En el Evangelio de San Lucas (Lc 14, 15-24) de la liturgia de hoy Jesús narra una parábola, sin explicaciones, para responder a uno de los comensales que le dice: «¡Dichoso el que coma en el banquete del reino de Dios!». El Señor aconseja a quien deba invitar a alguien a casa, que invite a quien no te pueda corresponder. Un hombre dio una gran cena -relata la parábola- e invitó a mucha gente. Los primeros invitados no quisieron ir porque no les interesaba ni la cena, ni la gente, ni la invitación del Señor: solo se preocupaban de sus propios intereses, que consideraban más grandes que la invitación: uno había comprado cinco yuntas de bueyes, otro un campo, y otro se había casado.
En definitiva, se preguntaban qué podían ganar. Estaban "atareados" como aquel hombre que hizo los almacenes para acumular sus bienes, pero murió aquella noche (cfr. (Lc 12, 20). Estaban tan apegados al interés que les lleva a una esclavitud del Espíritu, es decir, a ser incapaces de entender la gratuidad de la invitación. Una actitud de la que debemos estar en guardia, porque si no se entiende la gratuidad de la invitación de Dios no se comprende nada. La iniciativa de Dios siempre es gratuita. Pero, para ir a ese banquete, ¿cuánto hay que pagar? Pues el billete de entrada es estar enfermo, ser pobre, ser pecador… Así te dejan entrar, ese es el billete de entrada: estar necesitado ya sea en el cuerpo o en el alma, con necesidad de atención, de curación, de amor…
Así pues, hay dos actitudes: por una parte, la de Dios que no cobra nada y, además, dice al siervo que traiga a pobres, lisiados, buenos y malos: se trata de una gratuidad que no tiene límites; Dios recibe a todos. Por otra, el modo de hacer de los primeros invitados que no comprenden la gratuidad. Como el hermano mayor del hijo pródigo, que no quiso ir al banquete organizado por su padre para su hermano que se había ido: no lo entiende (cfr. (Lc 15, 1ss). Pero, a este que ha gastado todo el dinero, que ha dilapidado la herencia con vicios, con pecados, ¿tú le haces una fiesta? Y yo que soy un católico practicante, que voy a Misa todos los domingos, y cumplo las cosas, ¿a mí nada? No entiende la gratuidad de la salvación, piensa que la salvación es el fruto del ‘yo pago y tú me salvas’. Pago con esto, con esto y con esto… No, ¡la salvación es gratuita! Y si no entras en esa dinámica de la gratuidad, no entiendes nada. La salvación es un don de Dios al que se responde con otro don, el don de mi corazón.
Los que piensan en sus propios intereses, cuando oyen hablar de dones, saben que se deben hacerlos, pero en seguida piensan en que serán correspondidos: haré este regalo, y luego él, en otra ocasión, me hará otro. En cambio, el Señor no pide nada a cambio, solo amor, fidelidad, como Él es amor y es fiel, porque la salvación no se compra, simplemente se entra en el banquete. «¡Dichoso el que coma en el banquete del reino de Dios!»: esa es la salvación.
Pero los que no están dispuestos a entrar en el banquete, se sienten seguros, a salvo a su modo fuera del banquete, han perdido el sentido de la gratuidad, el sentido del amor. Han perdido una cosa más grande y más hermosa aún, y eso es muy feo: han perdido la capacidad de sentirse amados. Y cuando pierdes -no digo la capacidad de amar, porque esa se recupera- la capacidad de sentirte amado no hay esperanza, has perdido todo. Nos hace pensar en el escrito de la puerta del infierno de Dante: ‘Perded toda esperanza’, has perdido todo. Debemos pensar lo que dice el Señor: ‘Porque yo os digo que quiero que mi casa se llene’. Este Señor que es tan grande, que es tan amoroso, que en su gratuidad quiere llenar la casa. Pidamos al Señor que nos salve de perder la capacidad de sentirnos amados.