Como acabamos de leer en la primera lectura (Hch 11, 11-18), el Espíritu Santo mueve la Iglesia, hace moverse a la comunidad cristiana. El Espíritu Santo hace milagros, cosas nuevas, y algunos seguramente tenían miedo ante esas novedades de la Iglesia. El Espíritu es el don de Dios, de este Dios Padre nuestro, que siempre nos sorprende. El Dios de las sorpresas. ¿Por qué? Porque es un Dios vivo, es un Dios que vive en nosotros, un Dios que mueve nuestro corazón, un Dios que está en la Iglesia y camina con nosotros, y en ese camino nos sorprende siempre. Y así como tuvo la creatividad de crear el mundo, tiene la creatividad de crear cosas nuevas todos los días. Es el Dios que nos sorprende.
Esto puede crear dificultades, como le pasó a Pedro, que fue contestado por los otros discípulos cuando se enteraron de que también los paganos habían acogido la Palabra de Dios. Para ellos, Pedro se había excedido y se lo reprochan porque, según ellos, era un escándalo, hasta decirle: Tú, Pedro, la piedra de la Iglesia, ¿adónde nos llevas? Entonces, Pedro cuenta su visión, un signo de Dios que le hace tomar una decisión valiente. Pedro es capaz de acoger la sorpresa de Dios. Ante tantas sorpresas del Señor, pues, los Apóstoles deben reunirse y discutir para llegar a un acuerdo, y dar el paso adelante que el Señor quiere. Siempre, desde los tiempos de los profetas hasta hoy, está el pecado de resistir al Espíritu Santo: la resistencia al Espíritu, que es el pecado que reprocha Esteban a los miembros del Sanedrín: Vosotros y vuestros padres habéis resistido siempre al Espíritu Santo. La resistencia al Espíritu Santo. No: siempre se ha hecho así, y debe hacerse así. No vengas con estas novedades, Pedro; estate tranquilo; tómate una pastilla que te calme los nervios. Es la cerrazón a la voz de Dios. Y el Señor, en el Salmo, habla a su pueblo: No endurezcáis vuestro corazón como vuestros padres.
El Señor siempre nos pide que no endurezcamos nuestro corazón. Lo que el Señor quiere decir es que hay otros pueblos, otros rebaños que no son de este redil, pero luego habrá un solo rebaño y un solo pastor. A los que juzgaban como paganos, como condenados, pero que se vuelven creyentes, los consideraban creyentes de segunda clase: nadie lo decía, pero de hecho lo eran. La cerrazón, la resistencia al Espíritu Santo; esa frase que te cierra siempre, que te frena: Siempre se ha hecho así. Y eso mata. Eso mata la libertad, mata la alegría, mata la fidelidad al Espíritu Santo que siempre actúa hacia adelante, llevando adelante la Iglesia. ¿Y cómo puedo saber si una cosa es del Espíritu Santo o de la mundanidad, del espíritu del mundo, del espíritu del diablo? ¿Cómo puedo? ¡Pues pidiendo la gracia del discernimiento! El instrumento que el mismo Espíritu nos da es el discernimiento. Discernir, en cada caso, qué se debe hacer. Es lo que hicieron los Apóstoles: se reunieron, hablaron y vieron que esa era la senda del Espíritu Santo. En cambio, los que no tenían ese don, o no habían rezado para pedirlo, se quedaron encerrados y frenados.
Los cristianos debemos, entre tantas novedades saber discernir una cosa de la otra, discernir cuál es la novedad, el vino nuevo que viene de Dios, cuál es la novedad que viene del espíritu del mundo y cuál es la novedad que viene del diablo. La fe no cambia nunca. La fe es la misma. Pero está en movimiento, crece, se agranda. Y, como decía un monje de los primeros siglos, San Vicente de Lerins, las verdades de la Iglesia van adelante: se consolidan con los años, se desarrollan con el tiempo, se profundizan con la edad, para que sean más fuertes con el tiempo, con los años, se extiendan con el tiempo y se eleven más con la edad de la Iglesia. Pidamos al Señor la gracia del discernimiento para no errar el camino y no caer en la inmovilidad, en la rigidez, en el cierre del corazón.