En la Primera Lectura del profeta Isaías (Is 35, 1-10) el Señor promete a su pueblo consuelo. El Señor vino a consolarnos. El mismo San Ignacio nos dice que es bueno contemplar la tarea de Cristo como quien consuela, como los amigos consuelan a los demás. Basta pensar en la mañana de la Resurrección, del Evangelio de Lucas, cuando Jesús se aparece a los apóstoles, y era tanta la alegría que no podían creer. Tantas veces el consuelo del Señor nos parece una maravilla. Pero no es fácil dejarse consolar; es más fácil consolar a los demás que dejarse consolar. Porque, muchas veces, estamos apegados a lo negativo, a la herida del pecado que hay en nosotros y preferimos quedarnos solos, en la camilla, como el del Evangelio, aislado, ahí, sin levantarse. Levántate es la palabra de Jesús, siempre: ¡Levántate! El problema es que en lo negativo somos dueños porque llevamos dentro la herida del pecado, mientras en lo positivo somos mendicantes y no nos gusta mendigar el consuelo.
Cuando se prefiere el rencor y cocinamos nuestros sentimientos en el caldo del resentimiento, hay un corazón amargo, y nuestro tesoro es la amargura, como el paralítico de la piscina de Siloé: 38 años con su amargura diciendo que cuando se movían las aguas, nadie le ayudaba. Esos corazones prefieren lo amargo a lo dulce, mucha gente prefiere esa raíz amarga, que nos lleva con la memoria al pecado original. Y eso es no dejarse consolar. Y luego está la amargura que siempre nos lleva a las quejas: los hombres que se lamentan ante Dios en vez de alabarlo: quejas como música de fondo que acompaña la vida. Santa Teresa decía: «Ay de la monja que dice: Me han hecho una injusticia, me han hecho algo no razonable». Ahí está el profeta Jonás, premio Nobel de las quejas, que huyó de Dios lamentándose de que le hubiera escogido, y naufragó y fue engullido por un pez, y luego volvió a la misión. Y entonces, en vez de alegrarse por la conversión de la gente, se quejaba porque Dios la salvaba.
En las quejas hay cosas contradictorias, como un buen sacerdote que conocí, pero que se quejaba de todo: tenía la cualidad de encontrar la mosca en la leche. Era buen sacerdote, y en el confesionario era muy misericordioso. Ya anciano, sus compañeros de presbiterio decían cómo sería su muerte y que cuando fuese al cielo, lo primero que dirá a San Pedro, en vez de saludarlo, es: ¿Dónde está el infierno?, ¡siempre lo negativo! Y San Pedro le hará ver el infierno. Pero él dirá: ¿Y cuántos condenados hay? Solo uno. ¡Qué desastre de redención! Eso pasa.
Y ante la amargura, el rencor y las quejas, la palabra de la Iglesia es ánimo, ánimo. Isaías invita al ánimo, porque Dios viene a salvarte. En el Evangelio de hoy (Lc 5, 17-26), algunas personas suben al techo, porque había mucha gente, y bajan al paralítico para ponerlo ante Jesús. No pensaron si había escribas y fariseos; solo querían la curación de aquel hombre. Por eso el mensaje de la Liturgia de hoy es dejarnos consolar por el Señor. Y no es fácil, porque hay que despojarse de nuestros egoísmos, de esas cosas que son el tesoro: la amargura, las quejas o tantas cosas. Nos vendrá bien hoy, a cada uno, hacer examen de conciencia: ¿cómo es mi corazón? ¿Tengo alguna amargura? ¿Tengo alguna tristeza? ¿Cómo es mi lenguaje? ¿Es de alabanza a Dios, de belleza, o siempre de quejas? Pedir al Señor la gracia del ánimo, porque viene a consolarnos. Pedir al Señor: ¡Señor, ven a consolarnos!