A los participantes en un congreso sobre la donación de órganos
Viernes 7 de noviembre de 2008
Venerados hermanos en el episcopado;
ilustres señores y señoras:
La donación de órganos es una forma peculiar de testimonio de la caridad. En un tiempo como el nuestro, con frecuencia marcado por diferentes formas de egoísmo, es cada vez más urgente comprender cuán determinante es para una correcta concepción de la vida entrar en la lógica de la gratuidad. En efecto, existe una responsabilidad del amor y de la caridad que compromete a hacer de la propia vida un don para los demás, si se quiere verdaderamente la propia realización. Como nos enseñó el Señor Jesús, sólo quien da su vida podrá salvarla (cf. Lc 9, 24).
A la vez que saludo a todos los presentes, en particular al senador Maurizio Sacconi, ministro de Trabajo, salud y políticas sociales de Italia, doy las gracias al arzobispo monseñor Rino Fisichella, presidente de la Academia pontificia para la vida por las palabras que me ha dirigido, ilustrando el profundo significado de este encuentro y presentando la síntesis de los trabajos del Congreso. Asimismo, también doy las gracias al presidente de la Federación internacional de las Asociaciones médicas católicas y al director del Centro nacional de trasplantes, subrayando con aprecio el valor de la colaboración de estos organismos en un ámbito como el del trasplante de órganos, que ha sido objeto, ilustres señores y señoras, de vuestras jornadas de estudio y de debate.
La historia de la medicina muestra con evidencia los grandes progresos que se han podido realizar para permitir una vida cada vez más digna a toda persona que sufre. Los trasplantes de tejidos y de órganos constituyen una gran conquista de la ciencia médica y son ciertamente un signo de esperanza para muchas personas que atraviesan graves y a veces extremas situaciones clínicas.
Si extendemos nuestra mirada al mundo entero, es fácil constatar los numerosos y complejos casos en los que, gracias a la técnica del trasplante de órganos, muchas personas han superado fases sumamente críticas y han recuperado la alegría de vivir. Esto nunca hubiera podido suceder si el compromiso de los médicos y la competencia de los investigadores no hubieran podido contar con la generosidad y el altruismo de quienes han donado sus órganos. Por desgracia, el problema de la disponibilidad de órganos vitales para trasplantes no es teórico, sino dramáticamente práctico; se puede constatar en la larga lista de espera de muchos enfermos cuyas únicas posibilidades de supervivencia están vinculadas a las pocas donaciones que no corresponden a las necesidades objetivas.
Es útil, sobre todo en el contexto actual, volver a reflexionar en esta conquista de la ciencia, para que la multiplicación de las peticiones de trasplantes no altere los principios éticos que constituyen su fundamento. Como dije en mi primera encíclica, el cuerpo nunca podrá ser considerado como un mero objeto (cf. Deus caritas est, 5); de lo contrario, se impondría la lógica del mercado. El cuerpo de toda persona, junto con el espíritu que es dado a cada uno individualmente, constituye una unidad inseparable en la que está impresa la imagen de Dios mismo. Prescindir de esta dimensión lleva a perspectivas incapaces de captar la totalidad del misterio presente en cada persona. Por tanto, es necesario que en primer lugar se ponga el respeto a la dignidad de la persona y la defensa de su identidad personal.
Por lo que se refiere a la técnica del trasplante de órganos, esto significa que sólo se puede donar si no se pone en serio peligro la propia salud y la propia identidad, y siempre por un motivo moralmente válido y proporcionado. Eventuales lógicas de compraventa de órganos, así como la adopción de criterios discriminatorios o utilitaristas, desentonarían hasta tal punto con el significado mismo de la donación que por sí mismos se pondrían fuera de juego, calificándose como actos moralmente ilícitos. Los abusos en los trasplantes y su tráfico, que con frecuencia afectan a personas inocentes, como los niños, deben ser unánimemente rechazados de inmediato por la comunidad científica y médica como prácticas inaceptables. Por tanto, deben ser condenados con decisión como abominables. Es preciso reafirmar el mismo principio ético cuando se quiere llegar a la creación y destrucción de embriones humanos con fines terapéuticos. La sola idea de considerar el embrión como "material terapéutico" contradice los fundamentos culturales, civiles y éticos sobre los que se basa la dignidad de la persona.
Con frecuencia, la técnica del trasplante de órganos se realiza por un gesto de total gratuidad por parte de los familiares de pacientes cuya muerte se ha certificado. En estos casos, el consentimiento informado es condición previa de libertad para que el trasplante se considere un don y no se interprete como un acto coercitivo o de abuso. En cualquier caso, es útil recordar que los órganos vitales sólo pueden extraerse de un cadáver (ex cadavere), el cual, por lo demás, posee una dignidad propia que se debe respetar.
La ciencia, en estos años, ha hecho progresos ulteriores en la constatación de la muerte del paciente. Conviene, por tanto, que los resultados alcanzados reciban el consenso de toda la comunidad científica para favorecer la búsqueda de soluciones que den certeza a todos. En un ámbito como este no puede existir la mínima sospecha de arbitrio y, cuando no se haya alcanzado todavía la certeza, debe prevalecer el principio de precaución. Para esto es útil incrementar la investigación y la reflexión interdisciplinar, de manera que se presente a la opinión pública la verdad más transparente sobre las implicaciones antropológicas, sociales, éticas y jurídicas de la práctica del trasplante.
En estos casos, desde luego, debe regir como criterio principal el respeto a la vida del donante de modo que la extracción de órganos sólo tenga lugar tras haber constatado su muerte real (cf. Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, n. 476). El acto de amor que se expresa con el don de los propios órganos vitales es un testimonio genuino de caridad que sabe ver más allá de la muerte para que siempre venza la vida. El receptor debería ser muy consciente del valor de este gesto, pues es destinatario de un don que va más allá del beneficio terapéutico. Lo que recibe, antes que un órgano, es un testimonio de amor que debe suscitar una respuesta igualmente generosa, de manera que se incremente la cultura del don y de la gratuidad.
El camino real que es preciso seguir, hasta que la ciencia descubra nuevas formas posibles y más avanzadas de terapia, deberá ser la formación y la difusión de una cultura de la solidaridad que se abra a todos, sin excluir a nadie. Una medicina de los trasplantes coherente con una ética de la donación exige de todos el compromiso de realizar todos los esfuerzos posibles en la formación y en la información a fin de sensibilizar cada vez más a las conciencias en lo referente a un problema que afecta directamente a la vida de muchas personas. Será necesario, por tanto, superar prejuicios y malentendidos, disipar desconfianzas y temores para sustituirlos con certezas y garantías, permitiendo que crezca en todos una conciencia cada vez más generalizada del gran don de la vida.
Con estos sentimientos, a la vez que deseo a cada uno de vosotros que continúe su trabajo con la debida competencia y profesionalidad, invoco la ayuda de Dios sobre las actividades del Congreso e imparto a todos de corazón mi bendición.