Las lecturas de hoy nos enseñan que hay dos caminos: el de la verdadera unidad, al que quiere conducirnos Jesús, y el de la falsa unidad, donde se critica, se condena y nos divide. De la unidad verdadera nos habla Jesús en el Evangelio (Jn 17, 20-26), la que Él tiene con el Padre y a la que quiere llevarnos a nosotros. Se trata de una unidad de salvación, que "hace" Iglesia, unidad que va hacia la eternidad. Cuando, en la vida, en la Iglesia o en la sociedad civil, trabajamos por la unidad estamos en la senda que Jesús ha trazado.
Pero también existe la unidad falsa o fingida, como la de los acusadores de San Pablo en la Primera Lectura (Hch 22, 30-23, 6-11). Inicialmente se presentan como un bloque único para acusarlo. Pero Pablo, que era astuto, es decir, tenía la sabiduría humana y también la sabiduría del Espíritu Santo, tira la piedra de la división diciendo que le están juzgando por la esperanza en la resurrección de los muertos. Ya que una parte de esa falsa unidad estaba compuesta por saduceos que afirmaban que no hay resurrección ni ángeles ni espíritus, mientras que los fariseos profesaban esas cosas. Pablo logra destruir esa supuesta unidad, que no tenía consistencia y, de hecho, estalla una disputa y la asamblea que lo acusaba se divide.
En otras persecuciones padecidas por San Pablo, se ve además que el pueblo grita sin ni siquiera saber qué está diciendo, y son los dirigentes los que dicen qué gritar. Esa manipulación es un desprecio al pueblo, porque lo convierte en masa. Es un elemento que se repite mucho, desde los primeros tiempos hasta ahora. Pensémoslo. El Domingo de Ramos todos lo aclaman: "Bendito el que viene en nombre del Señor". El viernes siguiente, la misma gente grita: "Crucifícalo". ¿Qué ha pasado? Les han lavado el cerebro, les han cambiado las cosas, y han convertido al pueblo en masa destructora. Se crean oscuras condiciones para condenar a la persona, pero luego la unidad se disuelve. Un método con el que fue perseguido Jesús, Pablo, Esteban y todos los mártires, y muy usado hoy también. Por ejemplo, en la vida civil, en la vida política, cuando se quiere dar un golpe de Estado, los medios comienzan a criticar a los dirigentes y, con la calumnia y la difamación, los deshonran. Luego llega la justicia, los condena, y al final se da el golpe de Estado. La misma persecución que se veía cuando la gente en el circo gritaba para ver la lucha entre los mártires y las fieras o los gladiadores.
El eslabón de la cadena para condenar es siempre ese ambiente de fingida unidad. Y, en menor medida, también pasa en nuestras comunidades parroquiales, por ejemplo, cuando dos o tres empiezan a criticar a otro. Comienzan a hablar mal de aquel, y crean una unidad falsa para condenarlo; se sienten seguros y lo condenan. Lo condenan mentalmente, como actitud; luego se separan y se critican uno al otro, porque están divididos. Por eso, el chismorreo es una actitud asesina, porque mata, destruye a la gente, quita la fama de la gente. El chismorreo es lo que usaron con Jesús para desacreditarlo y, una vez desacreditado, eliminarlo.
Pensemos en la gran vocación a la que estamos llamados: la unidad con Jesús, con el Padre. Y por ese camino debemos ir, hombres y mujeres que se unen y que siempre procuran avanzar por la senda de la unidad. Y no las unidades fingidas, que no tienen sustancia y solo sirven para dar un paso más y condenar a la gente, buscando intereses que no son los nuestros: el interés del príncipe de este mundo, que es la destrucción. Que el Señor nos dé la gracia de caminar siempre por la senda de la verdadera unidad.