Como acabamos de leer en la primera lectura (2Co 4, 7-15), el apóstol habla del misterio de Cristo, diciendo que llevamos ese tesoro en vasos de barro. Por tanto, debemos ser conscientes de que somos precisamente eso: barro, débiles, pecadores. Sin el poder de Dios no podemos ir adelante. Ese tesoro de Cristo lo llevamos en nuestra fragilidad: ¡somos de barro! Porque es el poder de Dios, la fuerza de Dios la que salva, nos cura, nos pone de pie. Esa es, en el fondo, la realidad de nuestra vulnerabilidad. Todos somos vulnerables, frágiles, débiles, y necesitamos ser curados. Lo dice aquí: somos apretados, somos apurados, somos acosados, derribados… como manifestación de nuestra debilidad, de la debilidad de Pablo, manifestación del barro. Esa es nuestra vulnerabilidad. Y una de las cosas más difíciles en la vida es reconocer la propia vulnerabilidad. A veces, intentamos taparla, para que no se vea; o disfrazarla, para que no se note; o disimular… El mismo Pablo, al inicio de este capítulo dice: renunciamos a lo oculto y vergonzoso, no andando con astucia, ni adulterando la palabra de Dios. ¡Los disimulos son vergonzosos, siempre, son hipócritas!
Además de la hipocresía con los demás, está también la del enfrentamiento con nosotros mismos, o sea, cuando nos creemos otra cosa, pensando que no necesitamos curarnos ni ayuda de nadie, y decimos: "no estoy hecho de barro”, "llevo un tesoro mío”. Ese es el camino de la vanidad, de la soberbia, de la auto-referencialidad de esos que, no sintiéndose barro, buscan la salvación, la plenitud por sí mismos. Pero el poder de Dios es el que nos salva, porque nuestra vulnerabilidad la reconoce el mismo Pablo: Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan. No nos aplastan porque el poder de Dios nos salva. Estamos apurados -reconoce- pero no desesperados. Hay algo de Dios que nos da esperanza. Acosados, pero no abandonados; nos derriban, pero no nos rematan. Siempre está esa relación entre el barro y el poder, el barro y el tesoro. Llevamos un tesoro en vasos de barro. Pero la tentación es siempre la misma: tapar, disimular, no creer que somos de barro. Es la hipocresía con nosotros mismos.
El apóstol Pablo, con este modo de pensar, y predicar la Palabra de Dios, nos lleva a un diálogo entre el tesoro y el barro. Un diálogo que continuamente debemos mantener para ser honrados. Por ejemplo, en la confesión, cuando decimos los pecados como si fuese la lista de la compra, intentando "blanquear” un poco el barro, para parecer más fuertes. Al contrario, debemos aceptar la debilidad y la vulnerabilidad, aunque sea difícil hacerlo, y ahí entra en juego la vergüenza. Es la vergüenza la que ensancha el corazón para que entre el poder de Dios, la fuerza de Dios. La vergüenza de ser un vaso de barro, y no un vaso de plata o de oro. ¡Somos de barro! Y si llegamos a ese punto, seremos felices, muy felices. El diálogo entre el poder de Dios y el barro: pensemos en el lavatorio de pies, cuando Jesús se acerca a Pedro y éste le dice: No, a mí no, Señor. ¡Por favor! ¿Pero qué haces? No había comprendido, Pedro, que era de barro, y necesitaba el poder del Señor para ser salvado.
Así pues, depende de nuestra generosidad el reconocer que somos vulnerables, frágiles, débiles, pecadores. Solo si aceptamos que somos de barro, la extraordinaria potencia de Dios vendrá a nosotros y nos dará la plenitud, la salvación, la felicidad, la alegría de ser salvados, recibiendo así el tesoro del Señor.