La Palabra de Dios (Lc 7, 11-17) nos hace reflexionar hoy en un encuentro. A menudo, las personas se cruzan, pero no se encuentran. Cada uno va a lo suyo: ve pero no mira, oye pero no escucha. El encuentro, en cambio, es otra cosa, es lo que el Evangelio de hoy nos anuncia: un encuentro; un encuentro entre un hombre y una mujer, entre un hijo único vivo y un hijo único muerto; entre una muchedumbre feliz que ha encontrado a Jesús y le sigue, y un grupo de gente, llorando, que acompañaba a una mujer que salía por la puerta de la ciudad; encuentro entre esa puerta de salida y la puerta de entrada (al ovil). Un encuentro que nos lleva a pensar cómo nos encontramos entre nosotros.
En el Evangelio leemos que el Señor se llenó de gran compasión (le dio lástima). Esa compasión no es lo mismo que sentimos nosotros cuando vamos por la calle, por ejemplo, y vemos una cosa triste: ¡Qué lástima! Jesús no pasa de largo, sino que se mueve a compasión. Se acerca a la mujer, la encuentra de verdad y luego hace el milagro.
Aquí vemos non solo la ternura sino también la fecundidad de un encuentro. Todo encuentro es fecundo. Todo encuentro restituye las personas y las cosas a su sitio. Estamos acostumbrados a una cultura de la indiferencia, y debemos trabajar y pedir la gracia de hacer una cultura del encuentro, de ese encuentro fecundo, de ese encuentro que restituya a cada persona su dignidad de hijo de Dios. Nos hemos habituado a esa indiferencia cuando vemos las calamidades del mundo u otras cosas más pequeñas: Ay, qué pena, pobre gente, cuánto sufren, pero seguimos adelante. ¡Encuentro! Si no miro -no basta ver, no: hay que mirar-, si no me paro, si no miro, si no toco, si no hablo, no puedo tener un encuentro ni puedo ayudar a hacer una cultura del encuentro.
La gente quedó sobrecogida y daba gloria a Dios, porque había hecho el encuentro entre Dios y su pueblo. A mí me gusta ver también aquí el encuentro de todos los días entre Jesús y su esposa, la Iglesia, que espera su regreso.
Este es el mensaje de hoy: el encuentro de Jesús con su pueblo, pues todos somos menesterosos de la Palabra de Jesús. Necesitamos el encuentro con Él. En la mesa, en familia, cuántas veces se come, y se ve la tele o se escriben mensajes de móvil. Cada uno es indiferente a ese encuentro. ¡Ni en el mismo núcleo de la sociedad, que es la familia, hay encuentro! Que esto nos ayude a trabajar por la cultura del encuentro, tan sencillo como lo hizo Jesús. No solo ver: mirar. No solo oír: escuchar. No solo cruzarse: detenerse. No solo decir qué pena, pobre gente, sino dejarse llevar por la compasión. Y luego acercarse, tocar y decir, en la lengua que a cada uno le salga en ese momento, la lengua del corazón: No llores, y dar al menos una gota de vida.