.
JORGE BLAJOT, S. I.
Este mártir que entregó su vida por defender los derechos de la religión católica, nació en Londres en 1118.
Era hijo de un empleado oficial, y en sus primeros años fue educado por los monjes del convento de Merton. Después tuvo que trabajar como empleado de un comerciante, al cual acompañaba los días de descanso a hacer largas correrías dedicados a la cacería. Desde entonces adquirió su gran afición por los viajes aunque fueran por caminos muy difíciles.
Un día persiguiendo una presa de cacería, corrió con tan gran imprudencia que cayó a un canal que llevaba el agua para mover un molino. La corriente lo arrastró y ya iba a morir triturado por las ruedas, cuando, sin saber cómo ni por qué, el molino se detuvo instantáneamente. El joven consideró aquello como un aviso para tomar la vida más en serio.
A los 24 años consiguió un puesto como ayudante del Arzobispo de Inglaterra (el de Canterbury) el cual se dio cuenta de que este joven tenía cualidades excepcionales para el trabajo, y le fue confiando poco a poco oficios más difíciles e importantes. Lo ordenó de diácono y lo encargó de la administración de los bienes del arzobispado. Lo envió varias veces a Roma a tratar asuntos de mucha importancia, y así Tomás llegó a ser el personaje más importante, después del arzobispo, en aquella iglesia de Londres. Monseñor afirmaba que no se arrepentía de haber depositado en él toda su confianza, porque en todas las responsabilidades que se le encomendaban se esmeraba por desempeñarlas lo mejor posible.
Dicen los que lo conocieron que Santo Tomás Becket era delgado de cuerpo, semblante pálido, cabello oscuro, nariz larga y facciones muy varoniles. Su carácter alegre lo hacía atractivo y agradable en su conversación. Sumamente franco, trataba de decir siempre la verdad y de no andar fingiendo lo que no sentía, pero siempre con el mayor respeto. Sabía expresar sus ideas de manera tan clara, que a la gente le gustaba oírle explicar los asuntos de religión porque se le entendía todo fácilmente y bien.
Tomás como buen diplomático había obtenido que el Papa Eugenio Tercero se hiciera muy amigo del rey de Inglaterra, Enrique II, y este en acción de gracias por tan gran favor, nombró a nuestro santo (cuando sólo tenía 36 años) como Canciller o Ministro de Relaciones Exteriores. Tomás puso todas sus cualidades al servicio de tan alto cargo, y llegó a ser el hombre de confianza del rey. Este no hacía nada importante sin consultarle. Su presencia en el gobierno contribuyó a que dictaran leyes muy favorables para el pueblo. Acompañaba a Enrique II en todas sus correrías por el país y por el exterior (pues Inglaterra tenía amplias posesiones en Francia) y procuraba que en todas partes quedara muy en alto el nombre de su gobierno. Y no tenía miedo en corregir también al monarca cuando veía que se estaba extralimitando en sus funciones. Pero siempre de la manera más amigable posible.
En el 1161 murió el Arzobispo Teobaldo, y entonces al rey le pareció que el mejor candidato para ser arzobispo de Inglaterra era Tomás Becket. Este le advirtió que no era digno de tan sublime cargo. Que su genio era violento y fuerte, y que tomaba demasiado en serio sus responsabilidades y que por eso podía tener muchos problemas con el gobierno civil si lo nombraban jefe del gobierno eclesiástico. Pero su confesor decía: En su vida privada es intachable, y sabe mantener una gran dignidad aún en ocasiones peligrosas y en tentaciones de toda especie. Y un Cardenal de mucha confianza del Sumo Pontífice lo convenció de que debía aceptar, y al fin aceptó.
Cuando el rey empezó a insistirle en que aceptara el oficio de Arzobispo, Santo Tomás le hizo una profecía o un anuncio que se cumplió a la letra. Le dijo así: Si acepto ser Arzobispo me sucederá que el rey que hasta ahora es mi gran amigo, se convertirá en mi gran enemigo. Enrique no creyó que fuera a suceder así, pero sí sucedió.
Ordenado de sacerdote y luego consagrado como Arzobispo, pidió a sus ayudantes que en adelante le corrigieran con toda valentía cualquier falta que notaran en él. Les decía: Muchos ojos ven mejor que dos. Si ven en mi comportamiento algo que no está de acuerdo con mi dignidad de arzobispo, les agradeceré de todo corazón si me lo advierten.
Desde que fue nombrado arzobispo (por el Papa Alejandro III) la vida de Tomás cambió por completo. Se levantaba muy al amanecer. Luego dedicaba una hora a la oración y a la lectura de la S. Biblia. Después del desayuno estudiaba otra hora con un doctor en teología, para estar al día en conocimientos religiosos. Cada día repartía el personalmente las limosnas a muchísimos pobres que llegaban al Palacio Arzobispal. Muy pronto ya los pobres que allí recibían ayuda, eran el doble de los que antes iban a pedir limosna.
Cada día tenía algunos invitados a su mesa, pero durante las comidas, en vez de música escuchaba la lectura de algún libro religioso. Casi todos los días visitaba algunos enfermos del hospital. Examinaba rigurosamente la conducta y la preparación de los que deseaban ser sacerdotes, y a los que no estaban bien preparados o no habían hecho los estudios correspondientes no los dejaba ordenarse de sacerdotes, aunque llegaran con recomendaciones del mismo rey.
Tomás había dicho al rey cuando este le propuso el arzobispado: Ya verá que los envidiosos tratarán de poner enemistades entre nosotros dos. Además el poder civil tratará de imponer leyes que vayan contra la Iglesia Católica y no podré aceptar eso. Y hasta el mismo rey me pedirá que yo le apruebe ciertos comportamientos suyos, y me será imposible hacerlo. Esto se fue cumpliendo todo exactamente.
El rey se propuso ponerles enormes impuestos a los bienes de la Iglesia Católica. El arzobispo se opuso totalmente a ello, y desde entonces el cariño de Enrique hacía su antiguo canciller Tomás, se apagó casi por completo. Luego pretendió el rey imponer un fuerte castigo a un sacerdote. El arzobispo se opuso, diciendo que al sacerdote lo juzga su superior eclesiástico y no el poder civil. La rabia del mandatario se encendió furiosamente. Enrique redactó una ley en la cual la Iglesia quedaba casi totalmente sujeta al gobierno civil. El arzobispo exclamó: No permita Dios que yo vaya jamás a aprobar o a firmar semejante ley. Y no la aceptó. ¡Nueva rabia del rey! Enseguida este se propuso que en adelante sería el gobierno civil quien nombrara para ciertos cargos eclesiásticos. Tomás se le opuso terminantemente. Resultado: tuvo que salir del país.
Tomás se fue a Francia a entrevistarse con el Papa Alejandro III y pedirle que lo reemplazara por otro en este cargo tan difícil. Santo Padre le digo yo soy un pobre hombre orgulloso. Yo no fui nunca digno de este oficio. Por favor: nombre a otro, y yo terminaré mis días dedicado a la oración en un convento. Y se fue a estarse 40 días rezando y meditando en una casa de religiosos.
Pero el Pontífice intervino y obtuvo que entre Enrique y Tomás hicieran las paces. Y así volvió a Inglaterra. Sin embargo, el problema peor estaba por llegar.
Después de seis años de destierro y cuando ya le habían sido confiscados por el rey todos sus bienes y los de sus familiares, el arzobispo Tomás regresó a Inglaterra el 1º de diciembre con el título de Delegado del Sumo Pontífice. El trayecto desde que desembarcó hasta que llegó a su catedral de Canterbury fue una marcha triunfal. Las gentes aglomeradas a lo lago de la vía lo aclamaban. Las campanas de todas las iglesias repicaban alegremente y parecía que la hora de su triunfo ya había llegado. Pero era otra clase de triunfo distinta la que le esperaba en ese mes de diciembre. La del martirio.
Como él mismo lo había anunciado, los envidiosos empezaron a llevar cuentos y cuentos al rey contra el arzobispo. Y dicen que un día en uno de sus terribles estallidos de cólera, Enrique II exclamó: No podrá haber más paz en mi reino mientras viva Becket. ¿Será que no hay nadie que sea capaz de suprimir a este clérigo que me quiere hacer la vida imposible?.
Al oír semejante exclamación de labios del mandatario, cuatro sicarios se fueron donde el santo arzobispo resueltos a darle muerte. Estaba él orando junto al altar cuando llegaron los asesinos. Era el 29 de diciembre de 1170. Lo atacaron a cuchilladas. No opuso resistencia. Murió diciendo: Muero gustoso por el nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia Católica. Tenía apenas 52 años.
Se llama apoteosis la glorificación y gran cantidad de honores que se rinden a una persona. La noticia del asesinato de un arzobispo recorrió velozmente Europa causando horror y espanto en todas partes. El Papa Alejandro III lanzó excomunión contra el rey Enrique, el cual profundamente arrepentido duró dos años haciendo penitencia y en el año 1172 fue reconciliado otra vez con su religión y desde entonces se entendió muy bien con las autoridades eclesiásticas. El mártir Tomás consiguió después de su muerte, esto que no había logrado obtener durante su vida.
Tres años después el Sumo Pontífice lo declaró santo, a causa de su martirio y por los muchos milagros que se obraban en su sepulcro.
Dos personajes con nombres de Tomás, ocuparon el cargo de Canciller en Inglaterra, junto con dos reyes de nombre Enrique. Y ambos fueron martirizados por defender a la santa Iglesia Católica. Santo Tomás Becket, martirizado por deseos de Enrique II y Santo Tomás Moro, martirizado por orden del impío rey Enrique VIII.
Obispo y mártir
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Ángel Amo.
Una de las más adivinadas elecciones del gran soberano inglés, Enrique II, fue la de su canciller en la persona de Tomás Becket. Había nacido en Londres en 1118 de padre normando, y fue ordenado archidiácono y colaborador del arzobispo de Cantorbery, Teobaldo. Como canciller del reino, Tomás se sentía perfectamente a sus anchas: tenía ambición, audacia, belleza y un destacado gusto por la magnificencia. Cuando era necesario sabía ser valiente, sobre todo cuando se trataba de defender los buenos derechos de su príncipe, de quien era íntimo amigo y compañero en los momentos de descanso y de diversión.
El arzobispo Teobaldo murió en 1161, y Enrique II, gracias al privilegio que le había concedido el Papa, pudo elegir a Tomás como sucesor para la sede primada de Cantorbery. Nadie, y mucho menos el rey, se imaginaba que un personaje tan “mencionado” se iba a transformar inmediatamente en un gran defensor de los derechos de la Iglesia y en un celoso pastor de almas. Pero Tomás le había advertido a su rey: “Señor, si Dios permite que yo sea arzobispo de Cantorbery, perderé la amistad de Vuestra Majestad”.
Ordenado sacerdote el 3 de junio de 1162 y consagrado obispo al día siguiente, Tomás Becket no tardó en enemistarse con el soberano. Las “Constituciones” de 1164 habían restablecido ciertos derechos abusivos del rey caídos en desuso. Por eso Tomás Becket no quiso reconocer las nuevas leyes y escapó a las iras del rey huyendo a Francia, en donde pasó seis años de destierro, llevando una vida ascética en un monasterio cisterciense.
Restablecida con el rey una paz formal, gracias a los consejos de moderación del Papa Alejandro III, con quien se encontró, Tomás pudo regresar a Cantorbery y fue recibido triunfalmente por los fieles, a quienes él saludó con estas palabras: “He regresado para morir entre ustedes”. Como primer acto desautorizó a los obispos que habían hecho pactos con el rey, aceptando las “Constituciones”, y esta vez el rey perdió la paciencia y se dejó escapar esta frase imprudente: “¿Quién me quitará de entre los pies a este cura intrigante?”.
Hubo quien se encargó de eso. Cuatro caballeros armados salieron para Cantorbery. Se le avisó al arzobispo, pero él permaneció en su puesto: “El miedo a la muerte no puede hacernos perder de vista la justicia”. Recibió a los sicarios del rey en la catedral, revestido con los ornamentos sagrados. Se dejó apuñalar sin oponer resistencia, murmurando: “Acepto la muerte por el nombre de Jesús y por la Iglesia”. Era el 23 de diciembre de 1170. Tres años después el Papa Alejandro III lo inscribió en la lista de los santos.
El 29 de diciembre de 1170 murió asesinado el arzobispo de Canterbury; la noticia recorrió la cristiandad provocando asombro y estupor. El rey Enrique de Plantagenet fue el enemigo mortal y con toda probabilidad el instigador del crimen de Estado. El papa Alejandro III elevó a Tomás a los altares sólo a dos años de su muerte.
Nació en Londres en 1118 de burgueses padres normandos y los canónigos regulares de Merton se encargaron de iniciarlo en los libros. Reveses económicos de la familia le llevan a trabajar al servicio de un pariente londinense y con veinticuatro años a servir al arzobispo Teobaldo de Canterbury. Es ahí cuando comienza su carrera eclesiástica acumulando beneficios y prebendas antes de montarse en el arcedianato. Varias veces es enviado con encargos al Vaticano y adquiere el hábil manejo de un diplomático, llegando incluso a inclinar al papa Eugenio III a favor de Matilde, la madre de Enrique Plantagenet.
El rey es descrito como un hombre de estatura corta, ancho de espaldas, cabeza redonda, enérgico, hábil diplomático, organizador nato y con frecuentes arrebatos de cólera. Eligió a Tomás Becket como brazo derecho suyo; lo hace Canciller, –después del rey, la primera autoridad del reino ampliado a media Francia por la dote de Leonor, su mujer, que aporta Aquitania–. Becket es alto, delgado, pálido, de nariz larga y porte noble. Entre los dos se da una profunda y seria amistad.
Bien difícil era descubrir en él al clérigo. Becket, el consumado político, negociador y apasionado de la caza como deporte, conquistó el condado de Toulouse, mostrándose en el campo de la pelea como un consumado estratega, soldado valiente que sobresale por su arrojo frente al enemigo. Pero no todo es la apariencia; hubo también días largos y tranquilos de retiro para cuidar el espíritu en Merton, donde se oían los chasquidos de las disciplinas sobre su cuerpo y se conocían sus vigilias nocturnas pasadas en oración. Ah, y cosa importante, nunca se le pudo poner un pero a su comportamiento moral en la corte.
El año 1162 marca una época nueva con la muerte del arzobispo Teobaldo. Enrique II ve la ocasión para tener en sus manos la Iglesia y el Estado juntos; bastará con nombrar para la sede de Cantorbery a su Canciller. Ante semejantes planes Tomás le contesta: «Pronto perdería yo el favor de Vuestra Majestad y el aprecio con que me honráis se cambiaría en odio. Porque yo no podría acceder a vuestras exigencias en punto a derechos de la Iglesia». Se mostró tan rotundo e intransigente el amigo Canciller al acoso del rey que hizo necesaria la intervención del legado Enrique de Pisa para acabar con la resistencia. Inmediatamente lo ordenan sacerdote y lo consagran obispo.
Como primera autoridad eclesiástica debe ahora intervenir en los asuntos propios de su cargo anteponiéndolos a su afición personal y a los compromisos de sus antiguas amistades. Se pone sobre el tapete aquello de los tributos injustos tanto tiempo soportados por el pueblo, y el problema de los tribunales competentes para juzgar las faltas de los clérigos; también hay que dar fortaleza y claridad a los prelados débiles. Y sí que sale el monje, el riguroso asceta que vive pobreza para sí y derroche para los pobres; renuncia al cargo de Canciller provocando una reacción de disgusto en el rey, y comienzan a barruntarse tormentas más que borrascas porque el propio Enrique se ve tan acorralado por su antiguo servidor que recurre a la petición de restablecer las «antiguas costumbres».
Tira y afloja con la real conclusión verbal de admitir componendas con la redacción de un documento que firmará Tomás con la cláusula de salvar los «derechos de la Iglesia». Pero los dieciséis artículos que el rey presenta suponen un total sometimiento de la Iglesia a Enrique y llevan a la separación de Roma; el Arzobispo no estampará su sello. Está firme en su decisión y comenzará la represalia del rey apoyada por algunos obispos que medran o son débiles. Es la ocasión de la célebre frase del arzobispo al rey «Después de Dios, mi único juez es el papa». Y claro que el papa tuvo que intervenir cuando Tomás se escapó camuflado de fraile desde Sandwich a Francia para pasar destierro por seis años que dieron tiempo suficiente para ser admirado por Luis VII y el papa Alejandro III en cuyas manos puso su anillo en señal de renuncia a la sede que por supuesto no fue aceptada.
El monasterio cisterciense de Pontgny lo conoció orante, sacrificado y dedicado a la expiación. Desde allí mandó cartas claras a los amigos y conocidos –al mismo papa por considerar algunas de sus actuaciones demasiado condescendientes– clarificando la situación personal y la de Inglaterra. Pero el rey no desiste de su intento denigratorio atacando a los familiares, amigos y deudos con confiscación de bienes y destierro al tiempo que amenaza con apoderarse de todos los monasterios cistercienses si sigue el actual dando cobijo a su ilustre súbdito.
Nombrado legado, se ve en la necesidad de excomulgar a los obispos que se pasaron al rey inglés. Hay movimiento diplomático por ambas partes; la mala fe de Enrique es conocida por el papa que se plantea si lanzar o no la pena de entredicho sobre el reino, medida que provoca el miedo real y culmina con una ceremonia teatral en Normandía, el 1170, con el aparente arrepentimiento del rey y la posibilidad de la vuelta a su sede de Tomás entre la aclamación del pueblo, la intriga de los obispos excomulgados, los nobles sin las posesiones tomadas a la Iglesia y el rey limitado a los asuntos civiles sin dominar al clero y sin poseer los bienes eclesiásticos. En medio de este clima caliente, fue asesinado por un grupo de nobles del rey entre el altar de la Virgen y de San Benito en la catedral de Canterbury.
Se le considera como uno de los hombres que supo mantener la lealtad a su rey soberano y ser al mismo tiempo campeón de los derechos de la Iglesia y del honor de Dios. Cuando recuerdo la figura distante en el tiempo de Sir Thomas Moro, veo que no es infrecuente este raro producto en el pueblo inglés. La tumba de Becket fue centro de atracción de peregrinaciones durante toda la Edad Media e, incluso después de la Reforma, nunca dejaron los ingleses de admirar a este mártir inglés coherente con sus compromisos hasta la muerte, terco, impasible, testarudo y puntilloso con su deber; quizá sea porque de algún modo se sientan reflejados en su flema.
¿Por qué razón el rey Enrique VIII mandaría arrojar al Támesis las cenizas de Tomás Becket después de decapitar a Moro?