El Evangelio del día nos lleva al Calvario (cfr. (Jn 19, 25-27). Todos los discípulos han huido, excepto Juan y algunas mujeres. Al pie de la Cruz está María, la Madre de Jesús, y todos la miraban diciendo: ¡Esa es la madre de este delincuente! Esa es la madre de este subversivo! Y María oía esas cosas. Sufría humillaciones terribles. Y también oía a los grandes, a algunos sacerdotes, a los que ella respetaba, precisamente porque eran sacerdotes: Tú que eres tan valiente, ¡baja! ¡Baja! Con su Hijo, desnudo, ahí. María tenía un sufrimiento tan grande, pero no se fue. ¡No renegó del Hijo! ¡Era su carne!
Cuando en Buenos Aires iba a las cárceles a visitar a los presos, veía siempre una fila de mujeres que esperaban para entrar. Eran las madres. Pero no se avergonzaban: ¡su carne estaba allí dentro! Y esas mujeres sufrían no solo la vergüenza de estar allí - ¡Mira esa! ¿Qué habrá hecho su hijo?-, sino que también sufrían las más feas humillaciones en los chequeos que les hacían antes de entrar. Pero eran madres, e iba a estar con su propia carne. Pues igual María, que estaba allí, con el Hijo, con aquel sufrimiento tan grande.
Jesús prometió no dejarnos huérfanos, y en la Cruz nos dio a su Madre como Madre nuestra. Los cristianos tenemos una Madre, la misma que Jesús; tenemos un Padre, el mismo que Jesús. ¡No somos huérfanos! Ella nos engendra en aquel momento con tanto dolor: es un auténtico martirio. Con el corazón traspasado, acepta darnos a luz a todos nosotros en aquel momento de dolor. Y desde aquel momento, Ella se convierte en nuestra Madre, desde aquel momento Ella es nuestra Madre, la que cuida de nosotros y no se avergüenza de ninguno: ¡nos defiende!
Los místicos rusos de los primeros siglos aconsejaban refugiarse bajo el manto de la Madre de Dios en el momento de las turbulencias espirituales. Ahí no puede entrar el diablo. Porque Ella es Madre y, como Madre, defiende. Luego, Occidente tomó ese consejo y compuso la primera antífona mariana: Sub tuum praesidium! Bajo tu manto, bajo tu amparo, oh Madre… ¡Ahí estamos seguros!
En un mundo que podemos llamar huérfano, en este mundo que sufre la crisis de una gran orfandad, quizá nuestra ayuda sea decir: ¡Mira a tu Madre! Tenemos una que nos defiende, que nos enseña, que nos acompaña; que no se avergüenza de nuestros pecados. No se avergüenza, porque Ella es Madre.
Que el Espíritu Santo, ese amigo, ese compañero de camino, ese Paráclito abogado que el Señor nos envió, nos haga entender este misterio tan grande de la maternidad de María.