La primera lectura (Is 40, 1-11) comienza con un anuncio de esperanza. «Consolad, consolad a mi pueblo –dice vuestro Dios–; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen». El Señor nos consuela siempre con tal de que nos dejemos consolar. Dios corrige con el consuelo, pero ¿cómo– «Como un pastor que apacienta el rebaño, reúne con su brazo los corderos y los lleva sobre el pecho; cuida él mismo a las ovejas que crían». ¡Eso es ternura! ¿Cómo consuela el Señor– Con ternura. ¿Cómo corrige el Señor– Con ternura. ¿Cómo castiga el Señor– Con ternura. ¿Te imaginas en el pecho del Señor, después de haber pecado– El Señor conduce, el Señor guía a su pueblo, el Señor corrige; incluso, diría yo, el Señor castiga con ternura. La ternura de Dios, las caricias de Dios. No es una actitud didáctica o diplomático de Dios: le sale de dentro, es la alegría que tiene cuando un pecador se acerca. Y la alegría lo hace tierno.
Recordad la parábola de hijo pródigo, con el padre que ve de lejos al hijo, porque lo esperaba, subía a la terraza para ver si el hijo regresaba. Corazón de padre. Y cuando llega y empieza aquel discurso de arrepentimiento, le tapa la boca y hace una fiesta. La tierna cercanía del Señor. En el Evangelio (Mt 18, 12-14) vuelve el pastor, aquel que tiene cien ovejas y pierde una. «¿No deja las noventa y nueve en los montes y va en busca de la perdida– Y si la encuentra, en verdad os digo que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado». Esa es la alegría del Señor ante el pecador, ante nosotros cuando nos dejamos perdonar, nos acercamos a Él para que nos perdone. Una alegría que se hace ternura, y esa ternura nos consuela.
Tantas veces nos lamentamos de las dificultades que tenemos: el diablo quiere que caigamos en el espíritu de tristeza, amargados de la vida o de los propios pecados. Conocí a una persona consagrada a Dio a la que llamábamos ‘Quejica’, porque no hacía otra cosa que quejarse, era el premio Nobel de las quejas. Cuántas veces nos quejamos, nos lamentamos y muchas veces pensamos que nuestros pecados, nuestras limitaciones no pueden ser perdonados. Y ahí, la voz del Señor viene y dice: "Yo te consuelo, estoy cerca de ti", y nos toma con ternura. El Dios poderoso que ha creado el cielo y la tierra, el Dios-héroe, por decirlo así, hermano nuestro, que se dejó llevar a la cruz a morir por nosotros, es capas de acariciarnos y decir: "No llores".
Con cuánta ternura acariciaría el Señor a la viuda de Naím cuando le dijo: "No llores". Quizá, delante del ataúd del hijo, la acarició antes de decirle "no llores". Porque aquello era un desastre. Debemos creer en este consuelo del Señor, porque después está la gracia del perdón. "Padre, yo tengo tantos pecados, he hecho tantos errores en mi vida" –"Pues déjate consolare" –"Pero, ¿quién me consuela–" –"El Señor" –"¿Y adónde debo ir–" –"A pedir perdón: ¡ve, ve! Sé valiente. Abre la puerta. Y Él te acariciará". Él se acercará con la ternura de un padre, de un hermano: como un pastor apacienta el rebaño y con su brazo lo reúne, lleva los corderillos sobre su pecho y conduce dulcemente a las ovejas que crían, así nos consuela el Señor.