En estos días, ofreceré la misa por los enfermos de esta epidemia de coronavirus, por los médicos, enfermeros, voluntarios que ayudan mucho, familiares, personas mayores en casas de retiro, prisioneros que están encerrados. Oremos juntos esta semana, esta fuerte oración al Señor: "Sálvame, Señor, y dame misericordia. Mi pie se mantiene en el camino recto. En la asamblea bendeciré al Señor" [de los Salmos].
La primera Lectura, Libro del Profeta Daniel (Dn 9, 4-10), es una confesión de los pecados. El pueblo reconoce que ha pecado. Reconoce que el Señor ha sido fiel con nosotros, pero nosotros «hemos pecado, hemos faltado, hemos hecho el mal, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos y tus preceptos. No hemos escuchado a tus servidores los profetas, que hablaron en tu Nombre a nuestros reyes, a nuestros jefes, a nuestros padres y a todo el pueblo del país» (vv. 5-6). Hay una confesión de los pecados, un reconocimiento de que hemos pecado.
Y cuando nos preparamos a recibir el sacramento de la Reconciliación, debemos hacer lo que se llama "examen de conciencia" y ver lo que he hecho ante Dios: he pecado. Reconocer el pecado. Pero reconocer el pecado no puede ser solo una lista de los pecados intelectuales, decir "he pecado", luego se lo digo al padre y el padre me perdona. No es necesario, no es justo hacer esto. Esto sería como hacer una lista de lo que tengo que hacer o tengo que tener o que he hecho mal, pero se queda en la cabeza. Una verdadera confesión de los pecados debe permanecer en el corazón. Confesarse no es sólo decirle al sacerdote esta lista, "he hecho esto, esto, esto, esto…", y luego me voy, estoy perdonado. No, no es eso. Se requiere un paso, un paso más, que es la confesión de nuestras miserias, pero desde el corazón; es decir, que esa lista de cosas malas que he hecho, llegue hasta el corazón.
Y es lo que hace Daniel, el Profeta. "¡A ti, Señor, la justicia! A nosotros, la vergüenza" (cf. v. 7). Cuando reconozco que he pecado, que no he rezado bien, y esto lo siento en el corazón, nos acomete este sentimiento de vergüenza: "Me avergüenzo de haber hecho esto. Te pido perdón con vergüenza". Y la vergüenza por nuestros pecados es una gracia, debemos pedirla: "Señor, que yo me avergüence". Una persona que ha perdido la vergüenza pierde la autoridad moral, pierde el respeto de los demás. Es una persona desvergonzada. Lo mismo sucede con Dios: "A nosotros, la vergüenza, a ti la justicia. A nosotros la vergüenza. La vergüenza en la cara, como hoy. «Señor –continúa [Daniel]–, la vergüenza reflejada en el rostro, y también a nuestros reyes, a nuestros jefes y a nuestros padres, porque hemos pecado contra ti!» (v. 8). «Al Señor, nuestro Dios –antes había dicho "la justicia", ahora dice– la misericordia» (v. 9). Cuando tenemos no sólo el recuerdo, la memoria de los pecados que hemos cometido, sino también el sentimiento de vergüenza, esto toca el corazón de Dios y responde con misericordia. La manera de encontrar la misericordia de Dios es avergonzarse de las cosas feas, de las cosas malas que hemos hecho. Así que cuando me confiese diré no sólo la lista de pecados, sino los sentimientos de confusión, de vergüenza por haberle hecho esto a un Dios tan bueno, tan misericordioso, tan justo-
Pidamos hoy la gracia de la vergüenza: avergonzarnos de nuestros pecados. Que el Señor nos conceda a todos esta gracia.