Querría que hoy rezáramos por los ancianos que sufren este momento de manera especial, con una soledad interior muy grande y a veces con mucho miedo. Roguemos al Señor para que esté cerca de nuestros abuelos, de nuestras abuelas, de todos los ancianos y les dé fuerza. Ellos nos dieron la sabiduría, la vida, la historia. También nosotros estamos cerca de ellos con la oración.
Jesús viene de hacer una catequesis sobre la unidad de los hermanos y la termina con una hermosa palabra: "Les aseguro que si dos de ustedes, dos o tres, se ponen de acuerdo y piden una gracia, les será concedida" (cf. Mt 18, 19). La unidad, la amistad, la paz entre los hermanos atrae la benevolencia de Dios. Y Pedro hace la pregunta: "Sí, pero con las personas que nos ofenden, ¿qué debemos hacer?". «Si mi hermano comete culpas contra mí, me ofende, ¿cuántas veces tendré que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?» (v. 21). Y Jesús respondió con aquella palabra que significa, en su idioma, "siempre": «Setenta veces siete» (v. 22). Siempre se debe perdonar.
Y perdonar no es fácil. Porque nuestro corazón egoísta siempre está apegado al odio, a las venganzas, a los rencores. Todos hemos visto familias destruidas por odios familiares que pasan de una generación a otra. Hermanos que, frente al ataúd de uno de sus padres, no se saludan porque guardan viejos rencores. Parece que es más fuerte aferrarse al odio que al amor y éste es precisamente –digámoslo así– el "tesoro" del diablo. Él se agazapa siempre entre nuestros rencores, entre nuestros odios y los hace crecer, los mantiene ahí para destruir. Destruir todo. Y muchas veces, por cosas pequeñas, destruye.
Y también se destruye a este Dios que no vino a condenar, sino a perdonar. Este Dios que es capaz de hacer fiesta por un pecador que se acerca y olvida todo. Cuando Dios nos perdona, olvida todo el mal que hemos hecho. Alguien dijo: "Es la enfermedad de Dios". No tiene memoria, es capaz de perder la memoria en estos casos. Dios pierde la memoria de las historias malas de tantos pecadores, de nuestros pecados. Nos perdona y sigue adelante. Sólo nos pide: "Haz lo mismo: aprende a perdonar", no sigas con esta cruz infecunda del odio, del rencor, del "me la pagarás". Esta palabra no es cristiana ni humana. La generosidad de Jesús nos enseña que para entrar en el cielo debemos perdonar. Es más, nos dice: "¿Vas a Misa?" – "Sí" – "Pero si cuando vas a Misa te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, reconcíliate primero; no vengas a mí con el amor hacia mí en una mano y el odio para con tu hermano en la otra". Coherencia del amor. Perdonar. Perdonar de corazón.
Hay gente que vive condenando a la gente, hablando mal de la gente, mancillando constantemente a sus compañeros de trabajo, enfangando a sus vecinos, a sus parientes, porque no perdonan algo que les han hecho, o no perdonan algo que no les gustó. Parece que la riqueza propia del diablo es ésta: sembrar el amor al no-perdonar, vivir apegados al no-perdonar. Y el perdón es condición para entrar en el cielo.
La parábola que nos cuenta Jesús (cf. Mt 18, 23-35) es muy clara: perdonar. Que el Señor nos enseñe esta sabiduría del perdón, que no es fácil. Y hagamos una cosa: cuando vayamos a confesarnos, a recibir el sacramento de la reconciliación, primero preguntémonos: "¿Yo perdono?". Si siento que no perdono, no tengo que aparentar que pido perdón, porque no seré perdonado. Pedir perdón significa perdonar. Van juntos. No pueden separarse. Y aquellos que piden perdón para sí mismos como este señor, al que el patrón le perdona todo pero él no perdona a los demás, terminarán como este señor (cf. vv. 32-34). «Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano» (v. 35).
Que el Señor nos ayude a comprender esto y a bajar la cabeza, a no ser soberbios, a ser magnánimos en el perdón. Al menos a perdonar "por interés". ¿Cómo es eso? Sí, perdonar, porque si no perdono, no seré perdonado. Al menos eso. Pero siempre el perdón.