«Pido al Señor la gracia de que nuestro corazón sea sencillo, luminoso con la verdad que Él nos da, y podamos así ser amables, capaces de perdonar, comprensivos con los demás, de corazón grande con la gente, misericordiosos». Con esta oración el Papa Francisco concluyó la homilía de la misa del lunes 15 de diciembre. «Jamás -añadió- condenar. Si tú tienes ganas de condenar, condénate a ti mismo». Al contrario, hay que pedir «al Señor la gracia de que nos dé esta luz interior, que nos convenza que la roca es sólo Él y no tantas historias que hacemos como cosas importantes; y que Él nos acompañe por el camino, que Él nos ensanche el corazón, para que puedan entrar los problemas de tanta gente, y que Él nos dé la gracia de sentirnos pecadores».
El punto de partida surgió una vez más de las lecturas del día, en especial del pasaje del Evangelio de san Mateo (Mt 21, 23-27), donde Jesús se dirige a quienes buscan confundir la fe sencilla de las personas con formalismos y normas a menudo inútiles. Al respecto el Pontífice inició su reflexión recordando que ya el domingo de Ramos, cuando «Jesús entró en Jerusalén» y «los niños cantaban: "Hosanna al Hijo de David”», algunos «doctores de la ley querían hacerlos callar». Pero Jesús dijo: «No pueden callar; si ellos no gritan, gritarán las piedras». Luego el Señor «curó a mucha gente enferma» y cuando tuvo hambre, acercándose a la higuera que no tenía fruto, maldijo a la planta. Así, «el árbol se secó», y los discípulos comentaron: «¡Has hecho un milagro!». Y Él respondió: «Si tuvierais fe, haríais lo mismo o más».
En concreto, destacó el Papa, Jesús «predica sobre la fe. Luego, en el templo, curó a mucha gente, a los enfermos, y expulsó a los que vendían y compraban». Y fue entonces que «los jefes de los sacerdotes, los doctores de la ley se le acercaron para preguntarle»: «¿Con qué autoridad haces esto? Somos nosotros los que mandamos en el templo». Y la respuesta de Jesús es una respuesta «con vivacidad interior, con mucha agudeza», porque -destacó el Papa- Jesús «va al corazón de esta gente, a lo que tenían en el corazón. Era gente que tenía un corazón inseguro, un corazón que se acomodaba un poco a las situaciones, un corazón que, según el momento, iba de una parte o de la otra».
A ellos, en efecto, «no les interesaba la verdad; a ellos les interesaba el propio interés, según el viento que soplaba...». Y negociaban todo: la libertad interior, la fe, la patria. Todo, menos las apariencias. Les interesaba salir bien de las situaciones.
La descripción de la escena evangélica, explicó el Papa Francisco, es precisamente una de estas situaciones en las que ellos tratan de sacar algún beneficio. «Vieron en este momento alguna cosa débil», tal vez lo «imaginaron», y se dijeron: «este es el momento». De aquí la pregunta: «¿Con qué autoridad haces esto?». Evidentemente «se sintieron un poco fuertes». Pero la reacción de Jesús una vez más los desplaza. Él «no discute con ellos» y los tranquiliza: «Sí, sí, os lo diré, pero antes decidme esto», pregunta haciendo referencia a Juan el Bautista. Así, pues, Jesús responde a una pregunta con una pregunta «y con esto los debilita», hasta el punto de que sus interlocutores «no saben dónde ir».
De aquí la relación indicada por el Papa Francisco con la oración del inicio de la misa, en la que se pide al Señor «que disipe las tinieblas de nuestro corazón». En efecto, la gente de la que habla el Evangelio «tenía muchas tinieblas en el corazón». Cierto, «era observante de la ley: el sábado no caminaban más de cien metros y nunca se sentaban en la mesa sin lavarse las manos»; era «gente muy observante, muy segura en sus costumbres». Pero, añadió el Papa, «es verdad que sólo en las apariencias. Eran fuertes, pero hacia fuera. Estaban acartonados. El corazón era muy débil, no sabían en qué creían. Y por ello su vida estaba, la parte exterior, toda regulada; pero el corazón iba de una parte a la otra».
Al contrario, Jesús «nos enseña que el cristiano debe tener el corazón fuerte, firme, que crece sobre la roca, que es Cristo, y luego ir por el mundo con prudencia». En efecto, continuó el Pontífice, «no se negocia el corazón, no se negocia la roca. La roca es Cristo, no se negocia. Este es el drama de la hipocresía de esta gente. Y Jesús no negociaba nunca su corazón de Hijo del Padre, sino que estaba abierto a la gente, buscando caminos para ayudar». Los demás, en cambio, afirmaban: «Esto no se puede hacer; nuestra disciplina, nuestra doctrina dice que no se puede hacer». En definitiva, «eran rígidos en sus disciplinas» y sostenían: «La disciplina no se toca, es sagrada».
En este punto el Papa Francisco quiso añadir un recuerdo personal, vinculado a los tiempos de su juventud, «cuando el Papa Pío XII -explicó- nos liberó de esa cruz tan pesada que era el ayuno eucarístico. No se podía ni siquiera beber una gota de agua. Y para lavarse los dientes, se tenía que hacer de tal modo que no se tragase agua». El obispo de Roma confesó: «Yo mismo, siendo joven, he ido a confesarme de haber comulgado pensando que alguna gota me la había tragado». Por ello, cuando el Papa Pacelli «cambió la disciplina -"¡Ah, herejía! ¡Tocó la disciplina de la Iglesia!”- muchos fariseos se escandalizaron. Muchos. Porque Pío XII actuó como Jesús: vio la necesidad de la gente: "Esta pobre gente, con tanto calor”. Estos sacerdotes que celebraban tres misas, la última a la una, después de mediodía, en ayunas. Y estos fariseos eran así -"nuestra disciplina”- rígidos en la piel, pero, como dice Jesús, "corruptos en el corazón”, débiles hasta la corrupción. Tenebrosos en el corazón».
En efecto, ellos «siempre trataban de sacar beneficio». Y «también nuestra vida puede llegar a ser así», advirtió el Papa Francisco. Así, pues, «muchas veces un pecado nos avergüenza» y nos hace «encontrar al Señor, que nos perdona».
Al respecto el Pontífice citó el libro de la Sabiduría, que dice: «Qué misterioso es el corazón del hombre, ¿quién puede conocerlo?». Por ello, concluyó, «hoy hemos pedido al Señor» que disipe «las tinieblas de nuestro corazón; que nuestro corazón esté firme en la fe». Precisamente como el de la «gente sencilla» del pasaje del Evangelio.