En el Evangelio de hoy (Mt 21, 28-32) el Señor se dirige a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos del pueblo. Tenían la autoridad jurídica, moral, religiosa…, lo decidían todo. Anás y Caifás, por ejemplo, juzgaron a Jesús, y también fueron los sacerdotes y los jefes los que decidieron matar a Lázaro, y todavía más, a ellos fue Judas para negociar, y así fue vendido Jesús. Llegaron a un estado de prepotencia y tiranía con el pueblo, instrumentalizando la ley. Pero una ley que ellos rehicieron muchas veces: tantas que llegaron a 500 mandamientos. ¡Todo estaba regulado, todo! Una ley científicamente construida, porque esa gente era sabia, sabían mucho. Y tenían todos esos matices. Pero era una ley sin memoria: habían olvidado el Primer Mandamiento que Dios dio a nuestro padre Abraham: Camina en mi presencia y sé irreprensible.
Así que olvidaron los Diez Mandamientos de Moisés, con una ley hecha por ellos, intelectualizada, sofisticada, casuística. Eliminan la ley hecha por el Señor, y les falta la memoria que une el hoy a la Revelación. Y su víctima, como lo fue Jesús, es cada día el pueblo humilde y pobre que confía en el Señor, esos que son descartados, que conocen el arrepentimiento, aunque no cumplan la ley, y sufren esas injusticias. Se sienten condenados, abusados por quien es vanidoso, orgulloso, soberbio. Uno de esos descartes fue Judas. Judas fue un traidor, pecó malamente. Pecó fuerte. Pero luego el Evangelio dice: Arrepentido, fue a devolver el dinero (Mt 27, 3). ¿Y ellos qué hicieron? Pero si tú has sido nuestro socio, quédate tranquilo… nosotros tenemos el poder de perdonarte todo. ¡No! Le contestaron: ¡Allá tú! ¡Apáñate como puedas! ¡Es un problema tuyo! Y lo dejaron solo: ¡descartado! El pobre Judas traidor y arrepentido no fue acogido por los pastores… porque habían olvidado lo que era un pastor. Eran los intelectuales de la religión, los que tenían el poder, los que daban la catequesis al pueblo con una moral hecha por su inteligencia y no por la revelación de Dios.
Un pueblo humilde, descartado y golpeado por esa gente. También hoy, en la Iglesia, pasan esas cosas. Hay ese espíritu de clericalismo, en el que los clérigos se sienten superiores, y se alejan de la gente, no tienen tiempo para escuchar a los pobres, a los que sufren, a los encarcelados, a los enfermos. ¡El mal del clericalismo es una cosa muy fea! Es una nueva edición de esa gente. Y la víctima es la misma: el pueblo pobre y humilde, que espera en el Señor. El Padre siempre ha intentado acercarse a nosotros: envió a su Hijo. Estamos esperando, en espera gozosa, exultantes. Pero el Hijo no entró en el juego de esa gente: el Hijo fue con los enfermos, los pobres, los descartados, los publicanos, los pecadores y -¡es escandaloso esto!- las prostitutas. También hoy Jesús nos dice a todos, incluso a los que son seducidos por el clericalismo: En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios (Mt 21, 31).