DISCURSO

DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

a las superioras y superiores generales

de las congregaciones e institutos seculares

Lunes, 22 de mayo de 2006

Señor cardenal;

venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;

queridos hermanos y hermanas: 

Es para mí una gran alegría encontrarme con vosotros, superiores y superioras generales, representantes y responsables de la vida consagrada. A todos dirijo mi cordial saludo. Con afecto fraterno saludo, en particular, al señor cardenal Franc Rodé, y le doy las gracias por haberse hecho intérprete de vuestros sentimientos, juntamente con otros representantes vuestros. Saludo al secretario y a los colaboradores de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, agradeciéndoles el servicio que este dicasterio presta a la Iglesia en un campo tan importante como es el de la vida consagrada. 

Mi pensamiento se dirige, en este momento, con viva gratitud a todos los religiosos y religiosas, los consagrados y consagradas, y los miembros de las sociedades de vida apostólica, que difunden en la Iglesia y en el mundo el bonus odor Christi (cf. 2Co 2, 15). A vosotros, superioras y superiores mayores, os pido que transmitáis una palabra de especial solicitud a los que atraviesan dificultades, a los ancianos y a los enfermos, a los que están pasando momentos de crisis y de soledad, a los que sufren y se sienten confundidos, así como a los jóvenes y a las jóvenes, que también hoy llaman a la puerta de vuestras casas para pedir que se les permita entregarse a Jesucristo con el radicalismo del Evangelio.

Deseo que este momento de encuentro y de comunión profunda con el Papa os sirva a cada uno de vosotros de estímulo y consuelo en el cumplimiento de un compromiso siempre exigente y que a veces encuentra oposición. El servicio de autoridad exige una presencia constante, capaz de animar y de proponer, de recordar la razón de ser de la vida consagrada, de ayudar a las personas encomendadas a vosotros a corresponder con una fidelidad siempre renovada a la llamada del Espíritu.

Vuestro compromiso con frecuencia va acompañado de la cruz y a veces también de una soledad que requiere un profundo sentido de responsabilidad, una generosidad sin desfallecimientos y un constante olvido  de vosotros mismos. Estáis llamados a sostener y guiar a vuestros hermanos y hermanas en una época difícil, marcada  por múltiples insidias.

Los consagrados y las consagradas hoy tienen la tarea de ser testigos de la transfigurante presencia de Dios en un mundo cada vez más desorientado y confuso, un mundo en el que colores difuminados han sustituido a los colores claros y nítidos. Ser capaces de ver nuestro tiempo con la mirada de la fe significa poder mirar al hombre, el mundo y la historia a la luz de Cristo crucificado y resucitado, la única estrella capaz de orientar "al hombre que avanza entre los condicionamientos de la mentalidad inmanentista y las estrecheces de una lógica tecnocrática" (Fides et ratio, 15).

En los últimos años se ha comprendido la vida consagrada con un espíritu más evangélico, más eclesial y más apostólico; pero no podemos ignorar que algunas opciones concretas no han presentado al mundo el rostro auténtico y vivificante de Cristo. De hecho, la cultura secularizada ha penetrado en la mente y en el corazón de no pocos consagrados, que la entienden como una forma de acceso a la modernidad y una modalidad de acercamiento al mundo contemporáneo. La consecuencia es que, juntamente con un indudable impulso generoso, capaz de testimonio y de entrega total, la vida consagrada experimenta hoy la insidia de la mediocridad, del aburguesamiento y de la mentalidad consumista.

En el evangelio, Jesús nos advirtió que existen dos caminos:  uno es el camino estrecho, que lleva a la vida; y otro es el camino ancho que lleva a la perdición (cf. Mt 7, 13-14). La verdadera alternativa es, y será siempre, la aceptación del Dios vivo mediante el servicio obediente por fe, o el rechazo de Dios.

Así pues, una condición previa al seguimiento de Cristo es la renuncia, el desprendimiento de todo lo que no es él. El Señor quiere hombres y mujeres libres, no vinculados, capaces de abandonarlo todo para seguirlo y encontrar sólo en él su propio todo. Hacen falta opciones valientes, tanto a nivel personal como comunitario, que impriman una nueva disciplina en la vida de las personas consagradas y las lleven a redescubrir la dimensión totalizante de la sequela Christi.

Pertenecer al Señor significa estar inflamados por su amor incandescente, ser transformados por el esplendor de su belleza:  le entregamos a él nuestra pequeñez como sacrificio de suave olor, para que se convierta en testimonio de la grandeza de su presencia para nuestro tiempo, que tanta necesidad tiene de ser embriagado por la riqueza de su gracia.

Pertenecer al Señor:  esta es la misión de los hombres y mujeres que han elegido seguir a Cristo casto, pobre y obediente, para que el mundo crea y sea salvado. Ser totalmente de Cristo para transformarse en una permanente confesión de fe, en una inequívoca proclamación de la verdad que hace libres ante la seducción de los falsos ídolos que han encandilado al mundo. Ser de Cristo significa mantener siempre ardiendo en el corazón una llama viva de amor, alimentada continuamente con la riqueza de la fe, no sólo cuando conlleva la alegría interior, sino también cuando va unida a las dificultades, a la aridez, al sufrimiento.

El alimento de la vida interior es la oración, íntimo coloquio del alma consagrada con su Esposo divino. Un alimento aún más rico es la participación diaria en el misterio inefable de la divina Eucaristía, en la que Cristo resucitado se hace constantemente presente en la realidad de su carne.

Para pertenecer totalmente al Señor, las personas consagradas abrazan un estilo de vida casto. La virginidad consagrada no se puede insertar en el marco de la lógica de este mundo; es la más "irracional" de las paradojas cristianas y no a todos les es concedido entenderla y vivirla (cf. Mt 19, 11-12). Vivir una vida casta significa también renunciar a la necesidad de aparecer, asumir un estilo de vida sobrio y modesto. Los religiosos y las religiosas están llamados a demostrarlo también con la elección del vestido, un vestido sencillo, que sea signo de la pobreza vivida en unión con Aquel que siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2Co 8, 9). Así, y sólo así, se puede seguir sin reservas a Cristo crucificado y pobre, sumergiéndose en su misterio y haciendo propias sus opciones de humildad, pobreza y mansedumbre.

La última reunión plenaria de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica tuvo como tema:  "El servicio de autoridad". Queridos superiores y superioras generales, es una ocasión para profundizar la reflexión sobre un ejercicio de la autoridad y de la obediencia que esté siempre inspirado en el Evangelio. El yugo de quienes están llamados a desempeñar la delicada tarea de superior o superiora, en todos los niveles, será tanto más suave cuanto más sepan redescubrir las personas consagradas el valor de la obediencia profesada, que tiene como modelo la de Abraham, nuestro padre en la fe, y más aún la de Cristo. Es preciso evitar el voluntarismo y el espontaneísmo, para abrazar la lógica de la cruz.

En conclusión, los consagrados y las consagradas están llamados a ser en el mundo signo creíble y luminoso del Evangelio y de sus paradojas, sin acomodarse a la mentalidad de este mundo, sino transformándose y renovando continuamente su propio compromiso, para poder discernir la voluntad de Dios, lo que es bueno, grato a él y perfecto (cf. Rm 12, 2). Esto es precisamente lo que os deseo, queridos hermanos y hermanas; un deseo sobre el que invoco la maternal intercesión de la Virgen María, modelo insuperable de toda vida consagrada.

Con estos sentimientos, os imparto con afecto la bendición apostólica, que extiendo de buen grado a todos los que forman parte de vuestras múltiples familias espirituales.