En los Hechos de los Apóstoles (Hch 16, 22-34) se habla de Pablo y Silas en Filipos. Allí, una esclava que practicaba la adivinación comienza a seguirles y, gritando, los señalaba como siervos de Dios. Era una alabanza, pero Pablo, sabiendo que esa mujer estaba poseída por un espíritu malo, un día, harto, expulsó al espíritu. Pablo entendió que ese no era el camino de la conversión de aquella ciudad, para que todo quedase tranquilo: todos aceptaban la doctrina, pero no había conversiones.
Esto se repite en la historia de la salvación: cuando el pueblo de Dios estaba tranquilo, sin arriesgarse, y servía -no digo a los ídolos-, pero sí a la mundanidad. Entonces el Señor mandaba a los profetas, que eran perseguidos porque incomodaban, como lo fue Pablo: comprendió el engaño y expulsó a ese espíritu que, aunque dijera la verdad -es decir, que él y Silas eran hombres de Dios- era un espíritu de flojera, que hacía a la Iglesia tibia. En la Iglesia, cuando uno denuncia tantos modos de mundanidad es mirado con malos ojos: esto no va, mejor que se aleje. Recuerdo en mi tierra, tantos, tantos hombres y mujeres, buenos consagrados, no ideólogos, pero decían: no, la Iglesia de Jesús es así…; ese es comunista, ¡fuera!, y los echaban, los perseguían. Pensemos en el beato Romero, ¿verdad?, en lo que le pasó por decir la verdad. Y así muchos, muchos en la historia de la Iglesia, también aquí en Europa. ¿Por qué? Porque el mal espíritu prefiere una Iglesia tranquila, sin riesgos, una Iglesia con negocios, una Iglesia cómoda, con la comodidad de la flojera, tibia. En los Hechos se narra que los dueños de esa esclava se enfadaron, pues perdieron la esperanza de ganar dinero porque la esclava ya no podía adivinar. El mal espíritu entra siempre por los bolsillos. Cuando la Iglesia es tibia, tranquila, muy organizada, sin problemas, acaba buscando dónde está el negocio.
Pero además del dinero, hay otra palabra que quería destacar: la alegría. Pablo y Silas son arrastrados por los dueños de la esclava ante los magistrados, que ordenan hacerlos flagelar y meterlos en la cárcel. El carcelero los lleva a la parte más interna de la prisión. Pablo y Silas alababan a Dios. Hacia medianoche hubo un fuerte terremoto y se abren todas las puertas de la cárcel. El carcelero estaba a punto de quitarse la vida, porque lo matarían si los prisioneros se escapaban, pero Pablo le anima a que no se haga daño porque -le dice- estamos todos aquí. Entonces el carcelero los tomó consigo, les lavó las heridas, y se bautizó en seguida con todos los suyos; los subió a su casa, les preparó la mesa, y celebraron una fiesta de familia por haber creído en Dios. Ese es el camino de nuestra conversión diaria: pasar de un estado de vida mundano, tranquilo, sin riesgos -católico, sí, sí, pero tibio-, a un estado de vida de verdadero anuncio de Jesucristo, a la alegría del anuncio de Cristo. Pasar de una religiosidad que mira demasiado las ganancias, a la fe y a la proclamación: Jesús es el Señor.
Ese es el milagro que hace el Espíritu Santo. Os animo a leer el capítulo (Hch 16) para ver cómo el Señor, con sus mártires, hace avanzar la Iglesia. Una Iglesia sin mártires de desconfianza; una Iglesia que no arriesga da desconfianza; una Iglesia que tiene miedo de anunciar a Jesucristo y expulsar demonios, ídolos, al otro señor, que es el dinero, no es la Iglesia de Jesús. En la oración hemos pedido la gracia y también hemos dado las gracias al Señor por la renovada juventud que nos da con Jesús y hemos pedido la gracia de que conserve esa renovada juventud. Esta Iglesia de Filipos fue renovada y se convirtió en una Iglesia joven. Que todos tengamos esto: una renovada juventud, una conversión del modo de vivir tibio al anuncio gozoso de que Jesús es el Señor.