Como el Padre me ha amado, así os he amado yo (Jn 15, 9-11). El amor de Jesús es infinito. El Señor nos pide que permanezcamos en su amor porque es el amor del Padre, y nos invita a guardar sus mandamientos. Está claro que los Diez Mandamientos son la base, el fundamento, pero hay que seguir también todas las otras cosas que Jesús nos enseñó, esos mandamientos de la vida ordinaria, que representan un modo de vivir cristiano.
Es muy amplia la lista de los mandatos de Jesús, pero el núcleo es uno: el amor del Padre por Él y el amor de Él por nosotros. Hay otros amores; de hecho, el mundo nos propone otros amores: el amor al dinero, por ejemplo, el amor a la vanidad, pavonearse, el amor al orgullo, el amor al poder, incluso haciendo muchas cosas injustas para tener más poder… Son otros amores, pero esos no son de Jesús ni del Padre. Él nos pide permanecer en su amor, que es el amor del Padre. Pensemos también en esos otros amores que nos alejan del amor de Jesús. Además, hay otras medidas de amar: amar a medias, ¡eso no es amar! Una cosa es querer y otra es amar. Amar es más que querer. ¿Cuál es, pues, la medida del amor? La medida del amor es amar sin medida*. Y así, cumpliendo esos mandatos que Jesús nos dio, permaneceremos en el amor de Jesús que es el amor del Padre, es lo mismo. Sin medida. Sin ese amor tibio o interesado. ¿Señor, para qué nos recuerdas estas cosas?, podemos decirle. Para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Si el amor del Padre viene a Jesús, Jesús nos enseña la senda del amor: el corazón abierto, amar sin medida, dejando aparte otros amores.
El gran amor a Él es permanecer en ese amor, y viene la alegría; el amor y la alegría son un don. Dones que debemos pedir al Señor. Hace poco tiempo un sacerdote fue nombrado obispo. Fue a su padre, a su anciano padre a darle la noticia. Aquel hombre anciano, ya jubilado, hombre humilde, fue obrero toda su vida; no había ido a la universidad, pero tenía la sabiduría de la vida. Y aconsejó al hijo solo dos cosas: ‘Obedece y da alegría a la gente’. Ese hombre lo había entendido: obedece al amor del Padre, sin otros amores, obedece a ese don y luego, da alegría a la gente. Y los cristianos, laicos, sacerdotes, consagrados, obispos, debemos dar alegría a la gente. ¿Por qué? Pues por eso, por amor, sin ningún interés, solo por la vía del amor. Nuestra misión cristiana es dar alegría a la gente.
Que el Señor proteja, como hemos pedido en la oración, ese don de permanecer en el amor de Jesús para poder dar alegría a la gente.
* La frase se atribuye a San Agustín (pero nunca se cita la obra). También la recogen San Francisco de Sales (Tratado del Amor de Dios) y San Josemaría (Amigos de Dios, 232) (ndt).