En las lecturas de hoy (Ga 3, 1-5 y Lc 11, 5-13) se habla del Espíritu Santo: es el gran don del Padre, la fuerza que hace salir a la Iglesia con valentía para llegar al fin del mundo. Y el Espíritu es el protagonista de ese avance de la Iglesia. Sin él hay encierro, miedo. Pienso que hay tres actitudes que podemos tener con el Espíritu.
La primera es la que San Pablo reprocha a los gálatas: creer que están justificados por la Ley y no por Jesús, que es quien da sentido a la Ley. Por eso eran demasiado rígidos. Son los mismos que atacaban a Jesús y que el Señor llamaba hipócritas. Ese apegamiento a la Ley hace ignorar al Espíritu Santo. No deja que la fuerza de la redención de Cristo avance con el Espíritu Santo. Lo ignora; solo tienen en cuenta la Ley. Es verdad que están los Mandamientos y que debemos cumplirlos; pero siempre desde la gracia de ese gran don que nos dio el Padre: su Hijo y el don del Espíritu Santo. Así se entiende la Ley. Pero no reducir el Espíritu y el Hijo a la Ley. Ese era el problema de aquella gente: que ignoraban al Espíritu Santo y no sabían avanzar. Encerrados en las prescripciones: hay que hacer esto, hay que hacer lo otro. A veces podemos caer en esa tentación. Los Doctores de la Ley embaucaban con las ideas. Porque las ideologías embrujan; y así Pablo empieza: ¡Insensatos gálatas! ¿Quién os ha embrujado? Los que predican con ideologías: ¡todo correcto! ¡Todo claro! Pero ¿acaso la revelación de Dios no es clara? La revelación de Dios se va descubriendo cada día un poco más; siempre en camino. ¿Está clara? ¡Sí! ¡Clarísima! Es Él, pero hay que encontrarla en camino. Y los que creen que tienen toda la verdad en sus manos no es que sean ignorantes, Pablo dice más: ¡Insensatos!: ¡se han dejado embrujar!
La segunda actitud es entristecer al Espíritu Santo: sucede cuando no dejamos que nos inspire, que nos lleve adelante en la vida cristiana, cuando no dejamos que nos diga -no con la teología de la Ley, sino con la libertad del Espíritu- lo que debemos hacer. Así nos volvemos tibios, caemos en la mediocridad cristiana, porque el Espíritu Santo no puede hacer la gran obra en nosotros.
La tercera actitud, en cambio, es abrirse al Espíritu Santo y dejar que nos lleve adelante. Es lo que hicieron los Apóstoles: la valentía del día de Pentecostés. Perdieron el miedo y se abrieron al Espíritu Santo. Para comprender, para acoger las palabras de Jesús es necesario abrirse a la fuerza del Espíritu Santo. Y cuando un hombre, una mujer, se abre al Espíritu Santo es como una barca de vela que se deja arrastrar por el viento, y avanza, avanza, avanza y ya no se detiene. Pero hay que rezar para abrirse al Espíritu Santo.
Nos podemos preguntar hoy, en algún momento del día: ¿yo ignoro al Espíritu Santo? ¿Creo que si voy a Misa el domingo, si hago esto y lo otro, es suficiente? ¿Mi vida es una vida a medias, tibia, que entristece al Espíritu Santo y no deja en mí la fuerza para avanzar, para abrirme? Y finalmente, ¿mi vida es una oración continua para abrirme al Espíritu Santo, para que me saque adelante con la alegría del Evangelio y me haga entender la doctrina de Jesús, la verdadera doctrina, la que no embruja, la que no nos hace insensatos, sino la verdadera?
Y que nos haga comprender dónde está nuestra debilidad, la que le entristece; y que nos lleve adelante, llevando también adelante el nombre de Jesús a los demás y enseñando el camino de la salvación. Que el Señor nos dé esta gracia: abrirnos al Espíritu Santo para no ser insensatos, embrujados, ni hombres o mujeres que entristezcan al Espíritu.