VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI A TURQUÍA

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DISCURSO DEL SANTO PADRE

A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO

ACREDITADO EN ANKARA

Martes 28 de noviembre de 2006

Excelencias; señoras y señores: 

He preparado mi discurso en francés por ser la lengua de la diplomacia, y espero que se comprenda. Os saludo con gran alegría a vosotros que, como embajadores, cumplís la noble misión de representar a vuestros países en la República de Turquía y que de buen grado os habéis querido encontrar con el Sucesor de Pedro en esta nunciatura. Agradezco a vuestro vicedecano, el señor embajador del Líbano, las amables palabras que me acaba de dirigir. Me complace confirmar la estima que la Santa Sede ha manifestado en numerosas ocasiones por vuestras elevadas funciones, que hoy asumen una dimensión cada vez más global.

En efecto, si vuestra misión os impulsa ante todo a proteger y promover los intereses legítimos de vuestras respectivas naciones, "la interdependencia ineludible que vincula cada vez más en nuestros días a todos los pueblos del mundo, invita a todos los diplomáticos a hacerse, con espíritu siempre renovado y original, los artífices del entendimiento entre los pueblos, de la seguridad internacional y de la paz entre las naciones" (Discurso al Cuerpo diplomático, México, 26 de enero de 1979:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de febrero de 1979, p. 2).

En primer lugar deseo evocar ante vosotros el recuerdo de las memorables visitas a Turquía de mis dos predecesores, el Papa Pablo VI, en 1967, y el Papa Juan Pablo II, en 1979. Asimismo, no puedo menos de hacer memoria del Papa Benedicto XV, artífice incansable de la paz durante la primera guerra mundial, y del beato Juan XXIII, el Papa "amigo de los turcos", que fue delegado apostólico en Turquía y luego administrador apostólico del vicariato latino de Estambul, dejando a todos el recuerdo de un pastor atento y lleno de caridad, deseoso en especial de encontrarse y conocer a la población turca, de la que era huésped agradecido. Por eso, me alegra estar hoy aquí como huésped de Turquía, a la que he llegado como amigo y apóstol del diálogo y de la paz.

Hace más de cuarenta años, el concilio Vaticano II afirmó que "la paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce sólo al establecimiento de un equilibrio de las fuerzas adversarias", sino que "es el fruto del orden asignado a la sociedad humana por su divino Fundador y que los hombres, siempre sedientos de una justicia más perfecta, han de llevar a cabo" (Gaudium et spes, 78). En realidad, hemos aprendido que la verdadera paz requiere la justicia, para corregir las desigualdades económicas y los desórdenes políticos, que siempre son factores de tensiones y amenazas en toda la sociedad.

El desarrollo reciente del terrorismo y la evolución de ciertos conflictos regionales, por otra parte, han puesto de manifiesto la necesidad de respetar las decisiones de las instituciones internacionales, más aún, de sostenerlas, dotándolas en particular de medios eficaces para prevenir los conflictos y para mantener, gracias a fuerzas de interposición, zonas de neutralidad entre los beligerantes.

Sin embargo, esto sigue siendo insuficiente si no se llega al verdadero diálogo, es decir, a la concertación entre las exigencias de las partes implicadas, con el fin de llegar a soluciones políticas aceptables y duraderas, que respeten a las personas y a los pueblos.

Pienso en particular en el conflicto de Oriente Próximo, que perdura de modo inquietante, gravando sobre toda la vida internacional, con el peligro de que se extiendan algunos conflictos periféricos y se difundan las acciones terroristas. Aprecio los esfuerzos de numerosos países que están comprometidos hoy en la reconstrucción de la paz en el Líbano, entre ellos Turquía.

Apelo una vez más, señoras y señores embajadores, a la vigilancia de la comunidad internacional para que no renuncie a su responsabilidad y realice todos los esfuerzos necesarios para promover, entre todas las partes implicadas, el diálogo, el único medio que permite asegurar el respeto a los demás, aun salvaguardando los intereses legítimos y rechazando el uso de la violencia.

Como escribí en mi primer Mensaje para la Jornada mundial de la paz, "la verdad de la paz llama a todos a cultivar relaciones fecundas y sinceras, estimula a buscar y recorrer el camino del perdón y la reconciliación, a ser transparentes en las negociaciones y fieles a la palabra dada" (Mensaje para la Jornada de la paz del 1 de enero de 2006, n. 6:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 16 de diciembre de 2005, p. 3).

Turquía, que desde siempre se encuentra en una situación de puente entre Oriente y Occidente, entre el continente asiático y el europeo, de encrucijada de culturas y religiones, se dotó en el siglo pasado de medios para convertirse en un gran país moderno, especialmente optando por un régimen de laicidad, distinguiendo claramente la sociedad civil y la religión, a fin de permitir que cada una sea autónoma en su ámbito propio, respetando siempre la esfera de la otra.

El hecho de que la mayoría de la población de este país sea musulmana constituye un elemento significativo en la vida de la sociedad, que el Estado no puede menos de tener en cuenta, pero la Constitución turca reconoce a cada ciudadano los derechos a la libertad de culto y a la libertad de conciencia. En todo país democrático corresponde a las autoridades civiles garantizar la libertad efectiva de todos los creyentes y permitirles organizar libremente la vida de su propia comunidad religiosa.

Como es obvio, deseo que los creyentes, independientemente de la comunidad religiosa a la que pertenezcan, sigan beneficiándose de esos derechos, con la certeza de que la libertad religiosa es una expresión fundamental de la libertad humana y de que la presencia activa de las religiones en la sociedad es un factor de progreso y de enriquecimiento para todos.

Desde luego, eso implica que las religiones, por su parte, no traten de ejercer directamente un poder político, pues no están llamadas a eso, y en especial que renuncien de modo absoluto a justificar el recurso a la violencia como expresión legítima de la práctica religiosa. A este respecto, saludo a la comunidad católica de este país, poco numerosa pero muy deseosa de participar del mejor modo posible en el desarrollo del país, especialmente a través de la educación de los jóvenes, y la edificación de la paz y la armonía entre todos los ciudadanos.

Como recordé recientemente, "necesitamos con urgencia un auténtico diálogo entre las religiones y entre las culturas, que pueda ayudarnos a superar juntos todas las tensiones con espíritu de colaboración fecunda" (Discurso en el encuentro con los embajadores de los países musulmanes, Castelgandolfo, 25 de septiembre de 2006:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de septiembre de 2006, p. 3). Este diálogo debe permitir a las diversas religiones conocerse mejor y respetarse recíprocamente, con el fin de actuar cada vez más al servicio de las aspiraciones más nobles del hombre, que busca a Dios y la felicidad.

Por mi parte, deseo manifestar nuevamente durante este viaje a Turquía toda mi estima por los musulmanes, invitándolos a seguir comprometiéndose juntos, gracias al respeto recíproco, en favor de la dignidad de todo ser humano y del crecimiento de una sociedad donde la libertad personal y la atención al otro permitan a cada uno vivir en paz y serenidad. Así es como las religiones podrán poner lo que está de su parte para afrontar los numerosos desafíos que nuestras sociedades tienen planteados en el momento actual.

Seguramente el reconocimiento del papel positivo que desempeñan las religiones dentro del cuerpo social puede y debe impulsar a nuestras sociedades a profundizar cada vez más su conocimiento del hombre y a respetar cada vez mejor su dignidad, poniéndolo en el centro de la acción política, económica, cultural y social. Nuestro mundo debe tomar cada vez mayor conciencia de que todos los hombres son profundamente solidarios, invitándolos a considerar sus diferencias históricas y culturales no para enfrentarse sino para respetarse recíprocamente.

Como bien sabéis, la Iglesia ha recibido de su Fundador una misión espiritual; por eso, no quiere intervenir directamente en la vida política o económica. Sin embargo, a causa de su misión, y por su larga experiencia de la historia de las sociedades y de las culturas, desea que se escuche su voz en el concierto de las naciones, para que siempre se reconozca la dignidad fundamental del hombre, especialmente de los más débiles.

Ante el reciente desarrollo del fenómeno de la globalización de los intercambios, la Santa Sede espera que la comunidad internacional se organice ulteriormente, para establecer reglas que permitan gobernar mejor las evoluciones económicas, regular los mercados, como por ejemplo suscitando acuerdos regionales entre los países. Señoras y señores, no me cabe la menor duda de que vosotros, en vuestra misión de diplomáticos, deseáis que los intereses particulares de vuestro país se conjuguen con la necesidad de comprenderse unos a otros, para que así podáis contribuir en gran medida al servicio de todos.

La voz de la Iglesia en el ámbito diplomático se caracteriza siempre por la voluntad, contenida en el Evangelio, de servir a la causa del hombre; y yo no cumpliría este deber fundamental si no recordase delante de vosotros la necesidad de poner la dignidad humana cada vez más en el centro de nuestras preocupaciones. El extraordinario desarrollo de las ciencias y la técnica que se ha logrado en el mundo de hoy, con las consecuencias casi inmediatas para la medicina, la agricultura y la producción de recursos alimentarios, pero también para la comunicación del saber, no debe buscarse sin finalidad y sin referencias, dado que se trata del nacimiento del hombre, de su educación, de su manera de vivir y de trabajar, de su vejez y de su muerte.

       Es muy necesario volver a insertar el progreso de hoy en la continuidad de la historia humana y, por consiguiente, gestionarlo según el proyecto que habita en todos nosotros de hacer crecer a la humanidad y que el libro del Génesis expresaba a su modo:  "Sed fecundos y multiplicaos; henchid la tierra y sometedla" (Gn 1, 28).

       Por último, pensando en las comunidades cristianas primitivas que crecieron en esta tierra, y pensando de modo especial en el apóstol san Pablo, que fundó personalmente varias de ellas, permitidme citar sus palabras a los Gálatas:  "Hermanos, habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros" (Ga 5, 13). La libertad implica servicio de unos a otros.

Ojalá que el entendimiento entre las naciones a las que vosotros respectivamente servís contribuya cada vez más a aumentar la humanidad del hombre, creado a imagen de Dios. Un objetivo tan noble requiere la colaboración de todos. Por esto la Iglesia católica quiere fortalecer la colaboración con la Iglesia ortodoxa y yo deseo vivamente que mi próximo encuentro con el Patriarca Bartolomé I en el Fanar ayude a ello de modo eficaz.

Como subrayó el concilio ecuménico Vaticano II, la Iglesia quiere también colaborar con los creyentes y los responsables de todas las religiones, y de modo especial con los musulmanes, para "defender y promover juntos, la justicia social, los valores morales, la paz y la libertad para todos los hombres" (Nostra aetate, 3). Espero que, desde esta perspectiva, mi viaje a Turquía dé muchos frutos.

Señoras y señores embajadores, invoco de todo corazón las bendiciones del Altísimo sobre vuestras personas, sobre vuestras familias y sobre vuestros colaboradores.