Beatitud, eminencia, venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, queridos hermanos y hermanas:
Por primera vez tengo la alegría de acoger como Obispo de Roma a un nuevo Patriarca que viene para realizar un significativo gesto de comunión con el Sucesor de Pedro. Aceptando la elección canónica, Vuestra Beatitud ha pedido inmediatamente la ecclesiastica communio con la "Iglesia que preside en la caridad universal". Mi venerado predecesor la concedió de buen grado, grato por el vínculo con el Sucesor de Pedro que la Iglesia de Alejandría de los coptos mantuvo siempre a lo largo de su historia. Sois expresión de la predicación de san Marcos evangelista: y es precisamente ésta la herencia que él os ha dejado como buen intérprete del apóstol Pedro.
En la primera lectura, el profeta Isaías (cf. Is 35, 1-10) ha despertado en nuestro corazón la espera del retorno glorioso del Señor. El aliento "a los extraviados de corazón" lo sentimos dirigido a quienes en vuestra amada tierra egipcia experimentan inseguridad y violencia, algunas veces con motivo de la fe cristiana. "¡Ánimo: no temáis!": he aquí las consoladoras palabras que encuentran confirmación en la fraterna solidaridad. Doy gracias a Dios por este encuentro que me da ocasión para reforzar vuestra y nuestra esperanza, porque es la misma: "...la tierra quemada ...y el suelo sediento -en efecto- se convertirá en manantial" y se abrirá finalmente la "vía sacra", el camino de la alegría y de la felicidad, "y huirán la pena y la aflicción". Ésta es nuestra esperanza, la esperanza común de nuestras dos Iglesias.
El Evangelio (cf. Lc 5, 17-26) nos presenta a Cristo que vence las parálisis de la humanidad. Describe el poder de la misericordia divina que perdona y cancela todo pecado cuando encuentra una fe auténtica. Las parálisis de las conciencias son contagiosas. Con la complicidad de las pobrezas de la historia, y de nuestro pecado, pueden extenderse y entrar en las estructuras sociales y en las comunidades, hasta asediar a pueblos enteros. Pero el mandato de Cristo puede dar un vuelco a la situación: "¡Levántate, camina!". Oremos con confianza para que en Tierra Santa y en todo el Oriente Medio la paz pueda volver a levantarse siempre de las treguas demasiado reiteradas y algunas veces dramáticas. Que se detengan para siempre, en cambio, la enemistad y las divisiones. Que se retomen con rapidez los acuerdos de paz a menudo paralizados por intereses opuestos y oscuros. Que se den finalmente garantías reales de libertad religiosa a todos, junto con el derecho para los cristianos de vivir con serenidad allí donde han nacido, en la patria que aman como ciudadanos desde hace dos mil años, para contribuir como siempre al bien de todos. Que el Señor Jesús, que experimentó el exilio con la Sagrada Familia y fue acogido en vuestra tierra generosa, vele por los egipcios que por los caminos del mundo buscan dignidad y seguridad. Y sigamos siempre adelante, buscando al Señor, buscando nuevos caminos, nuevas sendas para acercarnos al Señor. Y si fuese necesario abrir un agujero en el techo para acercarnos todos al Señor, que nuestra imaginación creativa de la caridad nos conduzca a esto: a encontrar y abrir caminos de encuentro, sendas de fraternidad, sendas de paz.
Por nuestra parte deseamos "glorificar a Dios", sustituyendo el temor por el asombro: incluso hoy podemos ver "cosas prodigiosas". El prodigio de la Encarnación del Verbo y, por ello, de la absoluta cercanía de Dios a la humanidad, en el que siempre nos sitúa el misterio del Adviento. Que vuestro gran padre Atanasio, ubicado tan cerca de la Cátedra de Pedro en la basílica vaticana, interceda por nosotros, con san Marcos y san Pedro, y sobre todo con la Inmaculada y toda santa Madre de Dios, nos alcancen del Señor la alegría del Evangelio, donada en abundancia a los discípulos y a los testigos. Así sea.