Hoy nuestra oración es por las muchas personas que limpian los hospitales, las calles, que vacían los contenedores de basura, que recogen la basura a domicilio: un trabajo que nadie ve, pero un trabajo que es necesario para sobrevivir. Que el Señor los bendiga, los ayude.
Al despedirse de los discípulos (cfr. Jn 14, 15-21), Jesús les tranquiliza, les da paz, con una promesa: «No os dejaré huérfanos» (v. Jn 14, 18). Los defiende de ese dolor, de ese sentimiento doloroso, de la orfandad. Hoy en el mundo hay un gran sentimiento de orfandad: muchos tienen muchas cosas, pero falta el Padre. Y esto se repite en la historia de la humanidad: cuando falta el Padre, falta algo y siempre existe el deseo de encontrar, de reencontrar al Padre, también en los mitos antiguos. Pensemos en los mitos de Edipo, de Telémaco, de muchos otros: siempre buscando al Padre que falta. Hoy podemos decir que vivimos en una sociedad donde falta el Padre, un sentimiento de orfandad que afecta la pertenencia y la fraternidad.
Por eso Jesús promete: «Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito» (v. Jn 14, 16). “Yo me voy -dice Jesús-, pero vendrá otro y os enseñará el acceso al Padre. Os recordará el acceso al Padre”. El Espíritu Santo no viene para “hacer clientes propios”; viene para señalar el acceso al Padre, para recordar el acceso al Padre, lo que Jesús ha abierto, lo que Jesús ha mostrado. No existe una espiritualidad solo del Hijo, solo del Espíritu Santo: el centro es el Padre. El Hijo es el enviado del Padre y regresa al Padre. El Espíritu Santo es enviado por el Padre para recordar y enseñar el acceso al Padre.
Solo con esta conciencia de hijos que no son huérfanos podemos vivir en paz entre nosotros. Las guerras, tanto las guerras pequeñas como las grandes, tienen siempre una dimensión de orfandad: falta el Padre que haga la paz. Por eso, cuando Pedro anima a la primera comunidad a que responda a la gente del porqué son cristianos (cfr. 1P 3, 15-18), le dice: «Pero hacedlo con dulzura y respeto. Mantened una buena conciencia» (v. 1P 3, 16), es decir, la mansedumbre que da el Espíritu Santo. El Espíritu Santo nos enseña esta mansedumbre, esta dulzura de los hijos del Padre. El Espíritu Santo no nos enseña a insultar. Y una de las consecuencias del sentimiento de orfandad es el insulto, las guerras, porque si no hay Padre no hay hermanos, se pierde la hermandad. Son -esta dulzura, respeto, mansedumbre-, son actitudes de pertenencia, de pertenencia a una familia que está segura de tener un Padre.
«Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito» (Jn 14, 16) que os recordará el acceso al Padre, os recordará que tenemos un Padre que es el centro de todo, el origen de todo, la unidad de todos, la salvación de todos porque envió a su Hijo para salvarnos a todos. Y ahora envía al Espíritu Santo para recordarnos el acceso a Él, al Padre, y esta paternidad, esta actitud fraterna de mansedumbre, dulzura, paz.
Pidamos al Espíritu Santo que nos recuerde siempre, siempre, este acceso al Padre, que nos recuerde que tenemos un Padre, y a esta civilización -que tiene un gran sentimiento de orfandad- le dé la gracia de encontrar al Padre, el Padre que da sentido a toda la vida y hace que los hombres sean una familia.
Las personas que no pueden recibir la comunión hacen ahora la comunión espiritual.
Creo, Jesús mío, que estás realmente presente en el Santísimo Sacramento del altar. Te amo sobre todas las cosas y deseo recibirte en mi alma. Ya que no puedo recibirte sacramentalmente ahora, ven al menos espiritualmente a mi corazón. Y como si te hubiese recibido, me abrazo y me uno todo a ti. No permitas que jamás me aparte de ti.