"La paz os dejo, mi paz os doy". El pasaje de los Hechos de los Apóstoles de la Primera Lectura de hoy (Hch 14, 19-28) narra las muchas tribulaciones que padecieron Pablo y Bernabé en sus viajes para anunciar el Evangelio. ¿Esa es la paz que da Jesús? La paz que Él da no es la que da el mundo. La paz que nos ofrece el mundo es una paz sin tribulaciones; nos ofrece una paz artificial, una paz que se reduce a tranquilidad. Es una paz que solo mira las propias cosas, las propias seguridades, que no falte nada, un poco como era la paz del rico Epulón. Una tranquilidad que nos hace cerrados, que no ve más allá. El mundo nos enseña la senda de la paz con anestesia: nos anestesia para no ver otra realidad de la vida: la Cruz. Por eso Pablo dice que se debe entrar en el Reino del cielo pasando por muchas tribulaciones.
Pero, ¿se puede tener paz en la tribulación? Por parte nuestra, no: no somos capaces de hacer una paz que sea tranquilidad, una paz psicológica, una paz hecha por nosotros, porque las tribulaciones existen: quien un dolor, quien una enfermedad, quien una muerte… existen. La paz que da Jesús es un regalo: es un don del Espíritu Santo. Y esa paz está en medio de las tribulaciones y sigue adelante. No es una especie de estoicismo, como el que hace el faquir: no. Es otra cosa.
La paz de Dios es un don que nos hace ir adelante. Jesús, después de haber dado la paz a los discípulos, sufre en el Huerto de los Olivos y ahí ofrece todo a la voluntad del Padre y sufre, pero no le falta el consuelo de Dios. El Evangelio, de hecho, narra que se le apareció un ángel del cielo para consolarlo. La paz de Dios es una paz real, que va en la realidad de la vida, que no niega la vida: la vida es así. Está el sufrimiento, están los enfermos, hay tantas cosas feas, están las guerras… pero esa paz de dentro, que es un regalo, no se pierde, sino que se va adelante llevando la Cruz y el sufrimiento. Una paz sin Cruz no es la paz de Jesús: es una paz que se puede comprar. Podemos fabricarla nosotros. Pero no es duradera: se acaba.
Cuando uno se enfada, pierde la paz. Cuando mi corazón se turba es porque no estoy abierto a la paz de Jesús, porque no soy capaz de llevar la vida como viene, con las cruces y los dolores que vengan. Debemos en cambio ser capaces de pedir al Señor la gracia de su paz. Debemos entrar en el Reino de Dios a través de muchas tribulaciones. La gracia de la paz, de no perder esa paz interior. Un Santo decía, hablando de esto: "La vida del cristiano es un camino entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios" (San Agustín, De Civitate Dei XVIII, 51). Que el Señor nos haga entender bien cómo es esa paz que Él nos regala con el Espíritu Santo.