Al iniciar el camino del Adviento, podemos ver dos aspectos fundamentales para todo cristiano: cuál es su deber y cuál es su estilo. La primera Lectura de hoy (Is 11, 1-10) nos lo recuerda. Se trata de un pasaje que habla de la venida del Señor, de la liberación que traerá Dios a su pueblo, del cumplimiento de la promesa. El profeta anuncia que brotará un renuevo del tronco de Jesé. Se habla de un renuevo, que es un brote pequeño, pero sobre él se posará el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y entendimiento, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor. O sea, los dones del Espíritu Santo. Este es el primer aspecto fundamental: de la pequeñez del brote a la plenitud del Espíritu. Esa es la promesa, ese es el reino de Dios, que comienza pequeño, sale de una raíz, despunta un brote, crece, va adelante -porque el Espíritu está ahí- y llega a su plenitud.
Una dinámica que se encuentra también en Jesús, que se presenta del mismo modo a su pueblo en la sinagoga de Nazaret. No dice: Yo soy el brote, sino que se propone con humildad y afirma: El Espíritu está sobre mí, consciente de haber sido enviado para traer el alegre anuncio. Y esa misma dinámica se aplica a la vida del cristiano. Hay que ser conscientes de que cada uno es un brote de aquella raíz que debe crecer, crecer con la fuerza del Espíritu Santo, hasta la plenitud del Espíritu Santo en nosotros. ¿Cuál sería el deber del cristiano? La respuesta es sencilla: proteger el brote que crece en nosotros, cuidar su crecimiento, conservar el Espíritu. No entristecer al Espíritu, dice San Pablo (cfr. (Ef 4, 30). Vivir como cristiano es proteger el brote que crece en nosotros, cuidar su crecimiento, conservar el Espíritu y no olvidar la raíz de donde vienes. Acuérdate de dónde vienes: esa es la sabiduría cristiana.
Si ese es el deber, ¿cuál es el estilo? Está claro: un estilo como el de Jesús, de humildad. Porque hace falta fe y humildad para creer que ese brote, ese don tan pequeño llegará a la plenitud de los dones del Espíritu Santo. Y hace falta humildad para creer que el Padre, Señor del cielo y de la tierra, como dice el Evangelio de hoy (cfr. (Lc 10, 21-24), ha escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las ha revelado a los pequeños. En la vida ordinaria, humildad significa ser pequeño, como el brote: pequeño que crece cada día, pequeño que necesita al Espíritu Santo para poder ir adelante, hacia la plenitud de la propia vida.
Además, Jesús era humilde, y también Dios es humilde. Dios es humilde porque ha tenido y tiene tanta paciencia con nosotros. Y la humildad de Dios se manifiesta en la humildad de Jesús. Pero hay que aclarar el significado de la palabra humildad. Algunos creen que ser humilde es ser educado, cortés, cerrar los ojos al rezar, tener una especie de cara de estampita. Pero no, ser humilde no es eso. Hay un signo, una única señal: aceptar las humillaciones. La humildad sin humillaciones no es humildad. Humilde es la persona que es capaz de soportar las humillaciones como las soportó Jesús, el humillado, el gran humillado.
Muchas veces, cuando somos humillados o nos sentimos humillados por alguien, en seguida nos sale responder o defendernos. En cambio, hay que mirar a Jesús, que estaba callado en el momento de la humillación más grande. Y no hay humildad sin aceptación de las humillaciones. Por tanto, humildad no es solo estar quieto, tranquillo. No, no. Humildad es aceptar las humillaciones cuando vienen, como hizo Jesús. El cristiano está llamado a aceptar la humillación de la cruz, como Jesús, que fue capaz de proteger el brote, cuidar el crecimiento, conservar el Espíritu. Lo que no es nada sencillo ni inmediato. Una vez oí a una persona que bromeaba: Sí, sí, humilde, sí, ¡pero humillado jamás! Una broma, pero tocaba un punto verdadero, pues son muchos los que dicen: Sí, yo soy capaz de aceptar la humildad, de ser humilde, pero sin humillaciones, sin cruz.
En resumen, proteger el brote en cada uno de nosotros. Cuidar su crecimiento, conservar el Espíritu, que nos llevará a la plenitud. Y no olvidar la raíz. ¿Y el estilo? Humildad. ¿Cómo sé si soy humilde? Si soy capaz, con la gracia del Señor, de aceptar las humillaciones. Recordar el ejemplo de tantos santos que no solo aceptaron las humillaciones, sino que las pidieron: Señor, mándame humillaciones para parecerme a ti, para ser más similar a ti. Que el Señor nos dé esta gracia de proteger lo pequeño hacia la plenitud del Espíritu, de no olvidar la raíz y de aceptar las humillaciones.