En el Evangelio de hoy (Lc 7, 11-17), que recoge el milagro de la resurrección del hijo de la viuda de Naín, vemos que Jesús tenía autoridad ante el pueblo, pero no por la doctrina que predicaba, que era casi la misma que los demás, sino porque era manso y humilde de corazón. No gritaba, ni decía "yo soy el Mesías" o "soy el Profeta"; no hacía tocar la trompeta cuando curaba a alguien o predicaba a la gente o hacía un milagro, como la multiplicación de los panes. No. Era humilde. Simplemente hacía y era cercano a la gente. Los doctores de la Ley, en cambio, enseñaban desde la cátedra y se alejaban de la gente. No les interesaba la gente, o solo para imponerles mandamientos, que multiplicaban hasta más de 300. Pero no eran cercanos a la gente. En el Evangelio, cuando Jesús no estaba con la gente, estaba con el Padre, rezando. Y la mayor parte del tiempo de la vida de Jesús, de su vida pública, la pasó en la calle, con la gente. Esa cercanía: la humildad de Jesús, lo que da autoridad a Jesús, le lleva a la cercanía a la gente. Tocaba a la gente, abrazaba a la gente, miraba a la gente a los ojos, escuchaba a la gente. ¡Cercano! Y eso le daba autoridad.
San Lucas destaca en el Evangelio la lástima, la gran compasión que sintió Jesús viendo a la madre viuda, sola, y al hijo muerto. Tenía esa capacidad de padecer con. No era teórico. Se puede decir que pensaba con el corazón, no separaba la cabeza del corazón. Y hay dos rasgos de esa compasión que me gustaría subrayar: la mansedumbre y la ternura. Jesús dice: "Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón": manso de corazón. La mansedumbre. Era manso, no gritaba. No castigaba a la gente. Era manso. Siempre con mansedumbre. ¿Se enfadaba Jesús? ¡Sí! Pensemos cuando vio la casa de su Padre convertida en una tienda para vender cosas, y a los que cambiaban el dinero…; ¡y allí se enfadó, cogió un látigo y los echó a todos! Pero porque amaba a su Padre, porque era humilde ante el Padre, y tenía esa fuerza.
Y luego la ternura. Jesús no le dijo: "No llore, señora", estando distante. No. Se acercó, quizá le tocase el hombro, o la acarició. "No llores". Ese es Jesús. Y lo mismo hace con nosotros, porque es cercano, está en medio de la gente, es pastor. El otro gesto de ternura es levantar al hijo y entregárselo a su madre. En definitiva, humilde y manso de corazón, cercano a la gente, con capacidad de compadecerse y con esos dos rasgos de mansedumbre y ternura. Ese es Jesús. Y hace con todos nosotros, cuando se acerca, lo que hizo con el chico y su madre viuda. Esa es la imagen del pastor, y de esa debemos aprender los pastores: cercanos a la gente, no a los grupitos de los poderosos, de los ideólogos… ¡Esos nos envenenan el alma, no nos hacen bien! El pastor debe tener el poder y la autoridad que tenía Jesús, de la humildad, de la mansedumbre, de la cercanía, de la capacidad de compasión, de la ternura.
Y cuando luego las cosas le fueron mal a Jesús, ¿qué hizo? Cuando la gente lo insultaba, aquel viernes santo, y gritaba "crucifícalo", se quedó callado porque tenía compasión de aquella gente engañada por los poderosos del dinero, del poder… Estaba callado. Rezaba. El pastor, en los momentos difíciles, en los momentos en que se suelta el diablo, cuando el pastor es acusado, pero acusado por el Gran Acusador a través de tanta gente, tantos poderosos, sufre, ofrece la vida y reza. Y Jesús rezó. La oración le llevó también a la Cruz, con fortaleza; y también allí tuvo la capacidad de acercarse y curar el alma del buen ladrón.
Releamos hoy este texto de Lucas, capítulo 7, para ver dónde está la autoridad de Jesús. Y pidamos la gracia de que todos los pastores tengamos esa autoridad: una autoridad que es una gracia del Espíritu Santo.