Cuando hablamos de paz, enseguida pensamos en las guerras, en que en el mundo no haya guerras, en que haya una paz segura. Esa es la imagen que nos viene siempre, paz y no guerras, pero siempre fuera: en aquel país, en aquella situación… Incluso estos días que ha habido muchos focos de guerra, la mente va enseguida allá cuando hablamos de paz, cuando pedimos que el Señor nos dé la paz. Y eso está bien; debemos rezar por la paz del mundo, siempre debemos tener delante ese don de Dios que es la paz y pedirlo para todos.
Pero, a la vez, debemos ver cómo va la paz en casa, si nuestro corazón está en paz o ansioso, siempre en guerra, en tensión por tener algo más, por dominar, por hacerse sentir. La paz de las gentes o de un país se siembra en el corazón: si no tenemos paz en el corazón, ¿cómo pensamos que habrá paz en el mundo? Sin embargo, habitualmente no lo pensamos. La primera lectura, de San Juan Apóstol (1Jn 4, 11-18), nos indica el camino para llegar a la paz por dentro: "Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él". Donde está el Señor hay paz. Es Él quien hace la paz, es el Espíritu Santo que Él envía quien hace la paz dentro de nosotros. Si permanecemos en el Señor, nuestro corazón estará en paz; y si permanecemos habitualmente en el Señor, cuando caigamos en un pecado o un defecto, será el Espíritu quien nos dé a conocer ese error, esa caída. Permanecer en el Señor. ¿Y cómo permanecemos en el Señor? Dice el Apóstol: "Debemos amarnos unos a otros". Esa es la pregunta, ese es el secreto de la paz.
Hablamos de amor auténtico, no el de las telenovelas, de espectáculo, sino del que lleva a hablar bien de los demás: si no, si no puedo hablar bien cierro la boca, no critico ni cuento cosas feas. Porque criticar y despellejar a los demás es guerra. El amor se demuestra en las cosas pequeñas, porque si hay guerra en mi corazón habrá guerra en mi familia, habrá guerra en mi barrio y habrá guerra en el lugar de trabajo. Los celos, las envidias, las murmuraciones nos llevan a hacer la guerra uno contra el otro, destruyen, son como basura. ¿Cuántas veces hablo con espíritu de paz y cuántas con espíritu de guerra? ¿Cuántas veces soy capaz de decir: cada uno tiene sus pecados, yo miro los míos y los demás tendrán los suyos, y cierro la boca?
Habitualmente nuestro modo de obrar en familia, en el barrio, en el trabajo es un modo de actuar de guerra: destruir al otro, manchar el otro. Y eso no es amor, esa no es la paz segura que hemos pedimos en la oración. Cuando hacemos eso no está el Espíritu Santo. Y eso nos pasa a todos y a cada uno. Enseguida viene la reacción de condenar al otro. Sea un laico, una laica, un sacerdote, una religiosa, un obispo, un Papa…, todos, todos. Es la tentación del diablo para hacer la guerra. Y cuando el diablo consigue hacer la guerra y enciende ese fuego, está contento, ya no tiene que seguir trabajando: somos nosotros los que trabajamos para destruirnos el uno al otro, somos nosotros los que llevamos adelante la guerra, la destrucción, destruyéndonos primero nosotros mismos, porque echamos fuera el amor, y luego a los demás. Somos dependientes de esa costumbre de ensuciar a los demás: es una semilla que el diablo ha puesto dentro de nosotros. Pidamos, pues, una paz segura, que es don del Espíritu Santo, procurando permanecer en el Señor.