El Evangelio de hoy (Jn 5, 1-16) nos ha narrado la curación del paralítico. Un hombre enfermo desde hace 38 años, yacía al borde de una piscina en Jerusalén, llamada en hebreo Betesda, con cinco pórticos, bajo los cuales había un gran número de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos. Se decía que, cuando bajaba un ángel y agitaba las aguas, los primeros que se sumergían quedaban curados. Jesús, viendo a este hombre, le dice: ¿Quieres curarte? Es bonito, Jesús siempre nos dice eso: ¿Quieres curarte? ¿Quieres ser feliz? ¿Quieres mejorar tu vida? ¿Quieres estar lleno del Espíritu Santo? ¿Quieres curarte?, ¡qué palabras de Jesús! Todos los demás que estaban allí, enfermos, ciegos, cojos, paralíticos, habrían dicho: ¡Sí, Señor, sí! Pero este es un hombre extraño, y le responde a Jesús: Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado. La respuesta es una queja: Pero mira, Señor, qué fea, qué injusta ha sido la vida conmigo. Todos los demás pueden andar y curarse, pero yo llevo hace 38 años intentándolo, pero…
Este hombre era como el árbol plantado a lo largo del torrente, del que habla la primera Lectura (Ez 47, 1-9.12), pero tenía las raíces secas y esas raíces no llegaban al agua, no podía tomar la salud del agua. Esto se comprende por su actitud, por sus quejas y siempre intentando echar la culpa a otro: ‘Son los demás los que llegan antes que yo, yo soy un pobrecillo aquí desde hace 38 años…’. Esto es un pecado feo, el pecado de la pereza. Este hombre estaba enfermo no tanto por la parálisis sino por la pereza, que es peor que tener el corazón tibio, peor aún. Es vivir porque vivo pero sin tener ganas de ir adelante, sin ganas de hacer algo en la vida, habiendo perdido la memoria de la alegría. Este hombre ni siquiera de nombre conocía la alegría, la había perdido. Ese es el pecado. Es una enfermedad fea: ‘Pues yo estoy cómodo así, me he acostumbrado… La vida ha sido injusta conmigo…’. Se ve el resentimiento, la amargura de ese corazón.
Jesús no le regaña, sino que le dice: Levántate, toma tu camilla y echa a andar. El paralítico se cura, pero como era sábado, los doctores de la Ley le dicen que no le es lícito llevar la camilla y le preguntan quién le había curado en ese día: ‘Va contra la ley, no es de Dios ese hombre’. El paralítico ni siquiera le había dado las gracias a Jesús, no le había preguntado ni su nombre. Se levantó con aquella pereza que hace vivir porque el oxígeno es gratis, hace vivir siempre mirando a los demás que son más felices que yo, y se está en la tristeza, se olvida la alegría. La pereza es un pecado que paraliza, nos vuelve paralíticos. No nos deja caminar. También hoy el Señor nos mira a cada uno, todos tenemos pecados, todos somos pecadores, pero mirando ese pecado nos dice: Levántate. Hoy el Señor nos dice a cada uno: ‘Levántate, toma tu vida como sea, bonita, fea, como sea, tómala y ve adelante. No tengas miedo, ve adelante con tu camilla’ - ‘Pero Señor, no es el último modelo…’. ¡Pues sigue adelante! ¡Con esa camilla fea, quizá, pero ve adelante! Es tu vida, es tu alegría. ¿Quieres curarte?, es la primera pregunta que hoy nos hace el Señor. ‘Sí, Señor’ - ‘Pues, levántate’. Y en la antífona de entrada estaba ese comienzo tan bonito: Sedientos, acudid por agua -dice el Señor-, venid los que no tenéis dinero y bebed con alegría. Y si decimos al Señor: ‘Sí, quiero curarme. Sí, Señor, ayúdame que quiero levantarme’, sabremos cómo es la alegría de la salvación.