Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada. En la plenitud de los tiempos, Dios Padre envió a su Hijo como Redentor y Salvador de los hombres caídos en el pecado, convocándolos en su Iglesia, y haciéndolos hijos suyos de adopción por obra del Espíritu Santo y herederos de su eterna bienaventuranza.
"Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza (...). Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti" (San Agustín).
Dios mismo, al crear al hombre a su propia imagen, inscribió en el corazón de éste el deseo de verlo. Aunque el hombre a menudo ignore tal deseo, Dios no cesa de atraerlo hacia sí, para que viva y encuentre en Él aquella plenitud de verdad y felicidad a la que aspira sin descanso. En consecuencia, el hombre, por naturaleza y vocación, es un ser esencialmente religioso, capaz de entrar en comunión con Dios. Esta íntima y vital relación con Dios otorga al hombre su dignidad fundamental.
A partir de la Creación, esto es, del mundo y de la persona humana, el hombre, con la sola razón, puede con certeza conocer a Dios como origen y fin del universo y como sumo bien, verdad y belleza infinita.
Para conocer a Dios con la sola luz de la razón, el hombre encuentra muchas dificultades. Además no puede entrar por sí mismo en la intimidad del misterio divino. Por ello, Dios ha querido iluminarlo con su Revelación, no sólo acerca de las verdades que superan la comprensión humana, sino también sobre verdades religiosas y morales, que, aun siendo de por sí accesibles a la razón, de esta manera pueden ser conocidas por todos sin dificultad, con firme certeza y sin mezcla de error.
Se puede hablar de Dios a todos y con todos, partiendo de las perfecciones del hombre y las demás criaturas, las cuales son un reflejo, si bien limitado, de la infinita perfección de Dios. Sin embargo, es necesario purificar continuamente nuestro lenguaje de todo lo que tiene de imaginativo e imperfecto, sabiendo bien que nunca podrá expresar plenamente el infinito misterio de Dios.
Dios, en su bondad y sabiduría, se revela al hombre. Por medio de acontecimientos y palabras, se revela a sí mismo y el designio de benevolencia que él mismo ha preestablecido desde la eternidad en Cristo en favor de los hombres. Este designio consiste en hacer partícipes de la vida divina a todos los hombres, mediante la gracia del Espíritu Santo, para hacer de ellos hijos adoptivos en su Hijo Unigénito.
Desde el principio, Dios se manifiesta a Adán y Eva, nuestros primeros padres, y les invita a una íntima comunión con Él. Después de la caída, Dios no interrumpe su revelación, y les promete la salvación para toda su descendencia. Después del diluvio, establece con Noé una alianza que abraza a todos los seres vivientes.
Dios escogió a Abram llamándolo a abandonar su tierra para hacer de él "el padre de una multitud de naciones" (Gn 17, 5), y prometiéndole bendecir en él a "todas las naciones de la tierra" (Gn 12, 3). Los descendientes de Abraham serán los depositarios de las promesas divinas hechas a los patriarcas. Dios forma a Israel como su pueblo elegido, salvándolo de la esclavitud de Egipto, establece con él la Alianza del Sinaí, y le da su Ley por medio de Moisés. Los Profetas anuncian una radical redención del pueblo y una salvación que abrazará a todas las naciones en una Alianza nueva y eterna. Del pueblo de Israel, de la estirpe del rey David, nacerá el Mesías: Jesús.
La plena y definitiva etapa de la Revelación de Dios es la que Él mismo llevó a cabo en su Verbo encarnado, Jesucristo, mediador y plenitud de la Revelación. En cuanto Hijo Unigénito de Dios hecho hombre, Él es la Palabra perfecta y definitiva del Padre. Con la venida del Hijo y el don del Espíritu, la Revelación ya se ha cumplido plenamente, aunque la fe de la Iglesia deberá comprender gradualmente todo su alcance a lo largo de los siglos.
"Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar" (San Juan de la Cruz)
Aunque no pertenecen al depósito de la fe, las revelaciones privadas pueden ayudar a vivir la misma fe, si mantienen su íntima orientación a Cristo. El Magisterio de la Iglesia, al que corresponde el discernimiento de tales revelaciones, no puede aceptar, por tanto, aquellas "revelaciones" que pretendan superar o corregir la Revelación definitiva, que es Cristo.
Dios "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tm 2, 4), es decir, de Jesucristo. Es preciso, pues, que Cristo sea anunciado a todos los hombres, según su propio mandato: "Id y haced discípulos de todos los pueblos" (Mt 28, 19). Esto se lleva a cabo mediante la Tradición Apostólica.
La Tradición Apostólica es la transmisión del mensaje de Cristo llevada a cabo, desde los comienzos del cristianismo, por la predicación, el testimonio, las instituciones, el culto y los escritos inspirados. Los Apóstoles transmitieron a sus sucesores, los obispos y, a través de éstos, a todas las generaciones hasta el fin de los tiempos todo lo que habían recibido de Cristo y aprendido del Espíritu Santo.
La Tradición Apostólica se realiza de dos modos: con la transmisión viva de la Palabra de Dios (también llamada simplemente Tradición) y con la Sagrada Escritura, que es el mismo anuncio de la salvación puesto por escrito.
La Tradición y la Sagrada Escritura están íntimamente unidas y compenetradas entre sí. En efecto, ambas hacen presente y fecundo en la Iglesia el Misterio de Cristo, y surgen de la misma fuente divina: constituyen un solo sagrado depósito de la fe, del cual la Iglesia saca su propia certeza sobre todas las cosas reveladas.
El depósito de la fe ha sido confiado por los Apóstoles a toda la Iglesia. Todo el Pueblo de Dios, con el sentido sobrenatural de la fe, sostenido por el Espíritu Santo y guiado por el Magisterio de la Iglesia, acoge la Revelación divina, la comprende cada vez mejor, y la aplica a la vida.
La interpretación auténtica del depósito de la fe corresponde sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, es decir, al Sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, y a los obispos en comunión con él. Al Magisterio, el cual, en el servicio de la Palabra de Dios, goza del carisma cierto de la verdad, compete también definir los dogmas, que son formulaciones de las verdades contenidas en la divina Revelación; dicha autoridad se extiende también a las verdades necesariamente relacionadas con la Revelación.
Escritura, Tradición y Magisterio están tan estrechamente unidos entre sí, que ninguno de ellos existe sin los otros. Juntos, bajo la acción del Espíritu Santo, contribuyen eficazmente, cada uno a su modo, a la salvación de los hombres.
Decimos que la Sagrada Escritura enseña la verdad porque Dios mismo es su autor: por eso afirmamos que está inspirada y enseña sin error las verdades necesarias para nuestra salvación. El Espíritu Santo ha inspirado, en efecto, a los autores humanos de la Sagrada Escritura, los cuales han escrito lo que el Espíritu ha querido enseñarnos. La fe cristiana, sin embargo, no es una "religión del libro", sino de la Palabra de Dios, que no es "una palabra escrita y muda, sino el Verbo encarnado y vivo" (San Bernardo de Claraval).
La Sagrada Escritura debe ser leída e interpretada con la ayuda del Espíritu Santo y bajo la guía del Magisterio de la Iglesia, según tres criterios: 1) atención al contenido y a la unidad de toda la Escritura; 2) lectura de la Escritura en la Tradición viva de la Iglesia; 3) respeto de la analogía de la fe, es decir, de la cohesión entre las verdades de la fe.
El canon de las Escrituras es el elenco completo de todos los escritos que la Tradición Apostólica ha hecho discernir a la Iglesia como sagrados. Tal canon comprende cuarenta y seis escritos del Antiguo Testamento y veintisiete del Nuevo.
Los cristianos veneran el Antiguo Testamento como verdadera Palabra de Dios: todos sus libros están divinamente inspirados y conservan un valor permanente, dan testimonio de la pedagogía divina del amor salvífico de Dios, y han sido escritos sobre todo para preparar la venida de Cristo Salvador del mundo.
El Nuevo Testamento, cuyo centro es Jesucristo, nos transmite la verdad definitiva de la Revelación divina. En él, los cuatro Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, siendo el principal testimonio de la vida y doctrina de Jesús, constituyen el corazón de todas las Escrituras y ocupan un puesto único en la Iglesia.
La Escritura es una porque es única la Palabra de Dios, único el proyecto salvífico de Dios y única la inspiración divina de ambos Testamentos. El Antiguo Testamento prepara el Nuevo, mientras que éste da cumplimiento al Antiguo: ambos se iluminan recíprocamente.
La Sagrada Escritura proporciona apoyo y vigor a la vida de la Iglesia. Para sus hijos, es firmeza de la fe, alimento y manantial de vida espiritual. Es el alma de la teología y de la predicación pastoral. Dice el Salmista: "lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero" (Sal 119, 105). Por esto la Iglesia exhorta a la lectura frecuente de la Sagrada Escritura, pues "desconocer la Escritura es desconocer a Cristo" (San Jerónimo).
El hombre, sostenido por la gracia divina, responde a la Revelación de Dios con la obediencia de la fe, que consiste en fiarse plenamente de Dios y acoger su Verdad, en cuanto garantizada por Él, que es la Verdad misma.
Son muchos los modelos de obediencia en la fe en la Sagrada Escritura, pero destacan dos particularmente: Abraham, que, sometido a prueba, "tuvo fe en Dios" (Rm 4, 3) y siempre obedeció a su llamada; por esto se convirtió en "padre de todos los creyentes" (Rm 4, 11.18). Y la Virgen María, quien ha realizado del modo más perfecto, durante toda su vida, la obediencia en la fe: "Fiat mihi secundum Verbum tuum - hágase en mi según tu palabra" (Lc 1, 38).
Creer en Dios significa para el hombre adherirse a Dios mismo, confiando plenamente en Él y dando pleno asentimiento a todas las verdades por Él reveladas, porque Dios es la Verdad. Significa creer en un solo Dios en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
La fe, don gratuito de Dios, accesible a cuantos la piden humildemente, es la virtud sobrenatural necesaria para salvarse. El acto de fe es un acto humano, es decir un acto de la inteligencia del hombre, el cual, bajo el impulso de la voluntad movida por Dios, asiente libremente a la verdad divina. Además, la fe es cierta porque se fundamenta sobre la Palabra de Dios; "actúa por medio de la caridad" (Ga 5,6); y está en continuo crecimiento, gracias, particularmente, a la escucha de la Palabra de Dios y a la oración. Ella nos hace pregustar desde ahora el gozo del cielo.
Aunque la fe supera a la razón, no puede nunca haber contradicción entre la fe y la ciencia, ya que ambas tienen su origen en Dios. Es Dios mismo quien da al hombre tanto la luz de la razón como la fe.
"Cree para comprender y comprende para creer" (San Agustín)
La fe es un acto personal en cuanto es respuesta libre del hombre a Dios que se revela. Pero, al mismo tiempo, es un acto eclesial, que se manifiesta en la expresión "creemos", porque, efectivamente, es la Iglesia quien cree, de tal modo que Ella, con la gracia del Espíritu Santo, precede, engendra y alimenta la fe de cada uno: por esto la Iglesia es Madre y Maestra.
"Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre"
(San Cipriano)
Las fórmulas de la fe son importantes porque nos permiten expresar, asimilar, celebrar y compartir con los demás las verdades de la fe, utilizando un lenguaje común.
La Iglesia, aunque formada por personas diversas por razón de lengua, cultura y ritos, profesa con voz unánime la única fe, recibida de un solo Señor y transmitida por la única Tradición Apostólica. Profesa un solo Dios -Padre, Hijo y Espíritu Santo- e indica un solo camino de salvación. Por tanto, creemos, con un solo corazón y una sola alma, todo aquello que se contiene en la Palabra de Dios escrita o transmitida y es propuesto por la Iglesia para ser creído como divinamente revelado.
Símbolo de los Apóstoles
Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, Que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos. Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén.
Credo Niceno-Constantinopolitano
Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible. Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin. Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas. Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén.
Symbolum Apostolicum
Credo in Deum, Patrem omnipoténtem, Creatórem caeli et terrae, et in Iesum Christum, Filium Eius únicum, Dóminum nostrum, qui conceptus est de Spiritu Sancto, natus ex María Virgine, passus sub Póntio Piláto, crucifixus, mórtuus, et sepúltus, descendit ad ínferos, tértia die resurréxit a mórtuis, ascéndit ad caelos, sedet ad déxteram Dei Patris omnipoténtis, inde ventúrus est iudicáre vivos et mórtuos. Et in Spíritum Sanctum, sanctam Ecclésiam cathólicam, sanctórum communiónem, remissiónem peccatórum, carnis resurrectiónem, vitam aetérnam. Amen.
Symbolum Nicaenum-Constantinopolitanum
Credo in unum Deum, Patrem omnipoténtem, Factórem caeli et terrae, visibílium ómnium et invisibílium. Et in unum Dóminum Iesum Christum, Filium Dei unigénitum et ex Patre natum ante ómnia saécula: Deum de Deo, Lumen de Lúmine, Deum verum de Deo vero, génitum, non factum, consubstantiálem Patri: per quem ómnia facta sunt; qui propter nos hómines et propter nostram salútem, descéndit de caelis, et incarnátus est de Spíritu Sancto ex María Virgine et homo factus est, crucifixus etiam pro nobis sub Póntio Piláto, passus et sepúltus est, et resurréxit tértia die secúndum Scriptúras, et ascendit in coelum, sedet ad déxteram Patris, et íterum ventúrus est cum glória, iudicáre vivos et mórtuos, cuius regni non erit finis. Credo in Spíritum Sanctum, Dóminum et vivificántem, qui ex Patre Filióque procédit, qui cum Patre et Fílio simul adorátur et conglorificátur, qui locútus est per Prophétas. Et unam sanctam cathólicam et apostólicam Ecclésiam. Confíteor unum Baptísma in remissiónem peccatórum. Et exspécto resurrectiónem mortuórum, et vitam ventúri saéculi. Amen.
Los símbolos de la fe, también llamados "profesiones de fe" o "Credos", son fórmulas articuladas con las que la Iglesia, desde sus orígenes, ha expresado sintéticamente la propia fe, y la ha transmitido con un lenguaje común y normativo para todos los fieles.
Los símbolos de la fe más antiguos son los bautismales. Puesto que el Bautismo se administra "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19), las verdades de fe allí profesadas son articuladas según su referencia a las tres Personas de la Santísima Trinidad.
Los símbolos de la fe más importantes son: el Símbolo de los Apóstoles, que es el antiguo símbolo bautismal de la Iglesia de Roma, y el Símbolo niceno-constantinopolitano, que es fruto de los dos primeros Concilios Ecuménicos de Nicea (325) y de Constantinopla (381), y que sigue siendo aún hoy el símbolo común a todas las grandes Iglesias de Oriente y Occidente.
La profesión de fe comienza con la afirmación "Creo en Dios" porque es la más importante: la fuente de todas las demás verdades sobre el hombre y sobre el mundo y de toda la vida del que cree en Dios.
Profesamos un solo Dios porque Él se ha revelado al pueblo de Israel como el Único, cuando dice: "escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el Único Señor" (Dt 6, 4), "no existe ningún otro" (Is 45, 22). Jesús mismo lo ha confirmado: Dios "es el único Señor" (Mc 12, 29). Profesar que Jesús y el Espíritu Santo son también Dios y Señor no introduce división alguna en el Dios Único.
Dios se revela a Moisés como el Dios vivo: "Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob" (Ex 3, 6). Al mismo Moisés Dios le revela su Nombre misterioso: "Yo soy el que soy (YHWH)" (Ex 3, 14). El nombre inefable de Dios, ya en los tiempos del Antiguo Testamento, fue sustituido por la palabra Señor. De este modo en el Nuevo Testamento, Jesús, llamado el Señor, aparece como verdadero Dios.
Mientras las criaturas han recibido de Él todo su ser y su poseer, sólo Dios es en sí mismo la plenitud del ser y de toda perfección. Él es "el que es", sin origen y sin fin. Jesús revela que también Él lleva el Nombre divino, "Yo soy" (Jn 8, 28).
Al revelar su Nombre, Dios da a conocer las riquezas contenidas en su misterio inefable: sólo Él es, desde siempre y por siempre, el que transciende el mundo y la historia. Él es quien ha hecho cielo y tierra. Él es el Dios fiel, siempre cercano a su pueblo para salvarlo. Él es el Santo por excelencia, "rico en misericordia" (Ef 2, 4), siempre dispuesto al perdón. Dios es el Ser espiritual, trascendente, omnipotente, eterno, personal y perfecto. Él es la verdad y el amor.
"Dios es el ser infinitamente perfecto que es la Santísima Trinidad" (Santo Toribio de Mogrovejo)
Dios es la Verdad misma y como tal ni se engaña ni puede engañar. "Dios es luz, en Él no hay tiniebla alguna" (1Jn 1, 5). El Hijo eterno de Dios, sabiduría encarnada, ha sido enviado al mundo "para dar testimonio de la Verdad" (Jn 18, 37).
Dios se revela a Israel como Aquel que tiene un amor más fuerte que el de un padre o una madre por sus hijos o el de un esposo por su esposa. Dios en sí mismo "es amor" (1Jn 4, 8.16), que se da completa y gratuitamente; que "tanto amó al mundo que dio a su Hijo único para que el mundo se salve por él" (Jn 3, 16-17). Al mandar a su Hijo y al Espíritu Santo, Dios revela que Él mismo es eterna comunicación de amor.
Creer en Dios, el Único, comporta: conocer su grandeza y majestad; vivir en acción de gracias; confiar siempre en Él, incluso en la adversidad; reconocer la unidad y la verdadera dignidad de todos los hombres, creados a imagen de Dios; usar rectamente de las cosas creadas por Él.
El misterio central de la fe y de la vida cristiana es el misterio de la Santísima Trinidad. Los cristianos son bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Dios ha dejado huellas de su ser trinitario en la creación y en el Antiguo Testamento, pero la intimidad de su ser como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón humana e incluso a la fe de Israel, antes de la Encarnación del Hijo de Dios y del envío del Espíritu Santo. Este misterio ha sido revelado por Jesucristo, y es la fuente de todos los demás misterios.
Jesucristo nos revela que Dios es "Padre", no sólo en cuanto es Creador del universo y del hombre sino, sobre todo, porque engendra eternamente en su seno al Hijo, que es su Verbo, "resplandor de su gloria e impronta de su sustancia" (Hb 1, 3).
El Espíritu Santo es la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Es Dios, uno e igual al Padre y al Hijo; "procede del Padre" (Jn 15, 26), que es principio sin principio y origen de toda la vida trinitaria. Y procede también del Hijo (Filioque), por el don eterno que el Padre hace al Hijo. El Espíritu Santo, enviado por el Padre y por el Hijo encarnado, guía a la Iglesia hasta el conocimiento de la "verdad plena" (Jn 16, 13).
La Iglesia expresa su fe trinitaria confesando un solo Dios en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Las tres divinas Personas son un solo Dios porque cada una de ellas es idéntica a la plenitud de la única e indivisible naturaleza divina. Las tres son realmente distintas entre sí, por sus relaciones recíprocas: el Padre engendra al Hijo, el Hijo es engendrado por el Padre, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.
Inseparables en su única sustancia, las divinas Personas son también inseparables en su obrar: la Trinidad tiene una sola y misma operación. Pero en el único obrar divino, cada Persona se hace presente según el modo que le es propio en la Trinidad.
"Dios mío, Trinidad a quien adoro... pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora" (Beata Isabel de la Trinidad)
Dios se ha revelado como "el Fuerte, el Valeroso" (Sal 24, 8), aquel para quien "nada es imposible" (Lc 1, 37). Su omnipotencia es universal, misteriosa y se manifiesta en la creación del mundo de la nada y del hombre por amor, pero sobre todo en la Encarnación y en la Resurrección de su Hijo, en el don de la adopción filial y en el perdón de los pecados. Por esto la Iglesia en su oración se dirige a "Dios todopoderoso y eterno" ("Omnipotens sempiterne Deus...").
Es importante afirmar que en el principio Dios creó el cielo y la tierra porque la creación es el fundamento de todos los designios salvíficos de Dios; manifiesta su amor omnipotente y lleno de sabiduría; es el primer paso hacia la Alianza del Dios único con su pueblo; es el comienzo de la historia de la salvación, que culmina en Cristo; es la primera respuesta a los interrogantes fundamentales sobre nuestro origen y nuestro fin.
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son el principio único e indivisible del mundo, aunque la obra de la Creación se atribuye especialmente a Dios Padre.
El mundo ha sido creado para gloria de Dios, el cual ha querido manifestar y comunicar su bondad, verdad y belleza. El fin último de la Creación es que Dios, en Cristo, pueda ser "todo en todos" (1Co 15, 28), para gloria suya y para nuestra felicidad.
"Porque la gloria de Dios es que el hombre viva, y la vida del hombre es la visión de Dios" (San Ireneo de Lyon)
Dios ha creado el universo libremente con sabiduría y amor. El mundo no es el fruto de una necesidad, de un destino ciego o del azar. Dios crea "de la nada" (-ex nihilo-: 2M 7, 28) un mundo ordenado y bueno, que Él transciende de modo infinito. Dios conserva en el ser el mundo que ha creado y lo sostiene, dándole la capacidad de actuar y llevándolo a su realización, por medio de su Hijo y del Espíritu Santo.
La divina Providencia consiste en las disposiciones con las que Dios conduce a sus criaturas a la perfección última, a la que Él mismo las ha llamado. Dios es el autor soberano de su designio. Pero para realizarlo se sirve también de la cooperación de sus criaturas, otorgando al mismo tiempo a éstas la dignidad de obrar por sí mismas, de ser causa unas de otras.
Dios otorga y pide al hombre, respetando su libertad, que colabore con la Providencia mediante sus acciones, sus oraciones, pero también con sus sufrimientos, suscitando en el hombre "el querer y el obrar según sus misericordiosos designios" (Flp 2, 13).
Al interrogante, tan doloroso como misterioso, sobre la existencia del mal solamente se puede dar respuesta desde el conjunto de la fe cristiana. Dios no es, en modo alguno, ni directa ni indirectamente, la causa del mal. Él ilumina el misterio del mal en su Hijo Jesucristo, que ha muerto y ha resucitado para vencer el gran mal moral, que es el pecado de los hombres y que es la raíz de los restantes males.
La fe nos da la certeza de que Dios no permitiría el mal si no hiciera salir el bien del mal mismo. Esto Dios lo ha realizado ya admirablemente con ocasión de la muerte y resurrección de Cristo: en efecto, del mayor mal moral, la muerte de su Hijo, Dios ha sacado el mayor de los bienes, la glorificación de Cristo y nuestra redención.
La Sagrada Escritura dice: "en el principio creó Dios el cielo y la tierra" (Gn 1, 1). La Iglesia, en su profesión de fe, proclama que Dios es el creador de todas las cosas visibles e invisibles: de todos los seres espirituales y materiales, esto es, de los ángeles y del mundo visible y, en particular, del hombre.
Los ángeles son criaturas puramente espirituales, incorpóreas, invisibles e inmortales; son seres personales dotados de inteligencia y voluntad. Los ángeles, contemplando cara a cara incesantemente a Dios, lo glorifican, lo sirven y son sus mensajeros en el cumplimiento de la misión de salvación para todos los hombres.
La Iglesia se une a los ángeles para adorar a Dios, invoca la asistencia de los ángeles y celebra litúrgicamente la memoria de algunos de ellos.
"Cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducirlo a la vida" (San Basilio Magno)
A través del relato de los "seis días" de la Creación, la Sagrada Escritura nos da a conocer el valor de todo lo creado y su finalidad de alabanza a Dios y de servicio al hombre. Todas las cosas deben su propia existencia a Dios, de quien reciben la propia bondad y perfección, sus leyes y lugar en el universo.
El hombre es la cumbre de la Creación visible, pues ha sido creado a imagen y semejanza de Dios.
Entre todas las criaturas existe una interdependencia y jerarquía, queridas por Dios. Al mismo tiempo, entre las criaturas existe una unidad y solidaridad, porque todas ellas tienen el mismo Creador, son por Él amadas y están ordenadas a su gloria. Respetar las leyes inscritas en la creación y las relaciones que dimanan de la naturaleza de las cosas es, por lo tanto, un principio de sabiduría y un fundamento de la moral.
La obra de la Creación culmina en la obra aún más grande de la Redención. Con ésta, de hecho, se inicia la nueva Creación, en la cual todo hallará de nuevo su pleno sentido y cumplimiento.
El hombre ha sido creado a imagen de Dios, en el sentido de que es capaz de conocer y amar libremente a su propio Creador. Es la única criatura sobre la tierra a la que Dios ama por sí misma, y a la que llama a compartir su vida divina, en el conocimiento y en el amor. El hombre, en cuanto creado a imagen de Dios, tiene la dignidad de persona: no es solamente algo, sino alguien capaz de conocerse, de darse libremente y de entrar en comunión con Dios y las otras personas.
Dios ha creado todo para el hombre, pero el hombre ha sido creado para conocer, servir y amar a Dios, para ofrecer en este mundo toda la Creación a Dios en acción de gracias, y para ser elevado a la vida con Dios en el cielo. Solamente en el misterio del Verbo encarnado encuentra verdadera luz el misterio del hombre, predestinado a reproducir la imagen del Hijo de Dios hecho hombre, que es la perfecta "imagen de Dios invisible" (Col 1, 15).
Todos los hombres forman la unidad del género humano por el origen común que les viene de Dios. Además Dios ha creado "de un solo principio, todo el linaje humano" (Hch 17, 26). Finalmente, todos tienen un único Salvador y todos están llamados a compartir la eterna felicidad de Dios.
La persona humana es, al mismo tiempo, un ser corporal y espiritual. En el hombre el espíritu y la materia forman una única naturaleza. Esta unidad es tan profunda que, gracias al principio espiritual, que es el alma, el cuerpo, que es material, se hace humano y viviente, y participa de la dignidad de la imagen de Dios.
El alma espiritual no viene de los progenitores, sino que es creada directamente por Dios, y es inmortal. Al separarse del cuerpo en el momento de la muerte, no perece; se unirá de nuevo al cuerpo en el momento de la resurrección final.
El hombre y la mujer han sido creados por Dios con igual dignidad en cuanto personas humanas y, al mismo tiempo, con una recíproca complementariedad en cuanto varón y mujer. Dios los ha querido el uno para el otro, para una comunión de personas. Juntos están también llamados a transmitir la vida humana, formando en el matrimonio "una sola carne" (Gn 2, 24), y a dominar la tierra como "administradores" de Dios.
Al crear al hombre y a la mujer, Dios les había dado una especial participación de la vida divina, en un estado de santidad y justicia. En este proyecto de Dios, el hombre no habría debido sufrir ni morir. Igualmente reinaba en el hombre una armonía perfecta consigo mismo, con el Creador, entre hombre y mujer, así como entre la primera pareja humana y toda la Creación.
En la historia del hombre está presente el pecado. Esta realidad se esclarece plenamente sólo a la luz de la divina Revelación y, sobre todo, a la luz de Cristo, el Salvador de todos, que ha hecho que la gracia sobreabunde allí donde había abundado el pecado.
Con la expresión "la caída de los ángeles" se indica que Satanás y los otros demonios, de los que hablan la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia, eran inicialmente ángeles creados buenos por Dios, que se transformaron en malvados porque rechazaron a Dios y a su Reino, mediante una libre e irrevocable elección, dando así origen al infierno. Los demonios intentan asociar al hombre a su rebelión contra Dios, pero Dios afirma en Cristo su segura victoria sobre el Maligno.
El hombre, tentado por el diablo, dejó apagarse en su corazón la confianza hacia su Creador y, desobedeciéndole, quiso "ser como Dios" (Gn 3, 5), sin Dios, y no según Dios. Así Adán y Eva perdieron inmediatamente, para sí y para todos sus descendientes, la gracia de la santidad y de la justicia originales.
El pecado original, en el que todos los hombres nacen, es el estado de privación de la santidad y de la justicia originales. Es un pecado "contraído" no "cometido" por nosotros; es una condición de nacimiento y no un acto personal. A causa de la unidad de origen de todos los hombres, el pecado original se transmite a los descendientes de Adán con la misma naturaleza humana, "no por imitación sino por propagación". Esta transmisión es un misterio que no podemos comprender plenamente.
Como consecuencia del pecado original, la naturaleza humana, aun sin estar totalmente corrompida, se halla herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al poder de la muerte, e inclinada al pecado. Esta inclinación al mal se llama concupiscencia.
Después del primer pecado, el mundo ha sido inundado de pecados, pero Dios no ha abandonado al hombre al poder de la muerte, antes al contrario, le predijo de modo misterioso -en el "Protoevangelio" (Gn 3, 15)- que el mal sería vencido y el hombre levantado de la caída. Se trata del primer anuncio del Mesías Redentor. Por ello, la caída será incluso llamada feliz culpa, porque "ha merecido tal y tan grande Redentor" (Liturgia de la Vigilia pascual).
La Buena Noticia es el anuncio de Jesucristo, "el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16), muerto y resucitado. En tiempos del rey Herodes y del emperador César Augusto, Dios cumplió las promesas hechas a Abraham y a su descendencia, enviando "a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4, 4-5).
Desde el primer momento, los discípulos desearon ardientemente anunciar a Cristo, a fin de llevar a todos los hombres a la fe en Él. También hoy, el deseo de evangelizar y catequizar, es decir, de revelar en la persona de Cristo todo el designio de Dios, y de poner a la humanidad en comunión con Jesús, nace de este conocimiento amoroso de Cristo.
El nombre de Jesús, dado por el ángel en el momento de la Anunciación, significa "Dios salva". Expresa, a la vez, su identidad y su misión, "porque él salvará al pueblo de sus pecados" (Mt 1, 21). Pedro afirma que "bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos" (Hch 4, 12).
"Cristo", en griego, y "Mesías", en hebreo, significan "ungido". Jesús es el Cristo porque ha sido consagrado por Dios, ungido por el Espíritu Santo para la misión redentora. Él es el Mesías esperado por Israel y enviado al mundo por el Padre. Jesús ha aceptado el título de Mesías, precisando, sin embargo, su sentido: "bajado del cielo" (Jn 3, 13), crucificado y después resucitado, Él es el siervo sufriente "que da su vida en rescate por muchos" (Mt 20, 28). Del nombre de Cristo nos viene el nombre de cristianos.
Jesús es el Hijo unigénito de Dios en un sentido único y perfecto. En el momento del Bautismo y de la Transfiguración, la voz del Padre señala a Jesús como su "Hijo predilecto". Al presentarse a sí mismo como el Hijo, que "conoce al Padre" (Mt 11, 27), Jesús afirma su relación única y eterna con Dios su Padre. Él es "el Hijo unigénito de Dios" (1Jn 4, 9), la segunda Persona de la Trinidad. Es el centro de la predicación apostólica: los Apóstoles han visto su gloria, "que recibe del Padre como Hijo único" (Jn 1, 14).
En la Biblia, el título de "Señor" designa ordinariamente al Dios soberano. Jesús se lo atribuye a sí mismo, y revela su soberanía divina mediante su poder sobre la naturaleza, sobre los demonios, sobre el pecado y sobre la muerte, y sobre todo con su Resurrección. Las primeras confesiones de fe cristiana proclaman que el poder, el honor y la gloria que se deben a Dios Padre se le deben también a Jesús: Dios "le ha dado el nombre sobre todo nombre" (Flp 2, 9). Él es el Señor del mundo y de la historia, el único a quien el hombre debe someter de modo absoluto su propia libertad personal.
El Hijo de Dios se encarnó en el seno de la Virgen María, por obra del Espíritu Santo, por nosotros los hombres y por nuestra salvación: es decir, para reconciliarnos a nosotros pecadores con Dios, darnos a conocer su amor infinito, ser nuestro modelo de santidad y hacernos "partícipes de la naturaleza divina" (2P 1, 4).
La Iglesia llama "Encarnación" al misterio de la unión admirable de la naturaleza divina y la naturaleza humana de Jesús en la única Persona divina del Verbo. Para llevar a cabo nuestra salvación, el Hijo de Dios se ha hecho "carne" (Jn 1, 14), haciéndose verdaderamente hombre. La fe en la Encarnación es signo distintivo de la fe cristiana.
En la unidad de su Persona divina, Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, de manera indivisible. Él, Hijo de Dios, "engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre", se ha hecho verdaderamente hombre, hermano nuestro, sin dejar con ello de ser Dios, nuestro Señor.
El Concilio de Calcedonia enseña que "hay que confesar a un solo y mismo Hijo, Nuestro Señor Jesucristo: perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre, compuesto de alma racional y de cuerpo; consubstancial con el Padre según la divinidad, y consubstancial con nosotros según la humanidad; "en todo semejante a nosotros, menos en el pecado" (Hb 4, 15); nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad y, por nosotros y nuestra salvación, nacido en estos últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad".
La Iglesia expresa el misterio de la Encarnación afirmando que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre; con dos naturalezas, la divina y la humana, no confundidas, sino unidas en la Persona del Verbo. Por tanto, todo en la humanidad de Jesús -milagros, sufrimientos y la misma muerte- debe ser atribuido a su Persona divina, que obra a través de la naturaleza humana que ha asumido.
"¡Oh Hijo Unigénito y Verbo de Dios! Tú que eres inmortal, te dignaste, para salvarnos, tomar carne de la santa Madre de Dios y siempre Virgen María (...) Tú, Uno de la Santísima Trinidad, glorificado con el Padre y el Espíritu Santo, ¡sálvanos!" (Liturgia bizantina de san Juan Crisóstomo).
El Hijo de Dios asumió un cuerpo dotado de un alma racional humana. Con su inteligencia humana Jesús aprendió muchas cosas mediante la experiencia. Pero, también como hombre, el Hijo de Dios tenía un conocimiento íntimo e inmediato de Dios su Padre. Penetraba asimismo los pensamientos secretos de los hombres y conocía plenamente los designios eternos que Él había venido a revelar.
Jesús tenía una voluntad divina y una voluntad humana. En su vida terrena, el Hijo de Dios ha querido humanamente lo que Él ha decidido divinamente junto con el Padre y el Espíritu Santo para nuestra salvación. La voluntad humana de Cristo sigue, sin oposición o resistencia, su voluntad divina, y está subordinada a ella.
Cristo asumió un verdadero cuerpo humano, mediante el cual Dios invisible se hizo visible. Por esta razón, Cristo puede ser representado y venerado en las sagradas imágenes.
Cristo nos ha conocido y amado con un corazón humano. Su Corazón traspasado por nuestra salvación es el símbolo del amor infinito que Él tiene al Padre y a cada uno de los hombres.
Que Jesús fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo significa que la Virgen María concibió al Hijo eterno en su seno por obra del Espíritu Santo y sin la colaboración de varón: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti" (Lc 1, 35), le dijo el ángel en la Anunciación.
María es verdaderamente Madre de Dios porque es la madre de Jesús (Jn 2, 1; Jn 19, 25). En efecto, aquél que fue concebido por obra del Espíritu Santo y fue verdaderamente Hijo suyo, es el Hijo eterno de Dios Padre. Es Dios mismo.
Dios eligió gratuitamente a María desde toda la eternidad para que fuese la Madre de su Hijo; para cumplir esta misión fue concebida inmaculada. Esto significa que, por la gracia de Dios y en previsión de los méritos de Jesucristo, María fue preservada del pecado original desde el primer instante de su concepción.
Por la gracia de Dios, María permaneció inmune de todo pecado personal durante toda su existencia. Ella es la "llena de gracia" (Lc 1, 28), la "toda Santa". Y cuando el ángel le anuncia que va a dar a luz "al Hijo del Altísimo" (Lc 1, 32), ella da libremente su consentimiento "por obediencia de la fe" (Rm 1, 5). María se ofrece totalmente a la Persona y a la obra de Jesús, su Hijo, abrazando con toda su alma la voluntad divina de salvación.
La concepción virginal de Jesús significa que éste fue concebido en el seno de la Virgen María sólo por el poder del Espíritu Santo, sin concurso de varón. Él es Hijo del Padre celestial según la naturaleza divina, e Hijo de María según la naturaleza humana, pero es propiamente Hijo de Dios según las dos naturalezas, al haber en Él una sola Persona, la divina.
María es siempre virgen en el sentido de que ella "fue Virgen al concebir a su Hijo, Virgen al parir, Virgen durante el embarazo, Virgen después del parto, Virgen siempre" (San Agustín). Por tanto, cuando los Evangelios hablan de "hermanos y hermanas de Jesús", se refieren a parientes próximos de Jesús, según una expresión empleada en la Sagrada Escritura.
María tuvo un único Hijo, Jesús, pero en Él su maternidad espiritual se extiende a todos los hombres, que Jesús vino a salvar. Obediente junto a Jesucristo, el nuevo Adán, la Virgen es la nueva Eva, la verdadera madre de los vivientes, que coopera con amor de madre al nacimiento y a la formación de todos en el orden de la gracia. Virgen y Madre, María es la figura de la Iglesia, su más perfecta realización.
Toda la vida de Cristo es acontecimiento de revelación: lo que es visible en la vida terrena de Jesús conduce a su Misterio invisible, sobre todo al Misterio de su filiación divina: "quien me ve a mí ve al Padre" (Jn 14, 9). Asimismo, aunque la salvación nos viene plenamente con la Cruz y la Resurrección, la vida entera de Cristo es misterio de salvación, porque todo lo que Jesús ha hecho, dicho y sufrido tenía como fin salvar al hombre caído y restablecerlo en su vocación de hijo de Dios.
Ante todo hay una larga esperanza de muchos siglos, que revivimos en la celebración litúrgica del tiempo de Adviento. Además de la oscura espera que ha puesto en el corazón de los paganos, Dios ha preparado la venida de su Hijo mediante la Antigua Alianza, hasta Juan el Bautista, que es el último y el mayor de los Profetas.
En el Nacimiento de Jesús, la gloria del cielo se manifiesta en la debilidad de un niño; la circuncisión es signo de su pertenencia al pueblo hebreo y prefiguración de nuestro Bautismo; la Epifanía es la manifestación del Rey-Mesías de Israel a todos los pueblos; durante la presentación en el Templo, en Simeón y Ana se concentra toda la expectación de Israel, que viene al encuentro de su Salvador; la huida a Egipto y la matanza de los inocentes anuncian que toda la vida de Cristo estará bajo el signo de la persecución; su retorno de Egipto recuerda el Éxodo y presenta a Jesús como el nuevo Moisés: Él es el verdadero y definitivo liberador.
Durante la vida oculta en Nazaret, Jesús permanece en el silencio de una existencia ordinaria. Nos permite así entrar en comunión con Él en la santidad de la vida cotidiana, hecha de oración, sencillez, trabajo y amor familiar. La sumisión a María y a José, su padre legal, es imagen de la obediencia filial de Jesús al Padre. María y José, con su fe, acogen el misterio de Jesús, aunque no siempre lo comprendan.
Jesús recibe de Juan el Bautismo de conversión para inaugurar su vida pública y anticipar el "Bautismo" de su Muerte; y aunque no había en Él pecado alguno, Jesús, "el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29), acepta ser contado entre los pecadores. El Padre lo proclama su "Hijo predilecto" (Mt 3, 17), y el Espíritu viene a posarse sobre Él. El Bautismo de Jesús es la prefiguración de nuestro bautismo.
Las tentaciones de Jesús en el desierto recapitulan la de Adán en el paraíso y las de Israel en el desierto. Satanás tienta a Jesús en su obediencia a la misión que el Padre le ha confiado. Cristo, nuevo Adán, resiste, y su victoria anuncia la de su Pasión, en la que su amor filial dará suprema prueba de obediencia. La Iglesia se une particularmente a este Misterio en el tiempo litúrgico de la Cuaresma.
Jesús invita a todos los hombres a entrar en el Reino de Dios; aún el peor de los pecadores es llamado a convertirse y aceptar la infinita misericordia del Padre. El Reino pertenece, ya aquí en la tierra, a quienes lo acogen con corazón humilde. A ellos les son revelados los misterios del Reino de Dios.
Jesús acompaña su palabra con signos y milagros para atestiguar que el Reino está presente en Él, el Mesías. Si bien cura a algunas personas, Él no ha venido para abolir todos los males de esta tierra, sino ante todo para liberarnos de la esclavitud del pecado. La expulsión de los demonios anuncia que su Cruz se alzará victoriosa sobre "el príncipe de este mundo" (Jn 12, 31).
Jesús elige a los Doce, futuros testigos de su Resurrección, y los hace partícipes de su misión y de su autoridad para enseñar, absolver los pecados, edificar y gobernar la Iglesia. En este colegio, Pedro recibe "las llaves del Reino" (Mt 16, 19) y ocupa el primer puesto, con la misión de custodiar la fe en su integridad y de confirmar en ella a sus hermanos.
En la Transfiguración de Jesús aparece ante todo la Trinidad: "el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa" (Santo Tomás de Aquino). Al evocar, junto a Moisés y Elías, su "partida" (Lc 9, 31), Jesús muestra que su gloria pasa a través de la cruz, y otorga un anticipo de su resurrección y de su gloriosa venida, "que transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3, 21).
"En el monte te transfiguraste, Cristo Dios, y tus discípulos contemplaron tu gloria, en cuanto podían comprenderla. Así, cuando te viesen crucificado entenderían que padecías libremente y anunciarían al mundo que tú eres en verdad el resplandor del Padre" (Liturgia bizantina).
En el tiempo establecido, Jesús decide subir a Jerusalén para sufrir su Pasión, morir y resucitar. Como Rey-Mesías que manifiesta la venida del Reino, entra en la ciudad montado sobre un asno; y es acogido por los pequeños, cuya aclamación es recogida por el Sanctus de la Misa: "¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna! (¡sálvanos!)" (Mt 21, 9). Con la celebración de esta entrada en Jerusalén la liturgia de la Iglesia da inicio cada año a la Semana Santa.
El misterio pascual de Jesús, que comprende su Pasión, Muerte, Resurrección y Glorificación, está en el centro de la fe cristiana, porque el designio salvador de Dios se ha cumplido de una vez por todas con la muerte redentora de su Hijo, Jesucristo.
Algunos jefes de Israel acusaron a Jesús de actuar contra la Ley, contra el Templo de Jerusalén y, particularmente, contra la fe en el Dios único, porque se proclamaba Hijo de Dios. Por ello lo entregaron a Pilato para que lo condenase a muerte.
Jesús no abolió la Ley dada por Dios a Moisés en el Sinaí, sino que la perfeccionó, dándole su interpretación definitiva. Él es el Legislador divino que ejecuta íntegramente esta Ley. Aún más, es el siervo fiel que, con su muerte expiatoria, ofrece el único sacrificio capaz de redimir todas "las transgresiones cometidas por los hombres contra la Primera Alianza" (Hb 9, 15).
Jesús fue acusado de hostilidad hacia al Templo. Sin embargo, lo veneró como "la casa de su Padre" (Jn 2, 16), y allí impartió gran parte de sus enseñanzas. Pero también predijo la destrucción del Templo, en relación con su propia muerte, y se presentó a sí mismo como la morada definitiva de Dios en medio de los hombres.
Jesús nunca contradijo la fe en un Dios único, ni siquiera cuando cumplía la obra divina por excelencia, que realizaba las promesas mesiánicas y lo revelaba como igual a Dios: el perdón de los pecados. La exigencia de Jesús de creer en Él y convertirse permite entender la trágica incomprensión del Sanedrín, que juzgó que Jesús merecía la muerte como blasfemo.
La pasión y muerte de Jesús no pueden ser imputadas indistintamente al conjunto de los judíos que vivían entonces, ni a los restantes judíos venidos después. Todo pecador, o sea todo hombre, es realmente causa e instrumento de los sufrimientos del Redentor; y aún más gravemente son culpables aquellos que más frecuentemente caen en pecado y se deleitan en los vicios, sobre todo si son cristianos.
Al fin de reconciliar consigo a todos los hombres, destinados a la muerte a causa del pecado, Dios tomó la amorosa iniciativa de enviar a su Hijo para que se entregara a la muerte por los pecadores. Anunciada ya en el Antiguo Testamento, particularmente como sacrificio del Siervo doliente, la muerte de Jesús tuvo lugar según las Escrituras.
Toda la vida de Cristo es una oblación libre al Padre para dar cumplimiento a su designio de salvación. Él da "su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45), y así reconcilia a toda la humanidad con Dios. Su sufrimiento y su muerte manifiestan cómo su humanidad fue el instrumento libre y perfecto del Amor divino, que quiere la salvación de todos los hombres.
En la última Cena con los Apóstoles, la víspera de su Pasión, Jesús anticipa, es decir, significa y realiza anticipadamente la oblación libre de sí mismo: "Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros", "ésta es mi sangre que será derramada..." (Lc 22, 19-20). De este modo, Jesús instituye, al mismo tiempo, la Eucaristía como "memorial" (1Co 11, 25) de su sacrificio, y a sus Apóstoles como sacerdotes de la nueva Alianza.
En el huerto de Getsemaní, a pesar del horror que suponía la muerte para la humanidad absolutamente santa de Aquél que es "el autor de la vida" (Hch 3, 15), la voluntad humana del Hijo de Dios se adhiere a la voluntad del Padre; para salvarnos acepta soportar nuestros pecados en su cuerpo, "haciéndose obediente hasta la muerte" (Flp 2, 8).
Jesús ofreció libremente su vida en sacrificio expiatorio, es decir, ha reparado nuestras culpas con la plena obediencia de su amor hasta la muerte. Este amor hasta el extremo (cf. Jn 13, 1) del Hijo de Dios reconcilia a la humanidad entera con el Padre. El sacrificio pascual de Cristo rescata, por tanto, a los hombres de modo único, perfecto y definitivo, y les abre a la comunión con Dios.
Al llamar a sus discípulos a tomar su cruz y seguirle (cf. Mt 16, 24), Jesús quiere asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios.
Cristo sufrió una verdadera muerte, y verdaderamente fue sepultado. Pero la virtud divina preservó su cuerpo de la corrupción.
Los "infiernos" -distintos del "infierno" de la condenación- constituían el estado de todos aquellos, justos e injustos, que habían muerto antes de Cristo. Con el alma unida a su Persona divina, Jesús tomó en los infiernos a los justos que aguardaban a su Redentor para poder acceder finalmente a la visión de Dios. Después de haber vencido, mediante su propia muerte, a la muerte y al diablo "que tenía el poder de la muerte" (Hb 2, 14), Jesús liberó a los justos, que esperaban al Redentor, y les abrió las puertas del Cielo.
La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, y representa, con la Cruz, una parte esencial del Misterio pascual.
Además del signo esencial, que es el sepulcro vacío, la Resurrección de Jesús es atestiguada por las mujeres, las primeras que encontraron a Jesús resucitado y lo anunciaron a los Apóstoles. Jesús después "se apareció a Cefas (Pedro) y luego a los Doce, más tarde se apareció a más de quinientos hermanos a la vez" (1Co 15, 5-6), y aún a otros. Los Apóstoles no pudieron inventar la Resurrección, puesto que les parecía imposible: en efecto, Jesús les echó en cara su incredulidad.
La Resurrección de Cristo es un acontecimiento trascendente porque, además de ser un evento histórico, verificado y atestiguado mediante signos y testimonios, transciende y sobrepasa la historia como misterio de la fe, en cuanto implica la entrada de la humanidad de Cristo en la gloria de Dios. Por este motivo, Cristo resucitado no se manifestó al mundo, sino a sus discípulos, haciendo de ellos sus testigos ante el pueblo.
La Resurrección de Cristo no es un retorno a la vida terrena. Su cuerpo resucitado es el mismo que fue crucificado, y lleva las huellas de su pasión, pero ahora participa ya de la vida divina, con las propiedades de un cuerpo glorioso. Por esta razón Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer a sus discípulos donde quiere y bajo diversas apariencias.
La Resurrección de Cristo es una obra trascendente de Dios. Las tres Personas divinas actúan conjuntamente, según lo que es propio de cada una: el Padre manifiesta su poder, el Hijo "recobra la vida, porque la ha dado libremente" (Jn 10, 17), reuniendo su alma y su cuerpo, que el Espíritu Santo vivifica y glorifica.
La Resurrección de Cristo es la culminación de la Encarnación. Es una prueba de la divinidad de Cristo, confirma cuanto hizo y enseñó y realiza todas las promesas divinas en nuestro favor. Además, el Resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, es el principio de nuestra justificación y de nuestra resurrección: ya desde ahora nos procura la gracia de la adopción filial, que es real participación de su vida de Hijo unigénito; más tarde, al final de los tiempos, Él resucitará nuestro cuerpo.
Cuarenta días después de haberse mostrado a los Apóstoles bajo los rasgos de una humanidad ordinaria, que velaban su gloria de Resucitado, Cristo subió a los cielos y se sentó a la derecha del Padre. Desde entonces el Señor reina con su humanidad en la gloria eterna de Hijo de Dios, intercede incesantemente ante el Padre en favor nuestro, nos envía su Espíritu y nos da la esperanza de llegar un día junto a Él, al lugar que nos tiene preparado.
Como Señor del cosmos y de la historia, Cabeza de su Iglesia, Cristo glorificado permanece misteriosamente en la tierra, donde su Reino está ya presente, como germen y comienzo, en la Iglesia. Un día volverá en gloria, pero no sabemos el momento. Por esto, vivimos vigilantes, pidiendo: "¡Ven, Señor Jesús!" (Ap 22, 20).
Después del último estremecimiento cósmico de este mundo que pasa, la venida gloriosa de Cristo acontecerá con el triunfo definitivo de Dios en la Parusía y con el Juicio final. Así se consumará el Reino de Dios.
Cristo juzgará a los vivos y a los muertos con el poder que ha obtenido como Redentor del mundo, venido para salvar a los hombres. Los secretos de los corazones serán desvelados, así como la conducta de cada uno con Dios y el prójimo. Todo hombre será colmado de vida o condenado para la eternidad, según sus obras. Así se realizará "la plenitud de Cristo" (Ef 4, 13), en la que "Dios será todo en todos" (1Co 15, 28).
Creer en el Espíritu Santo es profesar la fe en la tercera Persona de la Santísima Trinidad, que procede del Padre y del Hijo y "que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria". El Espíritu Santo "ha sido enviado a nuestros corazones" (Ga 4, 6), a fin de que recibamos la nueva vida de hijos de Dios.
La misión del Hijo y la del Espíritu son inseparables porque en la Trinidad indivisible, el Hijo y el Espíritu son distintos, pero inseparables. En efecto, desde el principio hasta el fin de los tiempos, cuando Dios envía a su Hijo, envía también su Espíritu, que nos une a Cristo en la fe, a fin de que podamos, como hijos adoptivos, llamar a Dios "Padre" (Rm 8, 15). El Espíritu es invisible, pero lo conocemos por medio de su acción, cuando nos revela el Verbo y cuando obra en la Iglesia.
"Espíritu Santo" es el nombre propio de la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Jesús lo llama también Espíritu Paráclito (Consolador, Abogado) y Espíritu de Verdad. El Nuevo Testamento lo llama Espíritu de Cristo, del Señor, de Dios, Espíritu de la gloria y de la promesa.
Son numerosos los símbolos con los que se representa al Espíritu Santo: el agua viva, que brota del corazón traspasado de Cristo y sacia la sed de los bautizados; la unción con el óleo, que es signo sacramental de la Confirmación; el fuego, que transforma cuanto toca; la nube oscura y luminosa, en la que se revela la gloria divina; la imposición de manos, por la cual se nos da el Espíritu; y la paloma, que baja sobre Cristo en su bautismo y permanece en Él.
Con el término "Profetas" se entiende a cuantos fueron inspirados por el Espíritu Santo para hablar en nombre de Dios. La obra reveladora del Espíritu en las profecías del Antiguo Testamento halla su cumplimiento en la revelación plena del misterio de Cristo en el Nuevo Testamento.
El Espíritu colma con sus dones a Juan el Bautista, el último profeta del Antiguo Testamento, quien, bajo la acción del Espíritu, es enviado para que "prepare al Señor un pueblo bien dispuesto" (Lc 1, 17) y anunciar la venida de Cristo, Hijo de Dios: aquel sobre el que ha visto descender y permanecer el Espíritu, "aquel que bautiza en el Espíritu" (Jn 1, 33).
El Espíritu Santo culmina en María las expectativas y la preparación del Antiguo Testamento para la venida de Cristo. De manera única la llena de gracia y hace fecunda su virginidad, para dar a luz al Hijo de Dios encarnado. Hace de Ella la Madre del "Cristo total", es decir, de Jesús Cabeza y de la Iglesia su cuerpo. María está presente entre los Doce el día de Pentecostés, cuando el Espíritu inaugura los "últimos tiempos" con la manifestación de la Iglesia.
Desde el primer instante de la Encarnación, el Hijo de Dios, por la unción del Espíritu Santo, es consagrado Mesías en su humanidad. Jesucristo revela al Espíritu con su enseñanza, cumpliendo la promesa hecha a los Padres, y lo comunica a la Iglesia naciente, exhalando su aliento sobre los Apóstoles después de su Resurrección.
En Pentecostés, cincuenta días después de su Resurrección, Jesucristo glorificado infunde su Espíritu en abundancia y lo manifiesta como Persona divina, de modo que la Trinidad Santa queda plenamente revelada. La misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia, enviada para anunciar y difundir el misterio de la comunión trinitaria.
"Hemos visto la verdadera Luz, hemos recibido el Espíritu celestial,
hemos encontrado la verdadera fe: adoramos la Trinidad indivisible porque
Ella nos ha salvado"
(Liturgia bizantina. Tropario de las vísperas de Pentecostés).
El Espíritu Santo edifica, anima y santifica a la Iglesia; como Espíritu de Amor, devuelve a los bautizados la semejanza divina, perdida a causa del pecado, y los hace vivir en Cristo la vida misma de la Trinidad Santa. Los envía a dar testimonio de la Verdad de Cristo y los organiza en sus respectivas funciones, para que todos den "el fruto del Espíritu" (Ga 5, 22).
Por medio de los sacramentos, Cristo comunica su Espíritu a los miembros de su Cuerpo, y la gracia de Dios, que da frutos de vida nueva, según el Espíritu. El Espíritu Santo, finalmente, es el Maestro de la oración.
Con el término "Iglesia" se designa al pueblo que Dios convoca y reúne desde todos los confines de la tierra, para constituir la asamblea de todos aquellos que, por la fe y el Bautismo, han sido hechos hijos de Dios, miembros de Cristo y templo del Espíritu Santo.
En la Sagrada Escritura encontramos muchas imágenes que ponen de relieve aspectos complementarios del misterio de la Iglesia. El Antiguo Testamento prefiere imágenes ligadas al Pueblo de Dios; el Nuevo Testamento aquellas vinculadas a Cristo como Cabeza de este pueblo, que es su Cuerpo, y las imágenes sacadas de la vida pastoril (redil, grey, ovejas), agrícola (campo, olivo, viña), de la construcción (morada, piedra, templo) y familiar (esposa, madre, familia).
La Iglesia tiene su origen y realización en el designio eterno de Dios. Fue preparada en la Antigua Alianza con la elección de Israel, signo de la reunión futura de todas las naciones. Fundada por las palabras y las acciones de Jesucristo, fue realizada, sobre todo, mediante su muerte redentora y su Resurrección. Más tarde, se manifestó como misterio de salvación mediante la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. Al final de los tiempos, alcanzará su consumación como asamblea celestial de todos los redimidos.
La misión de la Iglesia es la de anunciar e instaurar entre todos los pueblos el Reino de Dios inaugurado por Jesucristo. La Iglesia es el germen e inicio sobre la tierra de este Reino de salvación.
La Iglesia es Misterio en cuanto que en su realidad visible se hace presente y operante una realidad espiritual y divina, que se percibe solamente con los ojos de la fe.
La Iglesia es sacramento universal de salvación en cuanto es signo e instrumento de la reconciliación y la comunión de toda la humanidad con Dios, así como de la unidad de todo el género humano.
La Iglesia es el Pueblo de Dios porque Él quiso santificar y salvar a los hombres no aisladamente, sino constituyéndolos en un solo pueblo, reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Este pueblo, del que se llega a ser miembro mediante la fe en Cristo y el Bautismo, tiene por origen a Dios Padre, por cabeza a Jesucristo, por condición la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, por ley el mandamiento nuevo del amor, por misión la de ser sal de la tierra y luz del mundo, por destino el Reino de Dios, ya iniciado en la Tierra.
El Pueblo de Dios participa del oficio sacerdotal de Cristo en cuanto los bautizados son consagrados por el Espíritu Santo para ofrecer sacrificios espirituales; participa de su oficio profético cuando, con el sentido sobrenatural de la fe, se adhiere indefectiblemente a ella, la profundiza y la testimonia; participa de su función regia con el servicio, imitando a Jesucristo, quien siendo rey del universo, se hizo siervo de todos, sobre todo de los pobres y los que sufren.
La Iglesia es cuerpo de Cristo porque, por medio del Espíritu, Cristo muerto y resucitado une consigo íntimamente a sus fieles. De este modo los creyentes en Cristo, en cuanto íntimamente unidos a Él, sobre todo en la Eucaristía, se unen entre sí en la caridad, formando un solo cuerpo, la Iglesia. Dicha unidad se realiza en la diversidad de miembros y funciones.
Cristo "es la Cabeza del Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 18). La Iglesia vive de Él, en Él y por Él. Cristo y la Iglesia forman el "Cristo total" (San Agustín); "la Cabeza y los miembros, como si fueran una sola persona mística" (Santo Tomás de Aquino).
Llamamos a la Iglesia esposa de Cristo porque el mismo Señor se definió a sí mismo como "el esposo" (Mc 2, 19), que ama a la Iglesia uniéndola a sí con una Alianza eterna. Cristo se ha entregado por ella para purificarla con su sangre, "santificarla" (Ef 5, 26) y hacerla Madre fecunda de todos los hijos de Dios. Mientras el término "cuerpo" manifiesta la unidad de la "cabeza" con los miembros, el término "esposa" acentúa la distinción de ambos en la relación personal.
La Iglesia es llamada templo del Espíritu Santo porque el Espíritu vive en el cuerpo que es la Iglesia: en su Cabeza y en sus miembros; Él además edifica la Iglesia en la caridad con la Palabra de Dios, los sacramentos, las virtudes y los carismas.
"Lo que nuestro espíritu, es decir, nuestra alma, es para nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia" (San Agustín).
Los carismas son dones especiales del Espíritu Santo concedidos a cada uno para el bien de los hombres, para las necesidades del mundo y, en particular, para la edificación de la Iglesia, a cuyo Magisterio compete el discernimiento sobre ellos.
La Iglesia es una porque tiene como origen y modelo la unidad de un solo Dios en la Trinidad de las Personas; como fundador y cabeza a Jesucristo, que restablece la unidad de todos los pueblos en un solo cuerpo; como alma al Espíritu Santo que une a todos los fieles en la comunión en Cristo. La Iglesia tiene una sola fe, una sola vida sacramental, una única sucesión apostólica, una común esperanza y la misma caridad.
La única Iglesia de Cristo, como sociedad constituida y organizada en el mundo, subsiste (subsistit in) en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él. Sólo por medio de ella se puede obtener la plenitud de los medios de salvación, puesto que el Señor ha confiado todos los bienes de la Nueva Alianza únicamente al colegio apostólico, cuya cabeza es Pedro.
En las Iglesias y comunidades eclesiales que se separaron de la plena comunión con la Iglesia católica, se hallan muchos elementos de santificación y verdad. Todos estos bienes proceden de Cristo e impulsan hacia la unidad católica. Los miembros de estas Iglesias y comunidades se incorporan a Cristo en el Bautismo, por ello los reconocemos como hermanos.
El deseo de restablecer la unión de todos los cristianos es un don de Cristo y un llamamiento del Espíritu; concierne a toda la Iglesia y se actúa mediante la conversión del corazón, la oración, el recíproco conocimiento fraterno y el diálogo teológico.
La Iglesia es santa porque Dios santísimo es su autor; Cristo se ha entregado a sí mismo por ella, para santificarla y hacerla santificante; el Espíritu Santo la vivifica con la caridad. En la Iglesia se encuentra la plenitud de los medios de salvación. La santidad es la vocación de cada uno de sus miembros y el fin de toda su actividad. Cuenta en su seno con la Virgen María e innumerables santos, como modelos e intercesores. La santidad de la Iglesia es la fuente de la santificación de sus hijos, los cuales, aquí en la tierra, se reconocen todos pecadores, siempre necesitados de conversión y de purificación.
La Iglesia es católica, es decir universal, en cuanto en ella Cristo está presente: "Allí donde está Cristo Jesús, está la Iglesia Católica" (San Ignacio de Antioquía). La Iglesia anuncia la totalidad y la integridad de la fe; lleva en sí y administra la plenitud de los medios de salvación; es enviada en misión a todos los pueblos, pertenecientes a cualquier tiempo o cultura.
Es católica toda Iglesia particular, (esto es la diócesis y la eparquía), formada por la comunidad de los cristianos que están en comunión, en la fe y en los sacramentos, con su obispo ordenado en la sucesión apostólica y con la Iglesia de Roma, "que preside en la caridad" (San Ignacio de Antioquía).
Todos los hombres, de modos diversos, pertenecen o están ordenados a la unidad católica del Pueblo de Dios. Está plenamente incorporado a la Iglesia Católica quien, poseyendo el Espíritu de Cristo, se encuentra unido a la misma por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión. Los bautizados que no realizan plenamente dicha unidad católica están en una cierta comunión, aunque imperfecta, con la Iglesia católica.
La Iglesia católica se reconoce en relación con el pueblo judío por el hecho de que Dios eligió a este pueblo, antes que a ningún otro, para que acogiera su Palabra. Al pueblo judío pertenecen "la adopción como hijos, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas, los patriarcas; de él procede Cristo según la carne" (Rm 9, 4-5). A diferencia de las otras religiones no cristianas, la fe judía es ya una respuesta a la Revelación de Dios en la Antigua Alianza.
El vínculo entre la Iglesia católica y las religiones no cristianas proviene, ante todo, del origen y el fin comunes de todo el género humano. La Iglesia católica reconoce que cuanto de bueno y verdadero se encuentra en las otras religiones viene de Dios, es reflejo de su verdad, puede preparar para la acogida del Evangelio y conducir hacia la unidad de la humanidad en la Iglesia de Cristo.
La afirmación "fuera de la Iglesia no hay salvación" significa que toda salvación viene de Cristo-Cabeza por medio de la Iglesia, que es su Cuerpo. Por lo tanto no pueden salvarse quienes, conociendo la Iglesia como fundada por Cristo y necesaria para la salvación, no entran y no perseveran en ella. Al mismo tiempo, gracias a Cristo y a su Iglesia, pueden alcanzar la salvación eterna todos aquellos que, sin culpa alguna, ignoran el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan sinceramente a Dios y, bajo el influjo de la gracia, se esfuerzan en cumplir su voluntad, conocida mediante el dictamen de la conciencia.
La Iglesia debe anunciar el Evangelio a todo el mundo porque Cristo ha ordenado: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19). Este mandato misionero del Señor tiene su fuente en el amor eterno de Dios, que ha enviado a su Hijo y a su Espíritu porque "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tm 2, 4)
La Iglesia es misionera porque, guiada por el Espíritu Santo, continúa a lo largo de los siglos la misión del mismo Cristo. Por tanto, los cristianos deben anunciar a todos la Buena Noticia traída por Jesucristo, siguiendo su camino y dispuestos incluso al sacrificio de sí mismos hasta el martirio.
La Iglesia es apostólica por su origen, ya que fue construida "sobre el fundamento de los Apóstoles" (Ef 2, 20); por su enseñanza, que es la misma de los Apóstoles; por su estructura, en cuanto es instruida, santificada y gobernada, hasta la vuelta de Cristo, por los Apóstoles, gracias a sus sucesores, los obispos, en comunión con el sucesor de Pedro.
La palabra Apóstol significa enviado. Jesús, el Enviado del Padre, llamó consigo a doce de entre sus discípulos, y los constituyó como Apóstoles suyos, convirtiéndolos en testigos escogidos de su Resurrección y en fundamentos de su Iglesia. Jesús les dio el mandato de continuar su misión, al decirles: "Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo" (Jn 20, 21) y al prometerles que estaría con ellos hasta el fin del mundo.
La sucesión apostólica es la transmisión, mediante el sacramento del Orden, de la misión y la potestad de los Apóstoles a sus sucesores, los obispos. Gracias a esta transmisión, la Iglesia se mantiene en comunión de fe y de vida con su origen, mientras a lo largo de los siglos ordena todo su apostolado a la difusión del Reino de Cristo sobre la tierra.
Los fieles son aquellos que, incorporados a Cristo mediante el Bautismo, han sido constituidos miembros del Pueblo de Dios; han sido hecho partícipes, cada uno según su propia condición, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, y son llamados a llevar a cabo la misión confiada por Dios a la Iglesia. Entre ellos hay una verdadera igualdad en su dignidad de hijos de Dios.
En la Iglesia, por institución divina, hay ministros sagrados, que han recibido el sacramento del Orden y forman la jerarquía de la Iglesia. A los demás fieles se les llama laicos. De unos y otros provienen fieles que se consagran de modo especial a Dios por la profesión de los consejos evangélicos: castidad en el celibato, pobreza y obediencia.
Cristo instituyó la jerarquía eclesiástica con la misión de apacentar al Pueblo de Dios en su nombre, y para ello le dio autoridad. La jerarquía está formada por los ministros sagrados: obispos, presbíteros y diáconos. Gracias al sacramento del Orden, los obispos y presbíteros actúan, en el ejercicio de su ministerio, en nombre y en la persona de Cristo cabeza; los diáconos sirven al Pueblo de Dios en la diaconía (servicio) de la palabra, de la liturgia y de la caridad.
A ejemplo de los doce Apóstoles, elegidos y enviados juntos por Cristo, la unión de los miembros de la jerarquía eclesiástica está al servicio de la comunión de todos los fieles. Cada obispo ejerce su ministerio como miembro del colegio episcopal, en comunión con el Papa, haciéndose partícipe con él de la solicitud por la Iglesia universal. Los sacerdotes ejercen su ministerio en el presbiterio de la Iglesia particular, en comunión con su propio obispo y bajo su guía.
El ministerio eclesial tiene también un carácter personal, en cuanto que, en virtud del sacramento del Orden, cada uno es responsable ante Cristo, que lo ha llamado personalmente, confiriéndole la misión.
El Papa, Obispo de Roma y sucesor de san Pedro, es el perpetuo y visible principio y fundamento de la unidad de la Iglesia. Es el Vicario de Cristo, cabeza del colegio de los obispos y pastor de toda la Iglesia, sobre la que tiene, por institución divina, la potestad plena, suprema, inmediata y universal.
El colegio de los obispos, en comunión con el Papa y nunca sin él, ejerce también él la potestad suprema y plena sobre la Iglesia.
Los obispos, en comunión con el Papa, tienen el deber de anunciar a todos el Evangelio, fielmente y con autoridad, como testigos auténticos de la fe apostólica, revestidos de la autoridad de Cristo. Mediante el sentido sobrenatural de la fe, el Pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente a la fe, bajo la guía del Magisterio vivo de la Iglesia.
La infalibilidad del Magisterio se ejerce cuando el Romano Pontífice, en virtud de su autoridad de Supremo Pastor de la Iglesia, o el colegio de los obispos en comunión con el Papa, sobre todo reunido en un Concilio Ecuménico, proclaman con acto definitivo una doctrina referente a la fe o a la moral; y también cuando el Papa y los obispos, en su Magisterio ordinario, concuerdan en proponer una doctrina como definitiva. Todo fiel debe adherirse a tales enseñanzas con el obsequio de la fe.
Los obispos ejercen su función de santificar a la Iglesia cuando dispensan la gracia de Cristo, mediante el ministerio de la palabra y de los sacramentos, en particular de la Eucaristía; y también con su oración, su ejemplo y su trabajo.
Cada obispo, en cuanto miembro del colegio episcopal, ejerce colegialmente la solicitud por todas las Iglesias particulares y por toda la Iglesia, junto con los demás obispos unidos al Papa. El obispo, a quien se ha confiado una Iglesia particular, la gobierna con la autoridad de su sagrada potestad propia, ordinaria e inmediata, ejercida en nombre de Cristo, Buen Pastor, en comunión con toda la Iglesia y bajo la guía del sucesor de Pedro.
Los fieles laicos tienen como vocación propia la de buscar el Reino de Dios, iluminando y ordenando las realidades temporales según Dios. Responden así a la llamada a la santidad y al apostolado, que se dirige a todos los bautizados.
Los laicos participan en la misión sacerdotal de Cristo cuando ofrecen como sacrificio espiritual "agradable a Dios por mediación de Jesucristo" (1P 2, 5), sobre todo en la Eucaristía, la propia vida con todas las obras, oraciones e iniciativas apostólicas, la vida familiar y el trabajo diario, las molestias de la vida sobrellevadas con paciencia, así como los descansos físicos y consuelos espirituales. De esta manera, también los laicos, dedicados a Cristo y consagrados por el Espíritu Santo, ofrecen a Dios el mundo mismo.
Los laicos participan en la misión profética de Cristo cuando acogen cada vez mejor en la fe la Palabra de Cristo, y la anuncian al mundo con el testimonio de la vida y de la palabra, mediante la evangelización y la catequesis. Este apostolado "adquiere una eficacia particular porque se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo" (Lumen Gentium 35).
Los laicos participan en la misión regia de Cristo porque reciben de Él el poder de vencer el pecado en sí mismos y en el mundo, por medio de la abnegación y la santidad de la propia vida. Los laicos ejercen diversos ministerios al servicio de la comunidad, e impregnan de valores morales las actividades temporales del hombre y las instituciones de la sociedad.
La vida consagrada es un estado de vida reconocido por la Iglesia; una respuesta libre a una llamada particular de Cristo, mediante la cual los consagrados se dedican totalmente a Dios y tienden a la perfección de la caridad, bajo la moción del Espíritu Santo. Esta consagración se caracteriza por la práctica de los consejos evangélicos.
La vida consagrada participa en la misión de la Iglesia mediante una plena entrega a Cristo y a los hermanos, dando testimonio de la esperanza del Reino de los Cielos.
La expresión "comunión de los santos" indica, ante todo, la común participación de todos los miembros de la Iglesia en las cosas santas (sancta): la fe, los sacramentos, en particular en la Eucaristía, los carismas y otros dones espirituales. En la raíz de la comunión está la caridad que "no busca su propio interés" (1Co 13, 5), sino que impulsa a los fieles a "poner todo en común" (Hch 4, 32), incluso los propios bienes materiales, para el servicio de los más pobres.
La expresión "comunión de los santos" designa también la comunión entre las personas santas (sancti), es decir, entre quienes por la gracia están unidos a Cristo muerto y resucitado. Unos viven aún peregrinos en este mundo; otros, ya difuntos, se purifican, ayudados también por nuestras plegarias; otros, finalmente, gozan ya de la gloria de Dios e interceden por nosotros. Todos juntos forman en Cristo una sola familia, la Iglesia, para alabanza y gloria de la Trinidad.
La Bienaventurada Virgen María es Madre de la Iglesia en el orden de la gracia, porque ha dado a luz a Jesús, el Hijo de Dios, Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia. Jesús, agonizante en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: "Ahí tienes a tu madre" (Jn 19, 27).
Después de la Ascensión de su Hijo, la Virgen María ayudó con su oración a los comienzos de la Iglesia. Incluso tras su Asunción al cielo, ella continúa intercediendo por sus hijos, siendo para todos un modelo de fe y de caridad y ejerciendo sobre ellos un influjo salvífico, que mana de la sobreabundancia de los méritos de Cristo. Los fieles ven en María una imagen y un anticipo de la resurrección que les espera, y la invocan como abogada, auxiliadora, socorro y mediadora.
A la Virgen María se le rinde un culto singular, que se diferencia esencialmente del culto de adoración, que se rinde sólo a la Santísima Trinidad. Este culto de especial veneración encuentra su particular expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios y en la oración mariana, como el santo Rosario, compendio de todo el Evangelio.
Contemplando a María, la toda santa, ya glorificada en cuerpo y alma, la Iglesia ve en ella lo que la propia Iglesia está llamada a ser sobre la tierra y aquello que será en la patria celestial.
El primero y principal sacramento para el perdón de los pecados es el Bautismo. Para los pecados cometidos después del Bautismo, Cristo instituyó el sacramento de la Reconciliación o Penitencia, por medio del cual el bautizado se reconcilia con Dios y con la Iglesia.
201. ¿Por qué la Iglesia tiene el poder de perdonar los pecados? (981-983, 986-987)
La Iglesia tiene la misión y el poder de perdonar los pecados porque el mismo Cristo se lo ha dado: "Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados, a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 22-23).
El término "carne" designa al hombre en su condición de debilidad y mortalidad. "La carne es soporte de la salvación" (Tertuliano). En efecto, creemos en Dios que es el Creador de la carne; creemos en el Verbo hecho carne para rescatar la carne; creemos en la resurrección de la carne, perfección de la Creación y de la redención de la carne.
La expresión "resurrección de la carne" significa que el estado definitivo del hombre no será solamente el alma espiritual separada del cuerpo, sino que también nuestros cuerpos mortales un día volverán a tener vida.
Así como Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos y vive para siempre, así también Él resucitará a todos en el último día, con un cuerpo incorruptible: "los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación" (Jn 5, 29).
Con la muerte, que es separación del alma y del cuerpo, éste cae en la corrupción, mientras el alma, que es inmortal, va al encuentro del juicio de Dios y espera volverse a unir al cuerpo, cuando éste resurja transformado en la segunda venida del Señor. Comprender cómo tendrá lugar la resurrección sobrepasa la posibilidad de nuestra imaginación y entendimiento.
Morir en Cristo Jesús significa morir en gracia de Dios, sin pecado mortal. Así el creyente en Cristo, siguiendo su ejemplo, puede transformar la propia muerte en un acto de obediencia y de amor al Padre. "Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con Él, también viviremos con Él" (2Tm 2, 11).
La vida eterna es la que comienza inmediatamente después de la muerte. Esta vida no tendrá fin; será precedida para cada uno por un juicio particular por parte de Cristo, juez de vivos y muertos, y será ratificada en el juicio final.
Es el juicio de retribución inmediata, que, en el momento de la muerte, cada uno recibe de Dios en su alma inmortal, en relación con su fe y sus obras. Esta retribución consiste en el acceso a la felicidad del cielo, inmediatamente o después de una adecuada purificación, o bien de la condenación eterna al infierno.
Por cielo se entiende el estado de felicidad suprema y definitiva. Todos aquellos que mueren en gracia de Dios y no tienen necesidad de posterior purificación, son reunidos en torno a Jesús, a María, a los ángeles y a los santos, formando así la Iglesia del cielo, donde ven a Dios "cara a cara" (1Co 13, 12), viven en comunión de amor con la Santísima Trinidad e interceden por nosotros.
"La vida subsistente y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu Santo, derrama sobre todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su misericordia, nosotros también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna" (San Cirilo de Jerusalén).
El purgatorio es el estado de los que mueren en amistad con Dios pero, aunque están seguros de su salvación eterna, necesitan aún de purificación para entrar en la eterna bienaventuranza.
En virtud de la comunión de los santos, los fieles que peregrinan aún en la tierra pueden ayudar a las almas del purgatorio ofreciendo por ellas oraciones de sufragio, en particular el sacrificio de la Eucaristía, pero también limosnas, indulgencias y obras de penitencia.
Consiste en la condenación eterna de todos aquellos que mueren, por libre elección, en pecado mortal. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios, en quien únicamente encuentra el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira. Cristo mismo expresa esta realidad con las palabras "Alejaos de mí, malditos al fuego eterno" (Mt 25, 41).
Dios quiere que "todos lleguen a la conversión" (2P 3, 9), pero, habiendo creado al hombre libre y responsable, respeta sus decisiones. Por tanto, es el hombre mismo quien, con plena autonomía, se excluye voluntariamente de la comunión con Dios si, en el momento de la propia muerte, persiste en el pecado mortal, rechazando el amor misericordioso de Dios.
El juicio final (universal) consistirá en la sentencia de vida bienaventurada o de condena eterna que el Señor Jesús, retornando como juez de vivos y muertos, emitirá respecto "de los justos y de los pecadores" (Hch 24, 15), reunidos todos juntos delante de sí. Tras del juicio final, el cuerpo resucitado participará de la retribución que el alma ha recibido en el juicio particular.
El juicio final sucederá al fin del mundo, del que sólo Dios conoce el día y la hora.
Después del juicio final, el universo entero, liberado de la esclavitud de la corrupción, participará de la gloria de Cristo, inaugurando "los nuevos cielos y la tierra nueva" (2P 3, 13). Así se alcanzará la plenitud del Reino de Dios, es decir, la realización definitiva del designio salvífico de Dios de "hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra" (Ef 1, 10). Dios será entonces "todo en todos" (1Co 15, 28), en la vida eterna.
La palabra hebrea Amén, con la que se termina también el último libro de la Sagrada Escritura, algunas oraciones del Nuevo Testamento y las oraciones litúrgicas de la Iglesia, significa nuestro "sí" confiado y total a cuanto confesamos creer, confiándonos totalmente en Aquel que es el "Amén" (Ap 3, 14) definitivo: Cristo el Señor.
La liturgia es la celebración del Misterio de Cristo y en particular de su Misterio Pascual. Mediante el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo, se manifiesta y realiza en ella, a través de signos, la santificación de los hombres; y el Cuerpo Místico de Cristo, esto es la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público que se debe a Dios.
La liturgia, acción sagrada por excelencia, es la cumbre hacia la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de la que emana su fuerza vital. A través de la liturgia, Cristo continúa en su Iglesia, con ella y por medio de ella, la obra de nuestra redención
La economía sacramental consiste en la comunicación de los frutos de la redención de Cristo, mediante la celebración de los sacramentos de la Iglesia, de modo eminente la Eucaristía, "hasta que él vuelva" (1Co 11, 26)
En la liturgia el Padre nos colma de sus bendiciones en el Hijo encarnado, muerto y resucitado por nosotros, y derrama en nuestros corazones el Espíritu Santo. Al mismo tiempo, la Iglesia bendice al Padre mediante la adoración, la alabanza y la acción de gracias, e implora el don de su Hijo y del Espíritu Santo.
En la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual. Al entregar el Espíritu Santo a los Apóstoles, les ha concedido, a ellos y a sus sucesores, el poder de actualizar la obra de la salvación por medio del sacrificio eucarístico y de los sacramentos, en los cuales Él mismo actúa para comunicar su gracia a los fieles de todos los tiempos y en todo el mundo.
En la liturgia se realiza la más estrecha cooperación entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu Santo prepara a la Iglesia para el encuentro con su Señor, recuerda y manifiesta a Cristo a la fe de la asamblea de creyentes, hace presente y actualiza el Misterio de Cristo, une la Iglesia a la vida y misión de Cristo y hace fructificar en ella el don de la comunión.
Los sacramentos son signos sensibles y eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia, a través de los cuales se nos otorga la vida divina. Son siete: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Unción de los enfermos, Orden y Matrimonio.
Los misterios de la vida de Cristo constituyen el fundamento de lo que ahora, por medio de los ministros de su Iglesia, el mismo Cristo dispensa en los sacramentos.
"Lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado a sus sacramentos"
(San León Magno).
Cristo ha confiado los sacramentos a su Iglesia. Son "de la Iglesia" en un doble sentido: "de ella", en cuanto son acciones de la Iglesia, la cual es sacramento de la acción de Cristo; y "para ella", en el sentido de que edifican la Iglesia.
El carácter sacramental es un sello espiritual, conferido por los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y del Orden. Constituye promesa y garantía de la protección divina. En virtud de este sello, el cristiano queda configurado a Cristo, participa de diversos modos en su sacerdocio y forma parte de la Iglesia según estados y funciones diversos. Queda, por tanto, consagrado al culto divino y al servicio de la Iglesia. Puesto que el carácter es indeleble, los sacramentos que lo imprimen sólo pueden recibirse una vez en la vida.
Los sacramentos no sólo suponen la fe, sino que con las palabras y los elementos rituales la alimentan, fortalecen y expresan. Celebrando los sacramentos la Iglesia confiesa la fe apostólica. De ahí la antigua sentencia: "lex orandi, lex credendi", esto es, la Iglesia cree tal como reza.
Los sacramentos son eficaces ex opere operato ("por el hecho mismo de que la acción sacramental se realiza"), porque es Cristo quien actúa en ellos y quien da la gracia que significan, independientemente de la santidad personal del ministro. Sin embargo, los frutos de los sacramentos dependen también de las disposiciones del que los recibe.
Para los creyentes en Cristo, los sacramentos, aunque no todos se den a cada uno de los fieles, son necesarios para la salvación, porque otorgan la gracia sacramental, el perdón de los pecados, la adopción como hijos de Dios, la configuración con Cristo Señor y la pertenencia a la Iglesia. El Espíritu Santo cura y transforma a quienes los reciben.
La gracia sacramental es la gracia del Espíritu Santo, dada por Cristo y propia de cada sacramento. Esta gracia ayuda al fiel en su camino de santidad, y también a la Iglesia en su crecimiento de caridad y testimonio.
En los sacramentos la Iglesia recibe ya un anticipo de la vida eterna, mientras vive "aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo" (Tt 2, 13).
En la liturgia actúa el "Cristo total" (Christus totus), Cabeza y Cuerpo. En cuanto sumo Sacerdote, Él celebra la liturgia con su Cuerpo, que es la Iglesia del cielo y de la tierra.
La liturgia del cielo la celebran los ángeles, los santos de la Antigua y de la Nueva Alianza, en particular la Madre de Dios, los Apóstoles, los mártires y "una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas" (Ap 7, 9). Cuando celebramos en los sacramentos el misterio de la salvación, participamos de esta liturgia eterna.
La Iglesia en la tierra celebra la liturgia como pueblo sacerdotal, en el cual cada uno obra según su propia función, en la unidad del Espíritu Santo: los bautizados se ofrecen como sacrificio espiritual; los ministros ordenados celebran según el Orden recibido para el servicio de todos los miembros de la Iglesia; los obispos y presbíteros actúan en la persona de Cristo Cabeza.
La celebración litúrgica está tejida de signos y símbolos, cuyo significado, enraizado en la creación y en las culturas humanas, se precisa en los acontecimientos de la Antigua Alianza y se revela en plenitud en la Persona y la obra de Cristo.
Algunos signos sacramentales provienen del mundo creado (luz, agua, fuego, pan, vino, aceite); otros, de la vida social (lavar, ungir, partir el pan); otros de la historia de la salvación en la Antigua Alianza (los ritos pascuales, los sacrificios, la imposición de manos, las consagraciones). Estos signos, algunos de los cuales son normativos e inmutables, asumidos por Cristo, se convierten en portadores de la acción salvífica y de santificación
En la celebración sacramental las acciones y las palabras están estrechamente unidas. En efecto, aunque las acciones simbólicas son ya por sí mismas un lenguaje, es preciso que las palabras del rito acompañen y vivifiquen estas acciones. Indisociables en cuanto signos y enseñanza, las palabras y las acciones litúrgicas lo son también en cuanto realizan lo que significan.
Puesto que la música y el canto están estrechamente vinculados a la acción litúrgica, deben respetar los siguientes criterios: la conformidad de los textos a la doctrina católica, y con origen preferiblemente en la Sagrada Escritura y en las fuentes litúrgicas; la belleza expresiva de la oración; la calidad de la música; la participación de la asamblea; la riqueza cultural del Pueblo de Dios y el carácter sagrado y solemne de la celebración.
"El que canta, reza dos veces" (San Agustín).
La imagen de Cristo es el icono litúrgico por excelencia. Las demás, que representan a la Madre de Dios y a los santos, significan a Cristo, que en ellos es glorificado. Las imágenes proclaman el mismo mensaje evangélico que la Sagrada Escritura transmite mediante la palabra, y ayudan a despertar y alimentar la fe de los creyentes.
El centro del tiempo litúrgico es el domingo , fundamento y núcleo de todo el año litúrgico, que tiene su culminación en la Pascua anual, fiesta de las fiestas.
La función del año litúrgico es celebrar todo el Misterio de Cristo, desde la Encarnación hasta su retorno glorioso. En días determinados, la Iglesia venera con especial amor a María, la bienaventurada Madre de Dios, y hace también memoria de los santos, que vivieron para Cristo, con Él padecieron y con Él han sido glorificados.
La Liturgia de las Horas, oración pública y común de la Iglesia, es la oración de Cristo con su Cuerpo, la Iglesia. Por su medio, el Misterio de Cristo, que celebramos en la Eucaristía, santifica y transfigura el tiempo de cada día. Se compone principalmente de salmos y de otros textos bíblicos, y también de lecturas de los santos Padres y maestros espirituales.
El culto "en espíritu y en verdad" (Jn 4, 24) de la Nueva Alianza no está ligado a un lugar exclusivo, porque Cristo es el verdadero templo de Dios, por medio del cual también los cristianos y la Iglesia entera se convierten, por la acción del Espíritu Santo, en templos del Dios vivo. Sin embargo, el Pueblo de Dios, en su condición terrenal, tiene necesidad de lugares donde la comunidad pueda reunirse para celebrar la liturgia.
Los edificios sagrados son las casas de Dios, símbolo de la Iglesia que vive en aquel lugar e imágenes de la morada celestial. Son lugares de oración, en los que la Iglesia celebra sobre todo la Eucaristía y adora a Cristo realmente presente en el tabernáculo.
Los lugares principales dentro de los edificios sagrados son éstos: el altar, el sagrario o tabernáculo, el receptáculo donde se conservan el santo crisma y los otros santos óleos, la sede del obispo (cátedra) o del presbítero, el ambón, la pila bautismal y el confesionario.
El Misterio de Cristo, aunque es único, se celebra según diversas tradiciones litúrgicas porque su riqueza es tan insondable que ninguna tradición litúrgica puede agotarla. Desde los orígenes de la Iglesia, por tanto, esta riqueza ha encontrado en los distintos pueblos y culturas expresiones caracterizadas por una admirable variedad y complementariedad.
El criterio para asegurar la unidad en la multiformidad es la fidelidad a la Tradición Apostólica, es decir, la comunión en la fe y en los sacramentos recibidos de los Apóstoles, significada y garantizada por la sucesión apostólica. La Iglesia es católica: puede, por tanto, integrar en su unidad todas las riquezas verdaderas de las distintas culturas.
En la liturgia, sobre todo en la de los sacramentos, existen elementos inmutables por ser de institución divina, que la Iglesia custodia fielmente. Hay después otros elementos, susceptibles de cambio, que la Iglesia puede y a veces debe incluso adaptar a las culturas de los diversos pueblos.
Los siete Sacramentos de la Iglesia
Bautismo
Confirmación
Eucaristía
Penitencia
Unción de los enfermos
Orden
Matrimonio
Septem Ecclesiae Sacramenta
Baptismum
Confirmátio
Eucarístia
Paeniténtia
Únctio infirmórum
Ordo
Matrimónium
Los sacramentos de la Iglesia se distinguen en sacramentos de la iniciación cristiana (Bautismo, Confirmación y Eucaristía); sacramentos de la curación (Penitencia y Unción de los enfermos); y sacramentos al servicio de la comunión y de la misión (Orden y Matrimonio). Todos corresponden a momentos importantes de la vida cristiana, y están ordenados a la Eucaristía "como a su fin específico" (Santo Tomás de Aquino).
La Iniciación cristiana se realiza mediante los sacramentos que ponen los fundamentos de la vida cristiana: los fieles, renacidos en el Bautismo, se fortalecen con la Confirmación, y son alimentados en la Eucaristía.
El primer sacramento de la iniciación recibe, ante todo, el nombre de Bautismo, en razón del rito central con el cual se celebra: bautizar significa "sumergir" en el agua; quien recibe el bautismo es sumergido en la muerte de Cristo y resucita con Él "como una nueva criatura" (2Co 5, 17). Se llama también "baño de regeneración y renovación en el Espíritu Santo" (Tt 3, 5), e "iluminación", porque el bautizado se convierte en "hijo de la luz" (Ef 5, 8).
En la Antigua Alianza se encuentran varias prefiguraciones del Bautismo: el agua, fuente de vida y de muerte; el arca de Noé, que salva por medio del agua; el paso del Mar Rojo, que libera al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto; el paso del Jordán, que hace entrar a Israel en la tierra prometida, imagen de la vida eterna.
Estas prefiguraciones del bautismo las cumple Jesucristo, el cual, al comienzo de su vida pública, se hace bautizar por Juan Bautista en el Jordán; levantado en la cruz, de su costado abierto brotan sangre y agua, signos del Bautismo y de la Eucaristía, y después de su Resurrección confía a los Apóstoles esta misión: "Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19-20).
Desde el día de Pentecostés, la Iglesia administra el Bautismo al que cree en Jesucristo.
El rito esencial del Bautismo consiste en sumergir en el agua al candidato o derramar agua sobre su cabeza, mientras se invoca el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Puede recibir el Bautismo cualquier persona que no esté aún bautizada.
La Iglesia bautiza a los niños puesto que, naciendo con el pecado original, necesitan ser liberados del poder del maligno y trasladados al reino de la libertad de los hijos de Dios.
A todo aquel que va a ser bautizado se le exige la profesión de fe, expresada personalmente, en el caso del adulto, o por medio de sus padres y de la Iglesia, en el caso del niño. El padrino o la madrina y toda la comunidad eclesial tienen también una parte de responsabilidad en la preparación al Bautismo (catecumenado), así como en el desarrollo de la fe y de la gracia bautismal.
Los ministros ordinarios del Bautismo son el obispo y el presbítero; en la Iglesia latina, también el diácono. En caso de necesidad, cualquiera puede bautizar, siempre que tenga la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Éste derrama agua sobre la cabeza del candidato y pronuncia la fórmula trinitaria bautismal: "Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo".
El Bautismo es necesario para la salvación de todos aquellos a quienes el Evangelio ha sido anunciado y han tenido la posibilidad de pedir este sacramento.
Puesto que Cristo ha muerto para la salvación de todos, pueden salvarse también sin el Bautismo todos aquellos que mueren a causa de la fe (Bautismo de sangre), los catecúmenos, y todo aquellos que, bajo el impulso de la gracia, sin conocer a Cristo y a la Iglesia, buscan sinceramente a Dios y se esfuerzan por cumplir su voluntad (Bautismo de deseo). En cuanto a los niños que mueren sin el Bautismo, la Iglesia en su liturgia los confía a la misericordia de Dios.
El Bautismo perdona el pecado original, todos los pecados personales y todas las penas debidas al pecado; hace participar de la vida divina trinitaria mediante la gracia santificante, la gracia de la justificación que incorpora a Cristo y a su Iglesia; hace participar del sacerdocio de Cristo y constituye el fundamento de la comunión con los demás cristianos; otorga las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo. El bautizado pertenece para siempre a Cristo: en efecto, queda marcado con el sello indeleble de Cristo (carácter).
El nombre es importante porque Dios conoce a cada uno por su nombre, es decir, en su unicidad. Con el Bautismo, el cristiano recibe en la Iglesia el nombre propio, preferiblemente de un santo, de modo que éste ofrezca al bautizado un modelo de santidad y le asegure su intercesión ante Dios.
En la Antigua Alianza, los profetas anunciaron que el Espíritu del Señor reposaría sobre el Mesías esperado y sobre todo el pueblo mesiánico. Toda la vida y la misión de Jesús se desarrollan en una total comunión con el Espíritu Santo. Los Apóstoles reciben el Espíritu Santo en Pentecostés y anuncian "las maravillas de Dios" (Hch 2,11). Comunican a los nuevos bautizados, mediante la imposición de las manos, el don del mismo Espíritu. A lo largo de los siglos, la Iglesia ha seguido viviendo del Espíritu y comunicándolo a sus hijos.
Se llama Confirmación, porque confirma y refuerza la gracia bautismal. Se llama Crismación, puesto que un rito esencial de este sacramento es la unción con el Santo Crisma (en las Iglesias Orientales, unción con el Santo Myron).
El rito esencial de la Confirmación es la unción con el Santo Crisma (aceite de oliva mezclado con perfumes, consagrado por el obispo), que se hace con la imposición de manos por parte del ministro, el cual pronuncia las palabras sacramentales propias del rito. En Occidente, esta unción se hace sobre la frente del bautizado con estas palabras: "Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo". En las Iglesias Orientales de rito bizantino, la unción se hace también en otras partes del cuerpo, con la fórmula: "Sello del don del Espíritu Santo".
El efecto de la Confirmación es la especial efusión del Espíritu Santo, tal como sucedió en Pentecostés. Esta efusión imprime en el alma un carácter indeleble y otorga un crecimiento de la gracia bautismal; arraiga más profundamente la filiación divina; une más fuertemente con Cristo y con su Iglesia; fortalece en el alma los dones del Espíritu Santo; concede una fuerza especial para dar testimonio de la fe cristiana.
El sacramento de la Confirmación puede y debe recibirlo, una sola vez, aquel que ya ha sido bautizado. Para recibirlo con fruto hay que estar en gracia de Dios.
El ministro originario de la Confirmación es el obispo: se manifiesta así el vínculo del confirmado con la Iglesia en su dimensión apostólica. Cuando el sacramento es administrado por un presbítero, como sucede ordinariamente en Oriente y en casos particulares en Occidente, es el mismo presbítero, colaborador del obispo, y el santo crisma, consagrado por éste, quienes expresan el vínculo del confirmado con el obispo y con la Iglesia.
La Eucaristía es el sacrificio mismo del Cuerpo y de la Sangre del Señor Jesús, que Él instituyó para perpetuar en los siglos, hasta su segunda venida, el sacrificio de la Cruz, confiando así a la Iglesia el memorial de su Muerte y Resurrección. Es signo de unidad, vínculo de caridad y banquete pascual, en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la vida eterna.
Jesucristo instituyó la Eucaristía el Jueves Santo, "la noche en que fue entregado" (1Co 11, 23), mientras celebraba con sus Apóstoles la Última Cena.
Después de reunirse con los Apóstoles en el Cenáculo, Jesús tomó en sus manos el pan, lo partió y se lo dio, diciendo: "Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros". Después tomó en sus manos el cáliz con el vino y les dijo: "Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la Alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres, para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía".
La Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana. En ella alcanzan su cumbre la acción santificante de Dios sobre nosotros y nuestro culto a Él. La Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia: el mismo Cristo, nuestra Pascua. Expresa y produce la comunión en la vida divina y la unidad del Pueblo de Dios. Mediante la celebración eucarística nos unimos a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna.
La inagotable riqueza de este sacramento se expresa con diversos nombres, que evocan sus aspectos particulares. Los más comunes son: Eucaristía, Santa Misa, Cena del Señor, Fracción del Pan, Celebración Eucarística, Memorial de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, Santo Sacrificio, Santa y Divina Liturgia, Santos Misterios, Santísimo Sacramento del Altar, Sagrada Comunión.
En la Antigua Alianza, la Eucaristía fue anunciada sobre todo en la cena pascual, celebrada cada año por los judíos con panes ázimos, como recuerdo de la salida apresurada y liberadora de Egipto. Jesús la anunció en sus enseñanzas y la instituyó celebrando con los Apóstoles la Última Cena durante un banquete pascual. La Iglesia, fiel al mandato del Señor: "Haced esto en memoria mía" (1Co 11, 24), ha celebrado siempre la Eucaristía, especialmente el domingo, día de la resurrección de Jesús.
La celebración eucarística se desarrolla en dos grandes momentos, que forman un solo acto de culto: la liturgia de la Palabra, que comprende la proclamación y la escucha de la Palabra de Dios; y la liturgia eucarística, que comprende la presentación del pan y del vino, la anáfora o plegaria eucarística, con las palabras de la consagración, y la comunión.
El ministro de la celebración de la Eucaristía es el sacerdote (obispo o presbítero), válidamente ordenado, que actúa en la persona de Cristo Cabeza y en nombre de la Iglesia.
Los elementos esenciales y necesarios para celebrar la Eucaristía son el pan de trigo y el vino de vid.
La Eucaristía es memorial del sacrificio de Cristo, en el sentido de que hace presente y actual el sacrificio que Cristo ha ofrecido al Padre, una vez por todas, sobre la Cruz en favor de la humanidad. El carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta en las mismas palabras de la institución: "Esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros" y "Este cáliz es la nueva alianza en mi Sangre que se derrama por vosotros" (Lc 22, 19-20). El sacrificio de la Cruz y el sacrificio de la Eucaristía son un único sacrificio. Son idénticas la víctima y el oferente, y sólo es distinto el modo de ofrecerse: de manera cruenta en la cruz, incruenta en la Eucaristía.
En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo se hace también sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo. En cuanto sacrificio, la Eucaristía se ofrece también por todos los fieles, vivos y difuntos, en reparación de los pecados de todos los hombres y para obtener de Dios beneficios espirituales y temporales. También la Iglesia del cielo está unida a la ofrenda de Cristo.
Jesucristo está presente en la Eucaristía de modo único e incomparable. Está presente, en efecto, de modo verdadero, real y sustancial: con su Cuerpo y con su Sangre, con su Alma y su Divinidad. Cristo, todo entero, Dios y hombre, está presente en ella de manera sacramental, es decir, bajo las especies eucarísticas del pan y del vino.
Transubstanciación significa la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del Cuerpo de Cristo, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su Sangre. Esta conversión se opera en la plegaria eucarística con la consagración, mediante la eficacia de la palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo. Sin embargo, permanecen inalteradas las características sensibles del pan y del vino, esto es las "especies eucarísticas".
La fracción del pan no divide a Cristo: Él está presente todo e íntegro en cada especie eucarística y en cada una de sus partes.
La presencia eucarística de Cristo continúa mientras subsistan las especies eucarísticas.
Al sacramento de la Eucaristía se le debe rendir el culto de latría, es decir la adoración reservada a Dios, tanto durante la celebración eucarística, como fuera de ella. La Iglesia, en efecto, conserva con la máxima diligencia las Hostias consagradas, las lleva a los enfermos y a otras personas imposibilitadas de participar en la Santa Misa, las presenta a la solemne adoración de los fieles, las lleva en procesión e invita a la frecuente visita y adoración del Santísimo Sacramento, reservado en el Sagrario.
La Eucaristía es el banquete pascual porque Cristo, realizando sacramentalmente su Pascua, nos entrega su Cuerpo y su Sangre, ofrecidos como comida y bebida, y nos une con Él y entre nosotros en su sacrificio.
El altar es el símbolo de Cristo mismo, presente como víctima sacrificial (altar-sacrificio de la Cruz), y como alimento celestial que se nos da a nosotros (altar-mesa eucarística).
La Iglesia establece que los fieles tienen obligación de participar de la Santa Misa todos los domingos y fiestas de precepto, y recomienda que se participe también en los demás días.
La Iglesia recomienda a los fieles que participan de la Santa Misa recibir también, con las debidas disposiciones, la sagrada Comunión, estableciendo la obligación de hacerlo al menos en Pascua.
Para recibir la sagrada Comunión se debe estar plenamente incorporado a la Iglesia Católica y hallarse en gracia de Dios, es decir sin conciencia de pecado mortal. Quien es consciente de haber cometido un pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar. Son también importantes el espíritu de recogimiento y de oración, la observancia del ayuno prescrito por la Iglesia y la actitud corporal (gestos, vestimenta), en señal de respeto a Cristo.
La sagrada Comunión acrecienta nuestra unión con Cristo y con su Iglesia, conserva y renueva la vida de la gracia, recibida en el Bautismo y la Confirmación y nos hace crecer en el amor al prójimo. Fortaleciéndonos en la caridad, nos perdona los pecados veniales y nos preserva de los pecados mortales para el futuro.
Los ministros católicos administran lícitamente la sagrada Comunión a los miembros de las Iglesias orientales que no están en plena comunión con la Iglesia católica, siempre que éstos lo soliciten espontáneamente y tengan las debidas disposiciones.
Asimismo, los ministros católicos administran lícitamente la sagrada Comunión a los miembros de otras comunidades eclesiales que, en presencia de una grave necesidad, la pidan espontáneamente, estén bien dispuestos y manifiesten la fe católica respecto al sacramento.
La Eucaristía es prenda de la gloria futura porque nos colma de toda gracia y bendición del cielo, nos fortalece en la peregrinación de nuestra vida terrena y nos hace desear la vida eterna, uniéndonos a Cristo, sentado a la derecha del Padre, a la Iglesia del cielo, a la Santísima Virgen y a todos los santos.
"En la Eucaristía, nosotros partimos "un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto no para morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre"" (San Ignacio de Antioquía).
Cristo, médico del alma y del cuerpo, instituyó los sacramentos de la Penitencia y de la Unción de los enfermos, porque la vida nueva que nos fue dada por Él en los sacramentos de la iniciación cristiana puede debilitarse y perderse para siempre a causa del pecado. Por ello, Cristo ha querido que la Iglesia continuase su obra de curación y de salvación mediante estos dos sacramentos.
Este sacramento es llamado sacramento de la Penitencia, de la Reconciliación, del Perdón, de la Confesión y de la Conversión.
Puesto que la vida nueva de la gracia, recibida en el Bautismo, no suprimió la debilidad de la naturaleza humana ni la inclinación al pecado (esto es, la concupiscencia), Cristo instituyó este sacramento para la conversión de los bautizados que se han alejado de Él por el pecado.
El Señor resucitado instituyó este sacramento cuando la tarde de Pascua se mostró a sus Apóstoles y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 22-23).
La llamada de Cristo a la conversión resuena continuamente en la vida de los bautizados. Esta conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia, que, siendo santa, recibe en su propio seno a los pecadores.
La penitencia interior es el dinamismo del "corazón contrito" (Sal 51, 19), movido por la gracia divina a responder al amor misericordioso de Dios. Implica el dolor y el rechazo de los pecados cometidos, el firme propósito de no pecar más, y la confianza en la ayuda de Dios. Se alimenta de la esperanza en la misericordia divina.
301. ¿De qué modos se expresa la penitencia en la vida cristiana? (1434-1439)
La penitencia puede tener expresiones muy variadas, especialmente el ayuno, la oración y la limosna. Estas y otras muchas formas de penitencia pueden ser practicadas en la vida cotidiana del cristiano, en particular en tiempo de Cuaresma y el viernes, día penitencial.
Los elementos esenciales del sacramento de la Reconciliación son dos: los actos que lleva a cabo el hombre, que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo, y la absolución del sacerdote, que concede el perdón en nombre de Cristo y establece el modo de la satisfacción.
Los actos propios del penitente son los siguientes: un diligente examen de conciencia; la contrición (o arrepentimiento), que es perfecta cuando está motivada por el amor a Dios, imperfecta cuando se funda en otros motivos, e incluye el propósito de no volver a pecar; la confesión, que consiste en la acusación de los pecados hecha delante del sacerdote; la satisfacción, es decir, el cumplimiento de ciertos actos de penitencia, que el propio confesor impone al penitente para reparar el daño causado por el pecado.
Se deben confesar todos los pecados graves aún no confesados que se recuerdan después de un diligente examen de conciencia. La confesión de los pecados graves es el único modo ordinario de obtener el perdón.
Todo fiel, que haya llegado al uso de razón, está obligado a confesar sus pecados graves al menos una vez al año, y de todos modos antes de recibir la sagrada Comunión.
La Iglesia recomienda vivamente la confesión de los pecados veniales aunque no sea estrictamente necesaria, ya que ayuda a formar una recta conciencia y a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo y a progresar en la vida del Espíritu.
Cristo confió el ministerio de la reconciliación a sus Apóstoles, a los obispos, sucesores de los Apóstoles, y a los presbíteros, colaboradores de los obispos, los cuales se convierten, por tanto, en instrumentos de la misericordia y de la justicia de Dios. Ellos ejercen el poder de perdonar los pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
La absolución de algunos pecados particularmente graves (como son los castigados con la excomunión) está reservada a la Sede Apostólica o al obispo del lugar o a los presbíteros autorizados por ellos, aunque todo sacerdote puede absolver de cualquier pecado y excomunión, al que se halla en peligro de muerte.
Dada la delicadeza y la grandeza de este ministerio y el respeto debido a las personas, todo confesor está obligado, sin ninguna excepción y bajo penas muy severas, a mantener el sigilo sacramental, esto es, el absoluto secreto sobre los pecados conocidos en confesión.
Los efectos del sacramento de la Penitencia son: la reconciliación con Dios y, por tanto, el perdón de los pecados; la reconciliación con la Iglesia; la recuperación del estado de gracia, si se había perdido; la remisión de la pena eterna merecida a causa de los pecados mortales y, al menos en parte, de las penas temporales que son consecuencia del pecado; la paz y la serenidad de conciencia y el consuelo del espíritu; el aumento de la fuerza espiritual para el combate cristiano.
En caso de grave necesidad (como un inminente peligro de muerte), se puede recurrir a la celebración comunitaria de la Reconciliación, con la confesión general y la absolución colectiva, respetando las normas de la Iglesia y haciendo propósito de confesar individualmente, a su debido tiempo, los pecados graves ya perdonados de esta forma.
Las indulgencias son la remisión ante Dios de la pena temporal merecida por los pecados ya perdonados en cuanto a la culpa, que el fiel, cumpliendo determinadas condiciones, obtiene para sí mismo o para los difuntos, mediante el ministerio de la Iglesia, la cual, como dispensadora de la redención, distribuye el tesoro de los méritos de Cristo y de los santos.
En el Antiguo Testamento, el hombre experimenta en la enfermedad su propia limitación y, al mismo tiempo, percibe que ésta se halla misteriosamente vinculada al pecado. Los profetas intuyeron que la enfermedad podía tener también un valor redentor de los pecados propios y ajenos. Así, la enfermedad se vivía ante Dios, de quien el hombre imploraba la curación.
La compasión de Jesús hacia los enfermos y las numerosas curaciones realizadas por él son una clara señal de que con él había llegado el Reino de Dios y, por tanto, la victoria sobre el pecado, el sufrimiento y la muerte. Con su pasión y muerte, Jesús da un nuevo sentido al sufrimiento, el cual, unido al de Cristo, puede convertirse en medio de purificación y salvación, para nosotros y para los demás.
La Iglesia, habiendo recibido del Señor el mandato de curar a los enfermos, se empeña en el cuidado de los que sufren, acompañándolos con oraciones de intercesión. Tiene sobre todo un sacramento específico para los enfermos, instituido por Cristo mismo y atestiguado por Santiago: "¿Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor" (St 5, 14-15).
El sacramento de la Unción de los enfermos lo puede recibir cualquier fiel que comienza a encontrarse en peligro de muerte por enfermedad o vejez. El mismo fiel lo puede recibir también otras veces, si se produce un agravamiento de la enfermedad o bien si se presenta otra enfermedad grave. La celebración de este sacramento debe ir precedida, si es posible, de la confesión individual del enfermo.
El sacramento de la Unción de los enfermos sólo puede ser administrado por los sacerdotes (obispos o presbíteros).
La celebración del sacramento de la Unción de los enfermos consiste esencialmente en la unción con óleo, bendecido si es posible por el obispo, sobre la frente y las manos del enfermo (en el rito romano, o también en otras partes del cuerpo en otros ritos), acompañada de la oración del sacerdote, que implora la gracia especial de este sacramento.
El sacramento de la Unción confiere una gracia particular, que une más íntimamente al enfermo a la Pasión de Cristo, por su bien y por el de toda la Iglesia, otorgándole fortaleza, paz, ánimo y también el perdón de los pecados, si el enfermo no ha podido confesarse. Además, este sacramento concede a veces, si Dios lo quiere, la recuperación de la salud física. En todo caso, esta Unción prepara al enfermo para pasar a la Casa del Padre.
El Viático es la Eucaristía recibida por quienes están por dejar esta vida terrena y se preparan para el paso a la vida eterna. Recibida en el momento del tránsito de este mundo al Padre, la Comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo muerto y resucitado, es semilla de vida eterna y poder de resurrección.
Dos sacramentos, el Orden y el Matrimonio, confieren una gracia especial para una misión particular en la Iglesia, al servicio de la edificación del pueblo de Dios. Contribuyen especialmente a la comunión eclesial y a la salvación de los demás.
El sacramento del Orden es aquel mediante el cual, la misión confiada por Cristo a sus Apóstoles, sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos.
Orden indica un cuerpo eclesial, del que se entra a formar parte mediante una especial consagración (Ordenación), que, por un don singular del Espíritu Santo, permite ejercer una potestad sagrada al servicio del Pueblo de Dios en nombre y con la autoridad de Cristo.
En la Antigua Alianza el sacramento del Orden fue prefigurado por el servicio de los levitas, el sacerdocio de Aarón y la institución de los setenta "ancianos" (Nm 11, 25). Estas prefiguraciones se cumplen en Cristo Jesús, quien, mediante su sacrificio en la cruz, es "el único [.....] mediador entre Dios y los hombres" (1Tm 2, 5), el "Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec" (Hb 5,10). El único sacerdocio de Cristo se hace presente por el sacerdocio ministerial.
"Sólo Cristo es el verdadero sacerdote; los demás son ministros suyos"
(Santo Tomás de Aquino).
El sacramento del Orden se compone de tres grados, que son insustituibles para la estructura orgánica de la Iglesia: el episcopado, el presbiterado y el diaconado.
La Ordenación episcopal da la plenitud del sacramento del Orden, hace al Obispo legítimo sucesor de los Apóstoles, lo constituye miembro del Colegio episcopal, compartiendo con el Papa y los demás obispos la solicitud por todas las Iglesias, y le confiere los oficios de enseñar, santificar y gobernar.
El obispo, a quien se confía una Iglesia particular, es el principio visible y el fundamento de la unidad de esa Iglesia, en la cual desempeña, como vicario de Cristo, el oficio pastoral, ayudado por sus presbíteros y diáconos.
La unción del Espíritu marca al presbítero con un carácter espiritual indeleble, lo configura a Cristo sacerdote y lo hace capaz de actuar en nombre de Cristo Cabeza. Como cooperador del Orden episcopal, es consagrado para predicar el Evangelio, celebrar el culto divino, sobre todo la Eucaristía, de la que saca fuerza todo su ministerio, y ser pastor de los fieles.
Aunque haya sido ordenado para una misión universal, el presbítero la ejerce en una Iglesia particular, en fraternidad sacramental con los demás presbíteros que forman el "presbiterio" y que, en comunión con el obispo y en dependencia de él, tienen la responsabilidad de la Iglesia particular.
El diácono, configurado con Cristo siervo de todos, es ordenado para el servicio de la Iglesia, y lo cumple bajo la autoridad de su obispo, en el ministerio de la Palabra, el culto divino, la guía pastoral y la caridad.
En cada uno de sus tres grados, el sacramento del Orden se confiere mediante la imposición de las manos sobre la cabeza del ordenando por parte del obispo, quien pronuncia la solemne oración consagratoria. Con ella, el obispo pide a Dios para el ordenando una especial efusión del Espíritu Santo y de sus dones, en orden al ejercicio de su ministerio.
Corresponde a los obispos válidamente ordenados, en cuanto sucesores de los Apóstoles, conferir los tres grados del sacramento del Orden.
Sólo el varón bautizado puede recibir válidamente el sacramento del Orden. La Iglesia se reconoce vinculada por esta decisión del mismo Señor. Nadie puede exigir la recepción del sacramento del Orden, sino que debe ser considerado apto para el ministerio por la autoridad de la Iglesia.
Para el episcopado se exige siempre el celibato. Para el presbiterado, en la Iglesia latina, son ordinariamente elegidos hombres creyentes que viven como célibes y tienen la voluntad de guardar el celibato "por el reino de los cielos" (Mt 19, 12); en las Iglesias orientales no está permitido contraer matrimonio después de haber recibido la ordenación. Al diaconado permanente pueden acceder también hombres casados.
El sacramento del Orden otorga una efusión especial del Espíritu Santo, que configura con Cristo al ordenado en su triple función de Sacerdote, Profeta y Rey, según los respectivos grados del sacramento. La ordenación confiere un carácter espiritual indeleble: por eso no puede repetirse ni conferirse por un tiempo determinado.
Los sacerdotes ordenados, en el ejercicio del ministerio sagrado, no hablan ni actúan por su propia autoridad, ni tampoco por mandato o delegación de la comunidad, sino en la Persona de Cristo Cabeza y en nombre de la Iglesia. Por tanto, el sacerdocio ministerial se diferencia esencialmente, y no sólo en grado, del sacerdocio común de los fieles, al servicio del cual lo instituyó Cristo.
Dios, que es amor y creó al hombre por amor, lo ha llamado a amar. Creando al hombre y a la mujer, los ha llamado en el Matrimonio a una íntima comunión de vida y amor entre ellos, "de manera que ya no son dos, sino una sola carne" (Mt 19, 6). Al bendecirlos, Dios les dijo: "Creced y multiplicaos" (Gn 1, 28).
La alianza matrimonial del hombre y de la mujer, fundada y estructurada con leyes propias dadas por el Creador, está ordenada por su propia naturaleza a la comunión y al bien de los cónyuges, y a la procreación y educación de los hijos. Jesús enseña que, según el designio original divino, la unión matrimonial es indisoluble: "Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre" (Mc 10, 9).
A causa del primer pecado, que ha provocado también la ruptura de la comunión del hombre y de la mujer, donada por el Creador, la unión matrimonial está muy frecuentemente amenazada por la discordia y la infidelidad. Sin embargo, Dios, en su infinita misericordia, da al hombre y a la mujer su gracia para realizar la unión de sus vidas según el designio divino original.
Dios ayuda a su pueblo a madurar progresivamente en la conciencia de la unidad e indisolubilidad del Matrimonio, sobre todo mediante la pedagogía de la Ley y los Profetas. La alianza nupcial entre Dios e Israel prepara y prefigura la Alianza nueva realizada por el Hijo de Dios, Jesucristo, con su esposa, la Iglesia.
Jesucristo no sólo restablece el orden original del Matrimonio querido por Dios, sino que otorga la gracia para vivirlo en su nueva dignidad de sacramento, que es el signo del amor esponsal hacia la Iglesia: "Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo ama a la Iglesia" (Ef 5, 25)
El Matrimonio no es una obligación para todos. En particular, Dios llama a algunos hombres y mujeres a seguir a Jesús por el camino de la virginidad o del celibato por el Reino de los cielos; éstos renuncian al gran bien del Matrimonio para ocupase de las cosas del Señor tratando de agradarle, y se convierten en signo de la primacía absoluta del amor de Cristo y de la ardiente esperanza de su vuelta gloriosa.
Dado que el Matrimonio constituye a los cónyuges en un estado público de vida en la Iglesia, su celebración litúrgica es pública, en presencia del sacerdote (o de un testigo cualificado de la Iglesia) y de otros testigos.
El consentimiento matrimonial es la voluntad, expresada por un hombre y una mujer, de entregarse mutua y definitivamente, con el fin de vivir una alianza de amor fiel y fecundo. Puesto que el consentimiento hace el Matrimonio, resulta indispensable e insustituible. Para que el Matrimonio sea válido el consentimiento debe tener como objeto el verdadero Matrimonio, y ser un acto humano, consciente y libre, no determinado por la violencia o la coacción.
Para ser lícitos, los matrimonios mixtos (entre católico y bautizado no católico) necesitan la licencia de la autoridad eclesiástica. Los matrimonios con disparidad de culto (entre un católico y un no bautizado), para ser válidos necesitan una dispensa. En todo caso, es esencial que los cónyuges no excluyan la aceptación de los fines y las propiedades esenciales del Matrimonio, y que el cónyuge católico confirme el compromiso, conocido también por el otro cónyuge, de conservar la fe y asegurar el Bautismo y la educación católica de los hijos.
El sacramento del Matrimonio crea entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo. Dios mismo ratifica el consentimiento de los esposos. Por tanto, el Matrimonio rato y consumado entre bautizados no podrá ser nunca disuelto. Por otra parte, este sacramento confiere a los esposos la gracia necesaria para alcanzar la santidad en la vida conyugal y acoger y educar responsablemente a los hijos.
Los pecados gravemente contrarios al sacramento del Matrimonio son los siguientes: el adulterio, la poligamia, en cuanto contradice la idéntica dignidad entre el hombre y la mujer y la unidad y exclusividad del amor conyugal; el rechazo de la fecundidad, que priva a la vida conyugal del don de los hijos; y el divorcio, que contradice la indisolubilidad.
La Iglesia admite la separación física de los esposos cuando la cohabitación entre ellos se ha hecho, por diversas razones, prácticamente imposible, aunque procura su reconciliación. Pero éstos, mientras viva el otro cónyuge, no son libres para contraer una nueva unión, a menos que el matrimonio entre ellos sea nulo y, como tal, declarado por la autoridad eclesiástica.
Fiel al Señor, la Iglesia no puede reconocer como matrimonio la unión de divorciados vueltos a casar civilmente. "Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio" (Mc 10, 11-12). Hacia ellos la Iglesia muestra una atenta solicitud, invitándoles a una vida de fe, a la oración, a las obras de caridad y a la educación cristiana de los hijos; pero no pueden recibir la absolución sacramental, acercarse a la comunión eucarística ni ejercer ciertas responsabilidades eclesiales, mientras dure tal situación, que contrasta objetivamente con la ley de Dios.
La familia cristiana es llamada Iglesia doméstica, porque manifiesta y realiza la naturaleza comunitaria y familiar de la Iglesia en cuanto familia de Dios. Cada miembro, según su propio papel, ejerce el sacerdocio bautismal, contribuyendo a hacer de la familia una comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes humanas y cristianas y lugar del primer anuncio de la fe a los hijos.
Los sacramentales son signos sagrados instituidos por la Iglesia, por medio de los cuales se santifican algunas circunstancias de la vida. Comprenden siempre una oración acompañada de la señal de la cruz o de otros signos. Entre los sacramentales, ocupan un lugar importante las bendiciones, que son una alabanza a Dios y una oración para obtener sus dones, la consagración de personas y la dedicación de cosas al culto de Dios.
Tiene lugar un exorcismo, cuando la Iglesia pide con su autoridad, en nombre de Jesús, que una persona o un objeto sea protegido contra el influjo del Maligno y sustraído a su dominio. Se practica de modo ordinario en el rito del Bautismo. El exorcismo solemne, llamado gran exorcismo, puede ser efectuado solamente por un presbítero autorizado por el obispo.
El sentido religioso del pueblo cristiano ha encontrado en todo tiempo su expresión en formas variadas de piedad, que acompañan la vida sacramental de la Iglesia, como son la veneración de las reliquias, las visitas a santuarios, las peregrinaciones, las procesiones, el "Vía crucis", el Rosario. La Iglesia, a la luz de la fe, ilumina y favorece las formas auténticas de piedad popular.
El cristiano que muere en Cristo alcanza, al final de su existencia terrena, el cumplimiento de la nueva vida iniciada con el Bautismo, reforzada con la Confirmación y alimentada en la Eucaristía, anticipo del banquete celestial. El sentido de la muerte del cristiano se manifiesta a la luz de la Muerte y Resurrección de Cristo, nuestra única esperanza; el cristiano que muere en Cristo Jesús va "a vivir con el Señor" (2Co 5, 8).
Las exequias, aunque se celebren según diferentes ritos, respondiendo a las situaciones y a las tradiciones de cada región, expresan el carácter pascual de la muerte cristiana, en la esperanza de la resurrección, y el sentido de la comunión con el difunto, particularmente mediante la oración por la purificación de su alma.
De ordinario, las exequias comprenden cuatro momentos principales: la acogida de los restos mortales del difunto por parte de la comunidad, con palabras de consuelo y esperanza para sus familiares; la liturgia de la Palabra; el sacrificio eucarístico; y "el adiós", con el que se encomienda el alma del difunto a Dios, fuente de vida eterna, mientras su cuerpo es sepultado en la esperanza de la Resurrección.
Lo que se profesa en el Símbolo de la fe, los sacramentos lo comunican. En efecto, con ellos los fieles reciben la gracia de Cristo y los dones del Espíritu Santo, que les hacen capaces de vivir la vida nueva de hijos de Dios en Cristo, acogido con fe.
"Cristiano, reconoce tu dignidad" (San León Magno).
La dignidad de la persona humana está arraigada en su creación a imagen y semejanza de Dios. Dotada de alma espiritual e inmortal, de inteligencia y de voluntad libre, la persona humana está ordenada a Dios y llamada, con alma y cuerpo, a la bienaventuranza eterna.
El hombre alcanza la bienaventuranza en virtud de la gracia de Cristo, que lo hace partícipe de la vida divina. En el Evangelio Cristo señala a los suyos el camino que lleva a la felicidad sin fin: las Bienaventuranzas. La gracia de Cristo obra en todo hombre que, siguiendo la recta conciencia, busca y ama la verdad y el bien, y evita el mal.
Las Bienaventuranzas son el centro de la predicación de Jesús; recogen y perfeccionan las promesas de Dios, hechas a partir de Abraham. Dibujan el rostro mismo de Jesús, y trazan la auténtica vida cristiana, desvelando al hombre el fin último de sus actos: la bienaventuranza eterna.
Las Bienaventuranzas responden al innato deseo de felicidad que Dios ha puesto en el corazón del hombre, a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer.
La bienaventuranza consiste en la visión de Dios en la vida eterna, cuando seremos en plenitud "partícipes de la naturaleza divina" (2P 1, 4), de la gloria de Cristo y del gozo de la vida trinitaria. La bienaventuranza sobrepasa la capacidad humana; es un don sobrenatural y gratuito de Dios, como la gracia que nos conduce a ella. La promesa de la bienaventuranza nos sitúa frente a opciones morales decisivas respecto de los bienes terrenales, estimulándonos a amar a Dios sobre todas las cosas.
La libertad es el poder dado por Dios al hombre de obrar o no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar de este modo por sí mismo acciones deliberadas. La libertad es la característica de los actos propiamente humanos. Cuanto más se hace el bien, más libre se va haciendo también el hombre. La libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, Bien supremo y Bienaventuranza nuestra. La libertad implica también la posibilidad de elegir entre el bien y el mal. La elección del mal es un abuso de la libertad, que conduce a la esclavitud del pecado.
La libertad hace al hombre responsable de sus actos, en la medida en que éstos son voluntarios; aunque tanto la imputabilidad como la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas o incluso anuladas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia soportada, el miedo, los afectos desordenados y los hábitos.
El derecho al ejercicio de la libertad es propio de todo hombre, en cuanto resulta inseparable de su dignidad de persona humana. Este derecho ha de ser siempre respetado, especialmente en el campo moral y religioso, y debe ser civilmente reconocido y tutelado, dentro de los límites del bien común y del justo orden público.
Nuestra libertad se halla debilitada a causa del pecado original. El debilitamiento se agrava aún más por los pecados sucesivos. Pero Cristo "nos liberó para ser libres" (Ga 5, 1). El Espíritu Santo nos conduce con su gracia a la libertad espiritual, para hacernos libres colaboradores suyos en la Iglesia y en el mundo.
La moralidad de los actos humanos depende de tres fuentes: del objeto elegido, es decir, un bien real o aparente; de la intención del sujeto que actúa, es decir, del fin por el que lleva a cabo su acción; y de las circunstancias de la acción, incluidas las consecuencias de la misma.
El acto es moralmente bueno cuando supone, al mismo tiempo, la bondad del objeto, del fin y de las circunstancias. El objeto elegido puede por sí solo viciar una acción, aunque la intención sea buena. No es lícito hacer el mal para conseguir un bien. Un fin malo puede corromper la acción, aunque su objeto sea en sí mismo bueno; asimismo, un fin bueno no hace buena una acción que de suyo sea en sí misma mala, porque el fin no justifica los medios. Las circunstancias pueden atenuar o incrementar la responsabilidad de quien actúa, pero no puede modificar la calidad moral de los actos mismos, porque no convierten nunca en buena una acción mala en sí misma.
Hay actos cuya elección es siempre ilícita en razón de su objeto (por ejemplo, la blasfemia, el homicidio, el adulterio). Su elección supone un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral, que no puede ser justificado en virtud de los bienes que eventualmente pudieran derivarse de ellos.
Las pasiones son los afectos, emociones o impulsos de la sensibilidad -componentes naturales de la psicología humana-, que inclinan a obrar o a no obrar, en vista de lo que se percibe como bueno o como malo. Las principales son el amor y el odio, el deseo y el temor, la alegría, la tristeza y la cólera. La pasión fundamental es el amor, provocado por el atractivo del bien. No se ama sino el bien, real o aparente.
Las pasiones, en cuanto impulsos de la sensibilidad, no son en sí mismas ni buenas ni malas; son buenas, cuando contribuyen a una acción buena; son malas, en caso contrario. Pueden ser asumidas en las virtudes o pervertidas en los vicios.
La conciencia moral, presente en lo íntimo de la persona, es un juicio de la razón, que en el momento oportuno, impulsa al hombre a hacer el bien y a evitar el mal. Gracias a ella, la persona humana percibe la cualidad moral de un acto a realizar o ya realizado, permitiéndole asumir la responsabilidad del mismo. Cuando escucha la conciencia moral, el hombre prudente puede sentir la voz de Dios que le habla.
La dignidad de la persona humana supone la rectitud de la conciencia moral, es decir que ésta se halle de acuerdo con lo que es justo y bueno según la razón y la ley de Dios. A causa de la misma dignidad personal, el hombre no debe ser forzado a obrar contra su conciencia, ni se le debe impedir obrar de acuerdo con ella, sobre todo en el campo religioso, dentro de los límites del bien común.
La conciencia recta y veraz se forma con la educación, con la asimilación de la Palabra de Dios y las enseñanzas de la Iglesia. Se ve asistida por los dones del Espíritu Santo y ayudada con los consejos de personas prudentes. Además, favorecen mucho la formación moral tanto la oración como el examen de conciencia.
Tres son las normas más generales que debe seguir siempre la conciencia:
1) Nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien.La persona debe obedecer siempre al juicio cierto de la propia conciencia, la cual, sin embargo, puede también emitir juicios erróneos, por causas no siempre exentas de culpabilidad personal. Con todo, no es imputable a la persona el mal cometido por ignorancia involuntaria, aunque siga siendo objetivamente un mal. Es necesario, por tanto, esforzarse para corregir la conciencia moral de sus errores.
La virtud es una disposición habitual y firme para hacer el bien: "El fin de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios" (San Gregorio de Nisa). Hay virtudes humanas y virtudes teologales.
Las virtudes humanas son perfecciones habituales y estables del entendimiento y de la voluntad, que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta en conformidad con la razón y la fe. Adquiridas y fortalecidas por medio de actos moralmente buenos y reiterados, son purificadas y elevadas por la gracia divina.
Las principales virtudes humanas son las denominadas cardinales, que agrupan a todas las demás y constituyen las bases de la vida virtuosa. Son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
La prudencia dispone la razón a discernir, en cada circunstancia, nuestro verdadero bien y a elegir los medios adecuados para realizarlo. Es guía de las demás virtudes, indicándoles su regla y medida.
La justicia consiste en la constante y firme voluntad de dar a los demás lo que les es debido. La justicia para con Dios se llama "virtud de la religión".
La fortaleza asegura la firmeza en las dificultades y la constancia en la búsqueda del bien, llegando incluso a la capacidad de aceptar el eventual sacrificio de la propia vida por una causa justa.
La templanza modera la atracción de los placeres, asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados.
Las virtudes teologales son las que tienen como origen, motivo y objeto inmediato a Dios mismo. Infusas en el hombre con la gracia santificante, nos hacen capaces de vivir en relación con la Santísima Trinidad, y fundamentan y animan la acción moral del cristiano, vivificando las virtudes humanas. Son la garantía de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano.
Las virtudes teologales son la fe, la esperanza y la caridad
La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha revelado, y que la Iglesia nos propone creer, dado que Dios es la Verdad misma. Por la fe, el hombre se abandona libremente a Dios; por ello, el que cree trata de conocer y hacer la voluntad de Dios, ya que "la fe actúa por la caridad" (Ga 5, 6).
La esperanza es la virtud teologal por la que deseamos y esperamos de Dios la vida eterna como nuestra felicidad, confiando en las promesas de Cristo, y apoyándonos en la ayuda de la gracia del Espíritu Santo para merecerla y perseverar hasta el fin de nuestra vida terrena.
La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios. Jesús hace de ella el mandamiento nuevo, la plenitud de la Ley. Ella es "el vínculo de la perfección" (Col 3, 14) y el fundamento de las demás virtudes, a las que anima, inspira y ordena: sin ella "no soy nada" y "nada me aprovecha" (1Co 13, 2-3).
Los dones del Espíritu Santo son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir las inspiraciones divinas. Son siete: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.
Los frutos del Espíritu Santo son perfecciones plasmadas en nosotros como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: "caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad" (Ga 5, 22-23 [Vulgata]).
Acoger la misericordia de Dios supone que reconozcamos nuestras culpas, arrepintiéndonos de nuestros pecados. Dios mismo, con su Palabra y su Espíritu, descubre nuestros pecados, sitúa nuestra conciencia en la verdad sobre sí misma y nos concede la esperanza del perdón.
El pecado es "una palabra, un acto o un deseo contrarios a la Ley eterna" (San Agustín). Es una ofensa a Dios, a quien desobedecemos en vez de responder a su amor. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Cristo, en su Pasión, revela plenamente la gravedad del pecado y lo vence con su misericordia.
La variedad de los pecados es grande. Pueden distinguirse según su objeto o según las virtudes o los mandamientos a los que se oponen. Pueden referirse directamente a Dios, al prójimo o a nosotros mismos. Se los puede también distinguir en pecados de pensamiento, palabra, obra y omisión.
En cuanto a la gravedad, el pecado se distingue en pecado mortal y pecado venial.
Se comete un pecado mortal cuando se dan, al mismo tiempo, materia grave, plena advertencia y deliberado consentimiento. Este pecado destruye en nosotros la caridad, nos priva de la gracia santificante y, a menos que nos arrepintamos, nos conduce a la muerte eterna del infierno. Se perdona, por vía ordinaria, mediante los sacramentos del Bautismo y de la Penitencia o Reconciliación.
El pecado venial, que se diferencia esencialmente del pecado mortal, se comete cuando la materia es leve; o bien cuando, siendo grave la materia, no se da plena advertencia o perfecto consentimiento. Este pecado no rompe la alianza con Dios. Sin embargo, debilita la caridad, entraña un afecto desordenado a los bienes creados, impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y en la práctica del bien moral y merece penas temporales de purificación.
El pecado prolifera en nosotros pues uno lleva a otro, y su repetición genera el vicio.
Los vicios, como contrarios a las virtudes, son hábitos perversos que oscurecen la conciencia e inclinan al mal. Los vicios pueden ser referidos a los siete pecados llamados capitales: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza.
Tenemos responsabilidad en los pecados de los otros cuando cooperamos culpablemente a que se comentan.
Las estructuras de pecado son situaciones sociales o instituciones contrarias a la ley divina, expresión y efecto de los pecados personales.
Junto a la llamada personal a la bienaventuranza divina, el hombre posee una dimensión social que es parte esencial de su naturaleza y de su vocación. En efecto, todos los hombres están llamados a un idéntico fin, que es el mismo Dios. Hay una cierta semejanza entre la comunión de las Personas divinas y la fraternidad que los hombres deben instaurar entre ellos, fundada en la verdad y en la caridad. El amor al prójimo es inseparable del amor a Dios.
La persona es y debe ser principio, sujeto y fin de todas las instituciones sociales. Algunas sociedades, como la familia y la comunidad civil, son necesarias para la persona. También son útiles otras asociaciones, tanto dentro de las comunidades políticas como a nivel internacional, en el respeto del principio de subsidiaridad
El principio de subsidiaridad indica que una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándole de sus competencias, sino que más bien debe sostenerle en caso de necesidad.
Una auténtica convivencia humana requiere respetar la justicia y la recta jerarquía de valores, así como el subordinar las dimensiones materiales e instintivas a las interiores y espirituales. En particular, cuando el pecado pervierte el clima social, se necesita hacer un llamamiento a la conversión del corazón y a la gracia de Dios, para conseguir los cambios sociales que estén realmente al servicio de cada persona, considerada en su integridad. La caridad es el más grande mandamiento social, pues exige y da la capacidad de practicar la justicia.
Toda sociedad humana tiene necesidad de una autoridad legítima, que asegure el orden y contribuya a la realización del bien común. Esta autoridad tiene su propio fundamento en la naturaleza humana, porque corresponde al orden establecido por Dios.
La autoridad se ejerce de manera legítima cuando procura el bien común, y para conseguirlo utiliza medios moralmente lícitos. Por tanto, los regímenes políticos deben estar determinados por la libertad de decisión de los ciudadanos y respetar el principio del "Estado de derecho". Según tal principio, la soberanía es prerrogativa de la ley, no de la voluntad arbitraria de los hombres. Las leyes injustas y las medidas contrarias al orden moral no obligan en conciencia.
Por bien común se entiende el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible, a los grupos y a cada uno de sus miembros, el logro de la propia perfección.
El bien común supone: el respeto y la promoción de los derechos fundamentales de la persona, el desarrollo de los bienes espirituales y temporales de la persona y la sociedad, y la paz y la seguridad de todos.
La realización más completa del bien común se verifica en aquellas comunidades políticas que defienden y promueven el bien de los ciudadanos y de las instituciones intermedias, sin olvidar el bien universal de la familia humana.
Todo hombre, según el lugar que ocupa y el papel que desempeña, participa en la realización del bien común, respetando las leyes justas y haciéndose cargo de los sectores en los que tiene responsabilidad personal, como son el cuidado de la propia familia y el compromiso en el propio trabajo. Por otra parte, los ciudadanos deben tomar parte activa en la vida pública, en la medida en que les sea posible.
La sociedad asegura la justicia social cuando respeta la dignidad y los derechos de la persona, finalidad propia de la misma sociedad. Ésta, además, procura alcanzar la justicia social, vinculada al bien común y al ejercicio de la autoridad, cuando garantiza las condiciones que permiten a las asociaciones y a los individuos conseguir aquello que les corresponde por derecho.
Todos los hombres gozan de igual dignidad y derechos fundamentales, en cuanto que, creados a imagen del único Dios y dotados de una misma alma racional, tienen la misma naturaleza y origen, y están llamados en Cristo, único Salvador, a la misma bienaventuranza divina.
Existen desigualdades económicas y sociales inicuas, que afectan a millones de seres humanos, que están en total contraste con el Evangelio, son contrarias a la justicia, a la dignidad de las personas y a la paz. Pero hay también diferencias entre los hombres, causadas por diversos factores, que entran en el plan de Dios. En efecto, Dios quiere que cada uno reciba de los demás lo que necesita, y que quienes disponen de talentos particulares los compartan con los demás. Estas diferencias alientan, y con frecuencia obligan, a las personas a la magnanimidad, la benevolencia y la solidaridad, e incitan a las culturas a enriquecerse unas a otras.
La solidaridad, que emana de la fraternidad humana y cristiana, se expresa ante todo en la justa distribución de bienes, en la equitativa remuneración del trabajo y en el esfuerzo en favor de un orden social más justo. La virtud de la solidaridad se realiza también en la comunicación de los bienes espirituales de la fe, aún más importantes que los materiales.
La ley moral es obra de la Sabiduría divina. Prescribe al hombre los caminos y las reglas de conducta que llevan a la bienaventuranza prometida, y prohíbe los caminos que apartan de Dios.
La ley natural, inscrita por el Creador en el corazón de todo hombre, consiste en una participación de la sabiduría y bondad de Dios, y expresa el sentido moral originario, que permite al hombre discernir el bien y el mal, mediante la razón. La ley natural es universal e inmutable, y pone la base de los deberes y derechos fundamentales de la persona, de la comunidad humana y de la misma ley civil.
A causa del pecado, no siempre ni todos son capaces de percibir en modo inmediato y con igual claridad la ley natural.
Por esto, "Dios escribió en las tablas de la Ley lo que los hombres no alcanzaban a leer en sus corazones" (San Agustín).
La Ley antigua constituye la primera etapa de la Ley revelada. Expresa muchas verdades naturalmente accesibles a la razón, que se encuentran afirmadas y convalidadas en las Alianzas de la salvación. Sus prescripciones morales, recogidas en los Mandamientos del Decálogo, ponen la base de la vocación del hombre, prohíben lo que es contrario al amor de Dios y del prójimo y indican lo que les es esencial.
La Ley antigua permite conocer muchas verdades accesibles a la razón, señala lo que se debe o no se debe hacer, y sobre todo, como un sabio pedagogo, prepara y dispone a la conversión y a la acogida del Evangelio. Sin embargo, aun siendo santa, espiritual y buena, la Ley antigua es todavía imperfecta, porque no da por sí misma la fuerza y la gracia del Espíritu para observarla.
La nueva Ley o Ley evangélica, proclamada y realizada por Cristo, es la plenitud y el cumplimiento de la ley divina, natural y revelada. Se resume en el mandamiento de amar a Dios y al prójimo, y de amarnos como Cristo nos ha amado. Es también una realidad grabada en el interior del hombre: la gracia del Espíritu Santo, que hace posible tal amor. Es "la ley de la libertad" (St 1, 25), porque lleva a actuar espontáneamente bajo el impulso de la caridad.
"La Ley nueva es principalmente la misma gracia del Espíritu Santo que se da a los que creen en Cristo" (Santo Tomás de Aquino).
La Ley nueva se encuentra en toda la vida y la predicación de Cristo y en la catequesis moral de los Apóstoles; el Sermón de la Montaña es su principal expresión.
La justificación es la obra más excelente del amor de Dios. Es la acción misericordiosa y gratuita de Dios, que borra nuestros pecados, y nos hace justos y santos en todo nuestro ser. Somos justificados por medio de la gracia del Espíritu Santo, que la Pasión de Cristo nos ha merecido y se nos ha dado en el Bautismo. Con la justificación comienza la libre respuesta del hombre, esto es, la fe en Cristo y la colaboración con la gracia del Espíritu Santo.
La gracia es un don gratuito de Dios, por el que nos hace partícipes de su vida trinitaria y capaces de obrar por amor a Él. Se le llama gracia habitual, santificante o deificante, porque nos santifica y nos diviniza. Es sobrenatural, porque depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios y supera la capacidad de la inteligencia y de las fuerzas del hombre. Escapa, por tanto, a nuestra experiencia.
Además de la gracia habitual, existen otros tipos de gracia: las gracias actuales (dones en circunstancias particulares); las gracias sacramentales (dones propios de cada sacramento); las gracias especiales o carismas (que tienen como fin el bien común de la Iglesia), entre las que se encuentran las gracias de estado, que acompañan al ejercicio de los ministerios eclesiales y de las responsabilidades de la vida.
La gracia previene, prepara y suscita la libre respuesta del hombre; responde a las profundas aspiraciones de la libertad humana, la invita a cooperar y la conduce a su perfección.
El mérito es lo que da derecho a la recompensa por una obra buena. Respecto a Dios, el hombre, de suyo, no puede merecer nada, habiéndolo recibido todo gratuitamente de Él. Sin embargo, Dios da al hombre la posibilidad de adquirir méritos, mediante la unión a la caridad de Cristo, fuente de nuestros méritos ante Dios. Por eso, los méritos de las buenas obras deben ser atribuidos primero a la gracia de Dios y después a la libre voluntad del hombre.
Bajo la moción del Espíritu Santo, podemos merecer, para nosotros mismos o para los demás, las gracias útiles para santificarnos y para alcanzar la gloria eterna, así como también los bienes temporales que nos convienen según el designio de Dios. Nadie puede merecer la primera gracia, que está en el origen de la conversión y de la justificación.
Todos los fieles estamos llamados a la santidad cristiana. Ésta es plenitud de la vida cristiana y perfección de la caridad, y se realiza en la unión íntima con Cristo y, en Él, con la Santísima Trinidad. El camino de santificación del cristiano, que pasa por la cruz, tendrá su cumplimiento en la resurrección final de los justos, cuando Dios sea todo en todos.
La Iglesia es la comunidad donde el cristiano acoge la Palabra de Dios y las enseñanzas de la "Ley de Cristo" (Ga 6, 2); recibe la gracia de los sacramentos; se une a la ofrenda eucarística de Cristo, transformando así su vida moral en un culto espiritual; aprende del ejemplo de santidad de la Virgen María y de los santos.
El Magisterio de la Iglesia interviene en el campo moral, porque es su misión predicar la fe que hay que creer y practicar en la vida cotidiana. Esta competencia se extiende también a los preceptos específicos de la ley natural, porque su observancia es necesaria para la salvación.
Los preceptos de la Iglesia tienen por finalidad garantizar que los fieles cumplan con lo mínimo indispensable en relación al espíritu de oración, a la vida sacramental, al esfuerzo moral y al crecimiento en el amor a Dios y al prójimo.
Los preceptos de la Iglesia son cinco:
1) Participar en la Misa todos los domingos y fiestas de guardar, y no realizar trabajos y actividades que puedan impedir la santificación de estos días.La vida moral de los cristianos es indispensable para el anuncio del Evangelio, porque, conformando su vida con la del Señor Jesús, los fieles atraen a los hombres a la fe en el verdadero Dios, edifican la Iglesia, impregnan el mundo con el espíritu del Evangelio y apresuran la venida del Reino de Dios.
Éxodo Ex 20, 2-17
Deuteronomio, Dt 5, 6-21
Fórmula catequética
"Yo soy el Señor tu Dios que te ha sacado del país de Egipto de la casa de servidumbre.
"Yo soy el Señor, tu Dios, que te ha sacado de Egipto, de la servidumbre.
"Yo soy el Señor tu Dios:
No habrá para ti otros dioses delante de mí. No te harás escultura ni imagen alguna, ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos, hasta la tercera generación de los que me odian, y tengo misericordia por millares con los que me aman y guardan mis mandamientos.
No habrá para ti otros dioses delante de mí.
1. Amarás a Dios sobre todas las cosas.
No tomarás en falso el nombre del Señor porque el Señor no dejará sin castigo a quien toma su nombre en falso.
No tomarás en falso el nombre del Señor, tu Dios...
2. No tomarás el nombre de Dios en vano.
Recuerda el día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás todos tus trabajos, pero el séptimo es día de descanso para el Señor, tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo ni tu hija ni tu siervo ni tu sierva, ni tu ganado, ni el forastero que habita en tu ciudad. Pues en seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó; por eso bendijo el Señor el día del sábado.
Guardarás el día del sábado para santificarlo.
3. Santificarás las fiestas.
Honra a tu padre y a tu madre para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar.
Honra a tu padre y a tu madre.
4. Honrarás a tu padre y a tu madre.
No matarás.
No matarás.
5. No matarás.
No cometerás adulterio.
No cometerás adulterio.
6. No cometerás actos impuros.
No robarás.
No robarás.
7. No robarás
No darás falso testimonio contra tu prójimo.
No darás testimonio falso contra tu prójimo.
8. No darás falso testimonio ni mentirás.
No codiciarás la casa de tu prójimo. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo"
No desearás la mujer de tu prójimo. No codiciarás... nada que sea de tu prójimo."
9. No consentirás pensamientos ni deseos impuros. 10. No codiciarás los bienes ajenos."
Al joven que le pregunta "Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?", Jesús responde: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos", y después añade: "Ven y sígueme" (Mt 19, 16). Seguir a Jesús implica cumplir los Mandamientos. La Ley no es abolida. Por el contrario, el hombre es invitado a encontrarla en la persona del divino Maestro, que la realiza perfectamente en sí mismo, revela su pleno significado y atestigua su perennidad.
Jesús interpreta la Ley a la luz del doble y único mandamiento de la caridad, que es su plenitud: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas" (Mt 22, 37-40).
Decálogo significa las "diez palabras" que recogen la Ley dada por Dios al pueblo de Israel durante la Alianza hecha por medio de Moisés (Ex 34, 28). El Decálogo, al presentar los mandamientos del amor a Dios (los tres primeros) y al prójimo (los otros siete), traza, para el pueblo elegido y para cada uno en particular, el camino de una vida liberada de la esclavitud del pecado.
El Decálogo se comprende a la luz de la Alianza, en la que Dios se revela, dando a conocer su voluntad. Al guardar los Mandamientos, el pueblo expresa su pertenencia a Dios, y responde con gratitud a su iniciativa de amor.
Fiel a la Escritura y siguiendo el ejemplo de Jesús, la Iglesia ha reconocido en el Decálogo una importancia y un significado fundamentales. Los cristianos están obligados a observarlo.
Los diez mandamientos constituyen un todo orgánico e indisociable, porque cada mandamiento remite a los demás y a todo el Decálogo. Por tanto, transgredir un mandamiento es como quebrantar toda la Ley.
El Decálogo obliga gravemente porque enuncia los deberes fundamentales del hombre para con Dios y para con el prójimo.
Sí, es posible cumplir el Decálogo, porque Cristo, sin el cual nada podemos hacer, nos hace capaces de ello con el don del Espíritu Santo y de la gracia.
La afirmación: "Yo soy el Señor tu Dios" implica para el fiel guardar y poner en práctica las tres virtudes teologales, y evitar los pecados que se oponen a ellas. La fe cree en Dios y rechaza todo lo que le es contrario, como, por ejemplo, la duda voluntaria, la incredulidad, la herejía, la apostasía y el cisma. La esperanza aguarda confiadamente la bienaventurada visión de Dios y su ayuda, evitando la desesperación y la presunción. La caridad ama a Dios sobre todas las cosas y rechaza la indiferencia, la ingratitud, la tibieza, la pereza o indolencia espiritual y el odio a Dios, que nace del orgullo.
Las palabras "adorarás al Señor tu Dios y a Él sólo darás culto" suponen adorar a Dios como Señor de todo cuanto existe; rendirle el culto debido individual y comunitariamente; rezarle con expresiones de alabanza, de acción de gracias y de súplica; ofrecerle sacrificios, sobre todo el espiritual de nuestra vida, unido al sacrificio perfecto de Cristo; mantener las promesas y votos que se le hacen.
Todo hombre tiene el derecho y el deber moral de buscar la verdad, especialmente en lo que se refiere a Dios y a la Iglesia, y, una vez conocida, de abrazarla y guardarla fielmente, rindiendo a Dios un culto auténtico. Al mismo tiempo, la dignidad de la persona humana requiere que, en materia religiosa, nadie sea forzado a obrar contra su conciencia, ni impedido a actuar de acuerdo con la propia conciencia, tanto pública como privadamente, en forma individual o asociada, dentro de los justos límites del orden público.
Con el mandamiento "No tendrás otro Dios fuera de mí" se prohíbe:
el politeísmo y la idolatría, que diviniza a una criatura, el poder, el dinero, incluso al demonio;
la superstición, que es una desviación del culto debido al Dios verdadero, y que se expresa también bajo las formas de adivinación, magia, brujería y espiritismo;
la irreligión, que se manifiesta en tentar a Dios con palabras o hechos; en el sacrilegio, que profana a las personas y las cosas sagradas, sobre todo la Eucaristía; en la simonía, que intenta comprar o vender realidades espirituales;
el ateísmo, que rechaza la existencia de Dios, apoyándose frecuentemente en una falsa concepción de la autonomía humana;
el agnosticismo, según el cual, nada se puede saber sobre Dios, y que abarca el indiferentismo y el ateísmo práctico.
En el Antiguo Testamento, el mandato "no te harás escultura alguna" prohibía representar a Dios, absolutamente trascendente. A partir de la encarnación del Verbo, el culto cristiano a las sagradas imágenes está justificado (como afirma el II Concilio de Nicea del año 787), porque se fundamenta en el Misterio del Hijo de Dios hecho hombre, en el cual, el Dios trascendente se hace visible. No se trata de una adoración de la imagen, sino de una veneración de quien en ella se representa: Cristo, la Virgen, los ángeles y los santos.
Se respeta la santidad del Nombre de Dios invocándolo, bendiciéndole, alabándole y glorificándole. Ha de evitarse, por tanto, el abuso de apelar al Nombre de Dios para justificar un crimen, y todo uso inconveniente de su Nombre, como la blasfemia, que por su misma naturaleza es un pecado grave; la imprecación y la infidelidad a las promesas hechas en nombre de Dios.
Está prohibido jurar en falso, porque ello supone invocar en una causa a Dios, que es la verdad misma, como testigo de una mentira.
"No jurar ni por Criador, ni por criatura, si no fuere con verdad, necesidad y reverencia" (San Ignacio de Loyola).
El perjurio es hacer, bajo juramento, una promesa con intención de no cumplirla, o bien violar la promesa hecha bajo juramento. Es un pecado grave contra Dios, que siempre es fiel a sus promesas.
Dios ha bendecido el sábado y lo ha declarado sagrado, porque en este día se hace memoria del descanso de Dios el séptimo día de la creación, así como de la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto y de la Alianza que Dios hizo con su pueblo.
Jesús reconoce la santidad del sábado, y con su autoridad divina le da la interpretación auténtica: "El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado" (Mc 2, 27).
Para los cristianos, el sábado ha sido sustituido por el domingo, porque éste es el día de la Resurrección de Cristo. Como "primer día de la semana" (Mc 16, 2), recuerda la primera Creación; como "octavo día", que sigue al sábado, significa la nueva Creación inaugurada con la Resurrección de Cristo. Es considerado, así, por los cristianos como el primero de todos los días y de todas las fiestas: el día del Señor, en el que Jesús, con su Pascua, lleva a cumplimiento la verdad espiritual del sábado judío y anuncia el descanso eterno del hombre en Dios.
Los cristianos santifican el domingo y las demás fiestas de precepto participando en la Eucaristía del Señor y absteniéndose de las actividades que les impidan rendir culto a Dios, o perturben la alegría propia del día del Señor o el descanso necesario del alma y del cuerpo. Se permiten las actividades relacionadas con las necesidades familiares o los servicios de gran utilidad social, siempre que no introduzcan hábitos perjudiciales a la santificación del domingo, a la vida de familia y a la salud.
Es importante que el domingo sea reconocido civilmente como día festivo, a fin de que todos tengan la posibilidad real de disfrutar del suficiente descanso y del tiempo libre que les permitan cuidar la vida religiosa, familiar, cultural y social; de disponer de tiempo propicio para la meditación, la reflexión, el silencio y el estudio, y de dedicarse a hacer el bien, en particular en favor de los enfermos y de los ancianos.
El cuarto mandamiento ordena honrar y respetar a nuestros padres, y a todos aquellos a quienes Dios ha investido de autoridad para nuestro bien.
En el plan de Dios, un hombre y una mujer, unidos en matrimonio, forman, por sí mismos y con sus hijos, una familia. Dios ha instituido la familia y le ha dotado de su constitución fundamental. El matrimonio y la familia están ordenados al bien de los esposos y a la procreación y educación de los hijos. Entre los miembros de una misma familia se establecen relaciones personales y responsabilidades primarias. En Cristo la familia se convierte en Iglesia doméstica, porque es una comunidad de fe, de esperanza y de amor.
La familia es la célula original de la sociedad humana, y precede a cualquier reconocimiento por parte de la autoridad pública. Los principios y valores familiares constituyen el fundamento de la vida social. La vida de familia es una iniciación a la vida de la sociedad.
La sociedad tiene el deber de sostener y consolidar el matrimonio y la familia, siempre en el respeto del principio de subsidiaridad. Los poderes públicos deben respetar, proteger y favorecer la verdadera naturaleza del matrimonio y de la familia, la moral pública, los derechos de los padres, y el bienestar doméstico.
Los hijos deben a sus padres respeto (piedad filial), reconocimiento, docilidad y obediencia, contribuyendo así, junto a las buenas relaciones entre hermanos y hermanas, al crecimiento de la armonía y de la santidad de toda la vida familiar. En caso de que los padres se encuentren en situación de pobreza, de enfermedad, de soledad o de ancianidad, los hijos adultos deben prestarles ayuda moral y material.
Los padres, partícipes de la paternidad divina, son los primeros responsables de la educación de sus hijos y los primeros anunciadores de la fe. Tienen el deber de amar y de respetar a sus hijos como personas y como hijos de Dios, y proveer, en cuanto sea posible, a sus necesidades materiales y espirituales, eligiendo para ellos una escuela adecuada, y ayudándoles con prudentes consejos en la elección de la profesión y del estado de vida. En especial, tienen la misión de educarlos en la fe cristiana.
Los padres educan a sus hijos en la fe cristiana principalmente con el ejemplo, la oración, la catequesis familiar y la participación en la vida de la Iglesia.
Los vínculos familiares, aunque sean importantes, no son absolutos, porque la primera vocación del cristiano es seguir a Jesús, amándolo: "El que ama su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí" (Mt 10, 37). Los padres deben favorecer gozosamente el seguimiento de Jesús por parte de sus hijos en todo estado de vida, también en la vida consagrada y en el ministerio sacerdotal.
En los distintos ámbitos de la sociedad civil, la autoridad se ejerce siempre como un servicio, respetando los derechos fundamentales del hombre, una justa jerarquía de valores, las leyes, la justicia distributiva y el principio de subsidiaridad. Cada cual, en el ejercicio de la autoridad, debe buscar el interés de la comunidad antes que el propio, y debe inspirar sus decisiones en la verdad sobre Dios, sobre el hombre y sobre el mundo.
Quienes están sometidos a las autoridades deben considerarlas como representantes de Dios, ofreciéndoles una colaboración leal para el buen funcionamiento de la vida pública y social. Esto exige el amor y servicio de la patria, el derecho y el deber del voto, el pago de los impuestos, la defensa del país y el derecho a una crítica constructiva.
El ciudadano no debe en conciencia obedecer cuando las prescripciones de la autoridad civil se opongan a las exigencias del orden moral: "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hch 5, 29).
La vida humana ha de ser respetada porque es sagrada. Desde el comienzo supone la acción creadora de Dios y permanece para siempre en una relación especial con el Creador, su único fin. A nadie le es lícito destruir directamente a un ser humano inocente, porque es gravemente contrario a la dignidad de la persona y a la santidad del Creador. "No quites la vida del inocente y justo" (Ex 23, 7).
Con la legítima defensa se toma la opción de defenderse y se valora el derecho a la vida, propia o del otro, pero no la opción de matar. La legítima defensa, para quien tiene la responsabilidad de la vida de otro, puede también ser un grave deber. Y no debe suponer un uso de la violencia mayor que el necesario.
Una pena impuesta por la autoridad pública, tiene como objetivo reparar el desorden introducido por la culpa, defender el orden público y la seguridad de las personas y contribuir a la corrección del culpable.
La pena impuesta debe ser proporcionada a la gravedad del delito. Hoy, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido, los casos de absoluta necesidad de pena de muerte "suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos" (Juan Pablo II, Carta Encíclica Evangelium vitae). Cuando los medios incruentos son suficientes, la autoridad debe limitarse a estos medios, porque corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común, son más conformes a la dignidad de la persona y no privan definitivamente al culpable de la posibilidad de rehabilitarse.
El quinto mandamiento prohíbe, como gravemente contrarios a la ley moral:
1) El homicidio directo y voluntario y la cooperación al mismo.Los cuidados que se deben de ordinario a una persona enferma no pueden ser legítimamente interrumpidos; son legítimos, sin embargo, el uso de analgésicos, no destinados a causar la muerte, y la renuncia al "encarnizamiento terapéutico", esto es, a la utilización de tratamientos médicos desproporcionados y sin esperanza razonable de resultado positivo.
La sociedad debe proteger a todo embrión, porque el derecho inalienable a la vida de todo individuo humano desde su concepción es un elemento constitutivo de la sociedad civil y de su legislación. Cuando el Estado no pone su fuerza al servicio de los derechos de todos, y en particular de los más débiles, entre los que se encuentran los concebidos y aún no nacidos, quedan amenazados los fundamentos mismos de un Estado de derecho.
El escándalo, que consiste en inducir a otro a obrar el mal, se evita respetando el alma y el cuerpo de la persona. Pero si se induce deliberadamente a otros a pecar gravemente, se comete una culpa grave.
Debemos tener un razonable cuidado de la salud física, la propia y la de los demás, evitando siempre el culto al cuerpo y toda suerte de excesos. Ha de evitarse, además, el uso de estupefacientes, que causan gravísimos daños a la salud y a la vida humana, y también el abuso de los alimentos, del alcohol, del tabaco y de los medicamentos.
Las experimentaciones científicas, médicas o psicológicas sobre las personas o sobre grupos humanos son moralmente legítimas si están al servicio del bien integral de la persona y de la sociedad, sin riesgos desproporcionados para la vida y la integridad física y psíquica de los sujetos, oportunamente informados y contando con su consentimiento.
El trasplante de órganos es moralmente aceptable con el consentimiento del donante y sin riesgos excesivos para él. Para el noble acto de la donación de órganos después de la muerte, hay que contar con la plena certeza de la muerte real del donante.
Prácticas contrarias al respeto a la integridad corporal de la persona humana son las siguientes: los secuestros de personas y la toma de rehenes, el terrorismo, la tortura, la violencia y la esterilización directa. Las amputaciones y mutilaciones de una persona están moralmente permitidas sólo por los indispensables fines terapéuticos de las mismas.
Los moribundos tienen derecho a vivir con dignidad los últimos momentos de su vida terrena, sobre todo con la ayuda de la oración y de los sacramentos, que preparan al encuentro con el Dios vivo.
Los cuerpos de los difuntos deben ser tratados con respeto y caridad. La cremación de los mismos está permitida, si se hace sin poner en cuestión la fe en la Resurrección de los cuerpos.
El Señor que proclama "bienaventurados los que construyen la paz" (Mt 5, 9), exige la paz del corazón y denuncia la inmoralidad de la ira, que es el deseo de venganza por el mal recibido, y del odio, que lleva a desear el mal al prójimo. Estos comportamientos, si son voluntarios y consentidos en cosas de gran importancia, son pecados graves contra la caridad.
La paz en el mundo, que es la búsqueda del respeto y del desarrollo de la vida humana, no es simplemente ausencia de guerra o equilibrio de fuerzas contrarias, sino que es "la tranquilidad del orden" (San Agustín), "fruto de la justicia" (Is 32, 17) y efecto de la caridad. La paz en la tierra es imagen y fruto de la paz de Cristo.
Para la paz en el mundo se requiere la justa distribución y la tutela de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto a la dignidad de las personas humanas y de los pueblos, y la constante práctica de la justicia y de la fraternidad.
El uso de la fuerza militar está moralmente justificado cuando se dan simultáneamente las siguientes condiciones: certeza de que el daño causado por el agresor es duradero y grave; la ineficacia de toda alternativa pacífica; fundadas posibilidades de éxito en la acción defensiva y ausencia de males aún peores, dado el poder de los medios modernos de destrucción.
Determinar si se dan las condiciones para un uso moral de la fuerza militar compete al prudente juicio de los gobernantes, a quienes corresponde también el derecho de imponer a los ciudadanos la obligación de la defensa nacional, dejando a salvo el derecho personal a la objeción de conciencia y a servir de otra forma a la comunidad humana.
La ley moral permanece siempre válida, aún en caso de guerra. Exige que sean tratados con humanidad los no combatientes, los soldados heridos y los prisioneros. Las acciones deliberadamente contrarias al derecho de gentes, como también las disposiciones que las ordenan, son crímenes que la obediencia ciega no basta para excusar. Se deben condenar las destrucciones masivas así como el exterminio de un pueblo o de una minoría étnica, que son pecados gravísimos; y hay obligación moral de oponerse a la voluntad de quienes los ordenan.
Se debe hacer todo lo razonablemente posible para evitar a toda costa la guerra, teniendo en cuenta los males e injusticias que ella misma provoca. En particular, es necesario evitar la acumulación y el comercio de armas no debidamente reglamentadas por los poderes legítimos; las injusticias, sobre todo económicas y sociales; las discriminaciones étnicas o religiosas; la envidia, la desconfianza, el orgullo y el espíritu de venganza. Cuanto se haga por eliminar estos u otros desórdenes ayuda a construir la paz y a evitar la guerra.
Dios ha creado al hombre como varón y mujer, con igual dignidad personal, y ha inscrito en él la vocación del amor y de la comunión. Corresponde a cada uno aceptar la propia identidad sexual, reconociendo la importancia de la misma para toda la persona, su especificidad y complementariedad.
La castidad es la positiva integración de la sexualidad en la persona. La sexualidad es verdaderamente humana cuando está integrada de manera justa en la relación de persona a persona. La castidad es una virtud moral, un don de Dios, una gracia y un fruto del Espíritu.
La virtud de la castidad supone la adquisición del dominio de sí mismo, como expresión de libertad humana destinada al don de uno mismo. Para este fin, es necesaria una integral y permanente educación, que se realiza en etapas graduales de crecimiento.
Son numerosos los medios de que disponemos para vivir la castidad: la gracia de Dios, la ayuda de los sacramentos, la oración, el conocimiento de uno mismo, la práctica de una ascesis adaptada a las diversas situaciones y el ejercicio de las virtudes morales, en particular de la virtud de la templanza, que busca que la razón sea la guía de las pasiones.
Todos, siguiendo a Cristo modelo de castidad, están llamados a llevar una vida casta según el propio estado de vida: unos viviendo en la virginidad o en el celibato consagrado, modo eminente de dedicarse más fácilmente a Dios, con corazón indiviso; otros, si están casados, viviendo la castidad conyugal; los no casados, practicando la castidad en la continencia.
Son pecados gravemente contrarios a la castidad, cada uno según la naturaleza del propio objeto: el adulterio, la masturbación, la fornicación, la pornografía, la prostitución, el estupro y los actos homosexuales. Estos pecados son expresión del vicio de la lujuria. Si se cometen con menores, estos actos son un atentado aún más grave contra su integridad física y moral.
Aunque en el texto bíblico del Decálogo se dice "no cometerás adulterio" (Ex 20, 14), la Tradición de la Iglesia tiene en cuenta todas las enseñanzas morales del Antiguo y del Nuevo Testamento, y considera el sexto mandamiento como referido al conjunto de todos los pecados contra la castidad.
Las autoridades civiles, en cuanto obligadas a promover el respeto a la dignidad de la persona humana, deben contribuir a crear un ambiente favorable a la castidad, impidiendo inclusive, mediante leyes adecuadas, algunas de las graves ofensas a la castidad antes mencionadas, en orden sobre todo a proteger a los menores y a los más débiles.
Los bienes del amor conyugal, que para los bautizados está santificado por el sacramento del Matrimonio, son: la unidad, la fidelidad, la indisolubilidad y la apertura a la fecundidad.
El acto conyugal tiene un doble significado: de unión (la mutua donación de los cónyuges), y de procreación (apertura a la transmisión de la vida). Nadie puede romper la conexión inseparable que Dios ha querido entre los dos significados del acto conyugal, excluyendo de la relación el uno o el otro.
La regulación de la natalidad, que representa uno de los aspectos de la paternidad y de la maternidad responsables, es objetivamente conforme a la moralidad cuando se lleva a cabo por los esposos sin imposiciones externas; no por egoísmo, sino por motivos serios; y con métodos conformes a los criterios objetivos de la moralidad, esto es, mediante la continencia periódica y el recurso a los períodos de infecundidad.
Es intrínsecamente inmoral toda acción -como, por ejemplo, la esterilización directa o la contracepción-, que, bien en previsión del acto conyugal o en su realización, o bien en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como medio, impedir la procreación.
La inseminación y la fecundación artificial son inmorales, porque disocian la procreación del acto conyugal con el que los esposos se entregan mutuamente, instaurando así un dominio de la técnica sobre el origen y sobre el destino de la persona humana. Además, la inseminación y la fecundación heterólogas, mediante el recurso a técnicas que implican a una persona extraña a la pareja conyugal, lesionan el derecho del hijo a nacer de un padre y de una madre conocidos por él, ligados entre sí por matrimonio y poseedores exclusivos del derecho a llegar a ser padre y madre solamente el uno a través del otro.
El hijo es un don de Dios, el don más grande dentro del Matrimonio. No existe el derecho a tener hijos ("tener un hijo, sea como sea"). Sí existe, en cambio, el derecho del hijo a ser fruto del acto conyugal de sus padres, y también el derecho a ser respetado como persona desde el momento de su concepción.
501. ¿Qué pueden hacer los esposos cuando no tienen hijos? (2379)
Cuando el don del hijo no les es concedido, los esposos, después de haber agotado todos los legítimos recursos de la medicina, pueden mostrar su generosidad mediante la tutela o la adopción, o bien realizando servicios significativos en beneficio del prójimo. Así ejercen una preciosa fecundidad espiritual.
Las ofensas a la dignidad del Matrimonio son las siguientes: el adulterio, el divorcio, la poligamia, el incesto, la unión libre (convivencia, concubinato) y el acto sexual antes o fuera del matrimonio.
El séptimo mandamiento declara el destino y distribución universal de los bienes; el derecho a la propiedad privada; el respeto a las personas, a sus bienes y a la integridad de la creación. La Iglesia encuentra también en este mandamiento el fundamento de su doctrina social, que comprende la recta gestión en la actividad económica y en la vida social y política; el derecho y el deber del trabajo humano; la justicia y la solidaridad entre las naciones y el amor a los pobres.
Existe el derecho a la propiedad privada cuando se ha adquirido o recibido de modo justo, y prevalezca el destino universal de los bienes, para satisfacer las necesidades fundamentales de todos los hombres.
La finalidad de la propiedad privada es garantizar la libertad y la dignidad de cada persona, ayudándole a satisfacer las necesidades fundamentales propias, las de aquellos sobre los que tiene responsabilidad, y también las de otros que viven en necesidad.
El séptimo mandamiento prescribe el respeto a los bienes ajenos mediante la práctica de la justicia y de la caridad, de la templanza y de la solidaridad. En particular, exige el respeto a las promesas y a los contratos estipulados; la reparación de la injusticia cometida y la restitución del bien robado; el respeto a la integridad de la Creación, mediante el uso prudente y moderado de los recursos minerales, vegetales y animales del universo, con singular atención a las especies amenazadas de extinción.
El hombre debe tratar a los animales, criaturas de Dios, con benevolencia, evitando tanto el desmedido amor hacia ellos, como su utilización indiscriminada, sobre todo en experimentos científicos, efectuados al margen de los límites razonables y con inútiles sufrimientos para los animales mismos.
El séptimo mandamiento prohíbe ante todo el robo, que es la usurpación del bien ajeno contra la razonable voluntad de su dueño. Esto sucede también cuando se pagan salarios injustos, cuando se especula haciendo variar artificialmente el valor de los bienes para obtener beneficio en detrimento ajeno, y cuando se falsifican cheques y facturas. Prohíbe además cometer fraudes fiscales o comerciales y ocasionar voluntariamente un daño a las propiedades privadas o públicas. Prohíbe igualmente la usura, la corrupción, el abuso privado de bienes sociales, los trabajos culpablemente mal realizados y el despilfarro.
La doctrina social de la Iglesia, como desarrollo orgánico de la verdad del Evangelio acerca de la dignidad de la persona humana y sus dimensiones sociales, contiene principios de reflexión, formula criterios de juicio y ofrece normas y orientaciones para la acción
La Iglesia interviene emitiendo un juicio moral en materia económica y social, cuando lo exigen los derechos fundamentales de la persona, el bien común o la salvación de las almas.
La vida social y económica ha de ejercerse según los propios métodos, en el ámbito del orden moral, al servicio del hombre en su integridad y de toda la comunidad humana, en el respeto a la justicia social. La vida social y económica debe tener al hombre como autor, centro y fin.
Se oponen a la doctrina social de la Iglesia los sistemas económicos y sociales que sacrifican los derechos fundamentales de las personas, o que hacen del lucro su regla exclusiva y fin último. Por eso la Iglesia rechaza las ideologías asociadas, en los tiempos modernos, al "comunismo" u otras formas ateas y totalitarias de "socialismo". Rechaza también, en la práctica del "capitalismo", el individualismo y la primacía absoluta de las leyes del mercado sobre el trabajo humano.
Para el hombre, el trabajo es un deber y un derecho, mediante el cual colabora con Dios Creador. En efecto, trabajando con empeño y competencia, la persona actualiza las capacidades inscritas en su naturaleza, exalta los dones del Creador y los talentos recibidos; procura su sustento y el de su familia y sirve a la comunidad humana. Por otra parte, con la gracia de Dios, el trabajo puede ser un medio de santificación y de colaboración con Cristo para la salvación de los demás.
El acceso a un trabajo seguro y honesto debe estar abierto a todos, sin discriminación injusta, dentro del respeto a la libre iniciativa económica y a una equitativa distribución.
Compete al Estado procurar la seguridad sobre las garantías de las libertades individuales y de la propiedad, además de un sistema monetario estable y de unos servicios públicos eficientes; y vigilar y encauzar el ejercicio de los derechos humanos en el sector económico. Teniendo en cuenta las circunstancias, la sociedad debe ayudar a los ciudadanos a encontrar trabajo.
Los dirigentes de las empresas tienen la responsabilidad económica y ecológica de sus operaciones. Están obligados a considerar el bien de las personas y no solamente el aumento de las ganancias, aunque éstas son necesarias para asegurar las inversiones, el futuro de las empresas, los puestos de trabajo y el buen funcionamiento de la vida económica.
Los trabajadores deben cumplir con su trabajo en conciencia, con competencia y dedicación, tratando de resolver los eventuales conflictos mediante el diálogo. El recurso a la huelga no violenta es moralmente legítimo cuando se presenta como el instrumento necesario, en vistas a unas mejoras proporcionadas y teniendo en cuenta el bien común.
En el plano internacional, todas las naciones e instituciones deben obrar con solidaridad y subsidiaridad, a fin de eliminar, o al menos reducir, la miseria, la desigualdad de los recursos y de los medios económicos, las injusticias económicas y sociales, la explotación de las personas, la acumulación de las deudas de los países pobres y los mecanismos perversos que obstaculizan el desarrollo de los países menos desarrollados.
Los fieles cristianos laicos intervienen directamente en la vida política y social, animando con espíritu cristiano las realidades temporales, y colaborando con todos como auténticos testigos del Evangelio y constructores de la paz y de la justicia.
El amor a los pobres se inspira en el Evangelio de las bienaventuranzas y en el ejemplo de Jesús en su constante atención a los pobres. Jesús dijo: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40). El amor a los pobres se realiza mediante la lucha contra la pobreza material, y también contra las numerosas formas de pobreza cultural, moral y religiosa. Las obras de misericordia espirituales y corporales, así como las numerosas instituciones benéficas a lo largo de los siglos, son un testimonio concreto del amor preferencial por los pobres que caracteriza a los discípulos de Jesús.
Toda persona está llamada a la sinceridad y a la veracidad en el hacer y en el hablar. Cada uno tiene el deber de buscar la verdad y adherirse a ella, ordenando la propia vida según las exigencias de la verdad. En Jesucristo, la verdad de Dios se ha manifestado íntegramente: Él es la Verdad. Quien le sigue vive en el Espíritu de la verdad, y rechaza la doblez, la simulación y la hipocresía.
El cristiano debe dar testimonio de la verdad evangélica en todos los campos de su actividad pública y privada; incluso con el sacrificio, si es necesario, de la propia vida. El martirio es el testimonio supremo de la verdad de la fe.
El octavo mandamiento prohíbe:
1) El falso testimonio, el perjurio y la mentira, cuya gravedad se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, de las circunstancias, de las intenciones del mentiroso y de los daños ocasionados a las víctimas.Una culpa cometida contra la verdad debe ser reparada, si ha causado daño a otro.
El octavo mandamiento exige el respeto a la verdad, acompañado de la discreción de la caridad: en la comunicación y en la información, que deben valorar el bien personal y común, la defensa de la vida privada y el peligro del escándalo; en la reserva de los secretos profesionales, que han de ser siempre guardados, salvo en casos excepcionales y por motivos graves y proporcionados. También se requiere el respeto a las confidencias hechas bajo la exigencia de secreto.
La información a través de los medios de comunicación social debe estar al servicio del bien común, y debe ser siempre veraz en su contenido e íntegra, salvando la justicia y la caridad. Debe también expresarse de manera honesta y conveniente, respetando escrupulosamente las leyes morales, los legítimos derechos y la dignidad de las personas.
La verdad es bella por sí misma. Supone el esplendor de la belleza espiritual. Existen, más allá de la palabra, numerosas formas de expresión de la verdad, en particular en las obras de arte. Son fruto de un talento donado por Dios y del esfuerzo del hombre. El arte sacro, para ser bello y verdadero, debe evocar y glorificar el Misterio del Dios manifestado en Cristo, y llevar a la adoración y al amor de Dios Creador y Salvador, excelsa Belleza de Verdad y Amor.
El noveno mandamiento exige vencer la concupiscencia carnal en los pensamientos y en los deseos. La lucha contra esta concupiscencia supone la purificación del corazón y la práctica de la virtud de la templanza.
El noveno mandamiento prohíbe consentir pensamientos y deseos relativos a acciones prohibidas por el sexto mandamiento.
El bautizado, con la gracia de Dios y luchando contra los deseos desordenados, alcanza la pureza del corazón mediante la virtud y el don de la castidad, la pureza de intención, la pureza de la mirada exterior e interior, la disciplina de los sentimientos y de la imaginación, y con la oración.
La pureza exige el pudor, que, preservando la intimidad de la persona, expresa la delicadeza de la castidad y regula las miradas y gestos, en conformidad con la dignidad de las personas y con la relación que existe entre ellas. El pudor libera del difundido erotismo y mantiene alejado de cuanto favorece la curiosidad morbosa. Requiere también una purificación del ambiente social, mediante la lucha constante contra la permisividad de las costumbres, basada en un erróneo concepto de la libertad humana.
Este mandamiento, que complementa al precedente, exige una actitud interior de respeto en relación con la propiedad ajena, y prohíbe la avaricia, el deseo desordenado de los bienes de otros y la envidia, que consiste en la tristeza experimentada ante los bienes del prójimo y en el deseo desordenado de apropiarse de los mismos.
Jesús exige a sus discípulos que le antepongan a Él respecto a todo y a todos. El desprendimiento de las riquezas -según el espíritu de la pobreza evangélica- y el abandono a la providencia de Dios, que nos libera de la preocupación por el mañana, nos preparan para la bienaventuranza de "los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos" (Mt 5, 3).
El mayor deseo del hombre es ver a Dios. Éste es el grito de todo su ser: "¡Quiero ver a Dios!". El hombre, en efecto, realiza su verdadera y plena felicidad en la visión y en la bienaventuranza de Aquel que lo ha creado por amor, y lo atrae hacia sí en su infinito amor.
"El que ve a Dios obtiene todos los bienes que se pueden concebir"
(San Gregorio de Nisa).
La oración es la elevación del alma a Dios o la petición al Señor de bienes conformes a su voluntad. La oración es siempre un don de Dios que sale al encuentro del hombre. La oración cristiana es relación personal y viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo, que habita en sus corazones.
Existe una vocación universal a la oración, porque Dios, por medio de la creación, llama a todo ser desde la nada; e incluso después de la caída, el hombre sigue siendo capaz de reconocer a su Creador, conservando el deseo de Aquel que le ha llamado a la existencia. Todas las religiones y, de modo particular, toda la historia de la salvación, dan testimonio de este deseo de Dios por parte del hombre; pero es Dios quien primero e incesantemente atrae a todos al encuentro misterioso de la oración.
Abraham es un modelo de oración porque camina en la presencia de Dios, le escucha y obedece. Su oración es un combate de la fe porque, aún en los momentos de prueba, él continúa creyendo que Dios es fiel. Aún más, después de recibir en su propia tienda la visita del Señor que le confía sus designios, Abraham se atreve a interceder con audaz confianza por los pecadores.
La oración de Moisés es modelo de la oración contemplativa: Dios, que llama a Moisés desde la zarza ardiente, conversa frecuente y largamente con él "cara a cara, como habla un hombre con su amigo" (Ex 33, 11). De esta intimidad con Dios, Moisés saca la fuerza para interceder con tenacidad a favor del pueblo; su oración prefigura así la intercesión del único mediador, Cristo Jesús.
A la sombra de la morada de Dios -el Arca de la Alianza y más tarde el Templo- se desarrolla la oración del Pueblo de Dios bajo la guía de sus pastores. Entre ellos, David es el rey "según el corazón de Dios" (cf Hch 13, 22), el pastor que ora por su pueblo. Su oración es un modelo para la oración del pueblo, puesto que es adhesión a la promesa divina, y confianza plena de amor, en Aquél que es el solo Rey y Señor.
Los Profetas sacan de la oración luz y fuerza para exhortar al pueblo a la fe y a la conversión del corazón: entran en una gran intimidad con Dios e interceden por los hermanos, a quienes anuncian cuanto han visto y oído del Señor. Elías es el padre de los Profetas, de aquellos que buscan el Rostro de Dios. En el monte Carmelo, obtiene el retorno del pueblo a la fe gracias a la intervención de Dios, al que Elías suplicó así: "¡Respóndeme, Señor, respóndeme!" (1R 18, 37).
Los Salmos son el vértice de la oración en el Antiguo Testamento: la Palabra de Dios se convierte en oración del hombre. Indisociablemente individual y comunitaria, esta oración, inspirada por el Espíritu Santo, canta las maravillas de Dios en la creación y en la historia de la salvación. Cristo ha orado con los Salmos y los ha llevado a su cumplimiento. Por esto, siguen siendo un elemento esencial y permanente de la oración de la Iglesia, que se adaptan a los hombres de toda condición y tiempo.
Conforme a su corazón de hombre, Jesús aprendió a orar de su madre y de la tradición judía. Pero su oración brota de una fuente más secreta, puesto que es el Hijo de Dios que, en su humanidad santa, dirige a su Padre la oración filial perfecta.
El Evangelio muestra frecuentemente a Jesús en oración. Lo vemos retirarse en soledad, con preferencia durante la noche; ora antes de los momentos decisivos de su misión o de la misión de sus apóstoles. De hecho toda la vida de Jesús es oración, pues está en constante comunión de amor con el Padre.
La oración de Jesús durante su agonía en el huerto de Getsemaní y sus últimas palabras en la Cruz revelan la profundidad de su oración filial: Jesús lleva a cumplimiento el designio amoroso del Padre, y toma sobre sí todas las angustias de la humanidad, todas las súplicas e intercesiones de la historia de la salvación; las presenta al Padre, quien las acoge y escucha, más allá de toda esperanza, resucitándolo de entre los muertos.
Jesús nos enseña a orar no sólo con la oración del Padre nuestro, sino también cuando Él mismo ora. Así, además del contenido, nos enseña las disposiciones requeridas por una verdadera oración: la pureza del corazón, que busca el Reino y perdona a los enemigos; la confianza audaz y filial, que va más allá de lo que sentimos y comprendemos; la vigilancia, que protege al discípulo de la tentación.
Nuestra oración es eficaz porque está unida mediante la fe a la oración de Jesús. En Él la oración cristiana se convierte en comunión de amor con el Padre; podemos presentar nuestras peticiones a Dios y ser escuchados: "Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado" (Jn 16, 24).
La oración de María se caracteriza por su fe y por la ofrenda generosa de todo su ser a Dios. La Madre de Jesús es también la Nueva Eva, la "Madre de los vivientes" (cf Gn 3, 20): Ella ruega a Jesús, su Hijo, por las necesidades de los hombres.
Además de la intercesión de María en Caná de Galilea, el Evangelio nos entrega el Magnificat (Lc 1, 46-55), que es el cántico de la Madre de Dios y el de la Iglesia, la acción de gracias gozosa, que sube desde el corazón de los pobres porque su esperanza se realiza en el cumplimiento de las promesas divinas.
Al comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles, se narra que en la primera comunidad de Jerusalén, educada por el Espíritu Santo en la vida de oración, los creyentes "acudían asiduamente a las enseñanzas de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones" (Hch 2, 42).
El Espíritu Santo, Maestro interior de la oración cristiana, educa a la Iglesia en la vida de oración, y le hace entrar cada vez con mayor profundidad en la contemplación y en la unión con el insondable misterio de Cristo. Las formas de oración, tal como las revelan los escritos apostólicos y canónicos, siguen siendo normativas para la oración cristiana.
Las formas esenciales de oración cristiana son la bendición y la adoración, la oración de petición y de intercesión, la acción de gracias y la alabanza. La Eucaristía contiene y expresa todas las formas de oración.
La bendición es la respuesta agradecida del hombre a los dones de Dios: nosotros bendecimos al Todopoderoso, quien primeramente nos bendice y colma con sus dones.
La adoración es la prosternación del hombre, que se reconoce criatura ante su Creador tres veces santo.
La oración de petición puede adoptar diversas formas: petición de perdón o también súplica humilde y confiada por todas nuestras necesidades espirituales y materiales; pero la primera realidad que debemos desear es la llegada del Reino de Dios.
La intercesión consiste en pedir en favor de otro. Esta oración nos une y conforma con la oración de Jesús, que intercede ante el Padre por todos los hombres, en particular por los pecadores. La intercesión debe extenderse también a los enemigos.
La Iglesia da gracias a Dios incesantemente, sobre todo cuando celebra la Eucaristía, en la cual Cristo hace partícipe a la Iglesia de su acción de gracias al Padre. Todo acontecimiento se convierte para el cristiano en motivo de acción de gracias.
La alabanza es la forma de oración que, de manera más directa, reconoce que Dios es Dios; es totalmente desinteresada: canta a Dios por sí mismo y le da gloria por lo que Él es.
A través de la Tradición viva, es como en la Iglesia el Espíritu Santo enseña a orar a los hijos de Dios. En efecto, la oración no se reduce a la manifestación espontánea de un impulso interior, sino que implica contemplación, estudio y comprensión de las realidades espirituales que se experimentan.
Las fuentes de la oración cristiana son: la Palabra de Dios, que nos transmite "la ciencia suprema de Cristo" (Flp 3, 8); la Liturgia de la Iglesia, que anuncia, actualiza y comunica el misterio de la salvación; las virtudes teologales; las situaciones cotidianas, porque en ellas podemos encontrar a Dios.
"Te amo, Señor, y la única gracia que te pido es amarte eternamente. Dios mío, si mi lengua no puede decir en todos los momentos que te amo, quiero que mi corazón te lo repita cada vez que respiro" (San Juan María Vianney).
En la Iglesia hay diversos caminos de oración, según los diversos contextos históricos, sociales y culturales. Corresponde al Magisterio discernir la fidelidad de estos caminos a la tradición de la fe apostólica, y compete a los pastores y catequistas explicar su sentido, que se refiere siempre a Jesucristo.
El camino de nuestra oración es Cristo, porque ésta se dirige a Dios nuestro Padre pero llega a Él sólo si, al menos implícitamente, oramos en el Nombre de Jesús. Su humanidad es, pues, la única vía por la que el Espíritu Santo nos enseña a orar a Dios nuestro Padre. Por esto las oraciones litúrgicas concluyen con la fórmula: "Por Jesucristo nuestro Señor".
Puesto que el Espíritu Santo es el Maestro interior de la oración cristiana y "nosotros no sabemos pedir como conviene" (Rm 8, 26), la Iglesia nos exhorta a invocarlo e implorarlo en toda ocasión: "¡Ven, Espíritu Santo!".
En virtud de la singular cooperación de María con la acción del Espíritu Santo, la Iglesia ama rezar a María y orar con María, la orante perfecta, para alabar e invocar con Ella al Señor. Pues María, en efecto, nos "muestra el camino" que es su Hijo, el único Mediador.
La Iglesia reza a María, ante todo, con el Ave María, oración con la que la Iglesia pide la intercesión de la Virgen. Otras oraciones marianas son el Rosario, el himno Acáthistos, la Paraclisis, los himnos y cánticos de las diversas tradiciones cristianas.
Los santos son para los cristianos modelos de oración, y a ellos les pedimos también que intercedan, ante la Santísima Trinidad, por nosotros y por el mundo entero; su intercesión es el más alto servicio que prestan al designio de Dios. En la comunión de los santos, a lo largo de la historia de la Iglesia, se han desarrollado diversos tipos de espiritualidad, que enseñan a vivir y a practicar la oración.
La familia cristiana constituye el primer ámbito de educación a la oración. Hay que recomendar de manera particular la oración cotidiana en familia, pues es el primer testimonio de vida de oración de la Iglesia. La catequesis, los grupos de oración, la "dirección espiritual" son una escuela y una ayuda para la oración.
Se puede orar en cualquier sitio, pero elegir bien el lugar tiene importancia para la oración. El templo es el lugar propio de la oración litúrgica y de la adoración eucarística; también otros lugares ayudan a orar, como "un rincón de oración" en la casa familiar, un monasterio, un santuario.
Todos los momentos son indicados para la oración, pero la Iglesia propone a los fieles ritmos destinados a alimentar la oración continua: oración de la mañana y del atardecer, antes y después de las comidas, la Liturgia de la Horas, la Eucaristía dominical, el Santo Rosario, las fiestas del año litúrgico.
"Es necesario acordarse de Dios más a menudo que de respirar" (San Gregorio Nacianceno).
La tradición cristiana ha conservado tres modos principales de expresar y vivir la oración: la oración vocal, la meditación y la oración contemplativa. Su rasgo común es el recogimiento del corazón.
La oración vocal asocia el cuerpo a la oración interior del corazón; incluso quien practica la más interior de las oraciones no podría prescindir del todo en su vida cristiana de la oración vocal. En cualquier caso, ésta debe brotar siempre de una fe personal. Con el Padre nuestro, Jesús nos ha enseñado una fórmula perfecta de oración vocal.
La meditación es una reflexión orante, que parte sobre todo de la Palabra de Dios en la Biblia; hace intervenir a la inteligencia, la imaginación, la emoción, el deseo, para profundizar nuestra fe, convertir el corazón y fortalecer la voluntad de seguir a Cristo; es una etapa preliminar hacia la unión de amor con el Señor.
La oración contemplativa es una mirada sencilla a Dios en el silencio y el amor. Es un don de Dios, un momento de fe pura, durante el cual el que ora busca a Cristo, se entrega a la voluntad amorosa del Padre y recoge su ser bajo la acción del Espíritu. Santa Teresa de Jesús la define como una íntima relación de amistad: "estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama".
La oración es un don de la gracia, pero presupone siempre una respuesta decidida por nuestra parte, pues el que ora combate contra sí mismo, contra el ambiente y, sobre todo, contra el Tentador, que hace todo lo posible para apartarlo de la oración. El combate de la oración es inseparable del progreso en la vida espiritual: se ora como se vive, porque se vive como se ora.
Además de los conceptos erróneos sobre la oración, muchos piensan que no tienen tiempo para orar o que es inútil orar. Quienes oran pueden desalentarse frente a las dificultades o los aparentes fracasos. Para vencer estos obstáculos son necesarias la humildad, la confianza y la perseverancia.
La dificultad habitual para la oración es la distracción, que separa de la atención a Dios, y puede incluso descubrir aquello a lo que realmente estamos apegados. Nuestro corazón debe entonces volverse a Dios con humildad. A menudo la oración se ve dificultada por la sequedad, cuya superación permite adherirse en la fe al Señor incluso sin consuelo sensible. La acedía es una forma de pereza espiritual, debida al relajamiento de la vigilancia y al descuido de la custodia del corazón.
La confianza filial se pone a prueba cuando pensamos que no somos escuchados. Debemos preguntarnos, entonces, si Dios es para nosotros un Padre cuya voluntad deseamos cumplir, o más bien un simple medio para obtener lo que queremos. Si nuestra oración se une a la de Jesús, sabemos que Él nos concede mucho más que este o aquel don, pues recibimos al Espíritu Santo, que transforma nuestro corazón.
Orar es siempre posible, pues el tiempo del cristiano es el tiempo de Cristo resucitado, que está con nosotros "todos los días" (Mt 28, 20). Oración y vida cristiana son, por ello, inseparables.
"Es posible, incluso en el mercado o en un paseo solitario, hacer una frecuente y fervorosa oración. Sentados en vuestra tienda, comprando o vendiendo, o incluso haciendo la cocina" (San Juan Crisóstomo).
Se llama la oración de la Hora de Jesús a la oración sacerdotal de Éste en la Última Cena. Jesús, Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, dirige su oración al Padre cuando llega la Hora de su "paso" a Dios, la Hora de su sacrificio.
Padre nuestro Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu Reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal. Amén.
Pater Noster Pater noster qui es in caelis: sanctificetur Nomen Tuum; adveniat Regnum Tuum; fiat voluntas Tua, sicut in caelo et in terra. Panem nostrum quotidianum da nobis hodie; et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed libera nos a Malo. Amen
Jesús nos enseñó esta insustituible oración cristiana, el Padre nuestro, un día en el que un discípulo, al verle orar, le rogó: "Maestro, enséñanos a orar" (Lc 11, 1). La tradición litúrgica de la Iglesia siempre ha usado el texto de San Mateo (Mt 6, 9-13).
El Padre nuestro es "el resumen de todo el Evangelio" (Tertuliano); "es la más perfecta de todas las oraciones" (Santo Tomás de Aquino). Situado en el centro del Sermón de la Montaña (Mt 5-7), recoge en forma de oración el contenido esencial del Evangelio.
Al Padre nuestro se le llama "Oración dominical", es decir "la oración del Señor", porque nos la enseñó el mismo Jesús, nuestro Señor.
Oración por excelencia de la Iglesia, el Padre nuestro es "entregado" en el Bautismo, para manifestar el nacimiento nuevo a la vida divina de los hijos de Dios. La Eucaristía revela el sentido pleno del Padre nuestro, puesto que sus peticiones, fundándose en el misterio de la salvación ya realizado, serán plenamente atendidas con la Segunda venida del Señor. El Padre nuestro es parte integrante de la Liturgia de las Horas.
Podemos acercarnos al Padre con plena confianza, porque Jesús, nuestro Redentor, nos introduce en la presencia del Padre, y su Espíritu hace de nosotros hijos de Dios. Por ello, podemos rezar el Padre nuestro con confianza sencilla y filial, gozosa seguridad y humilde audacia, con la certeza de ser amados y escuchados.
Podemos invocar a Dios como "Padre", porque el Hijo de Dios hecho hombre nos lo ha revelado, y su Espíritu nos lo hace conocer. La invocación del Padre nos hace entrar en su misterio con asombro siempre nuevo, y despierta en nosotros el deseo de un comportamiento filial. Por consiguiente, con la oración del Señor, somos conscientes de ser hijos del Padre en el Hijo.
"Nuestro" expresa una relación con Dios totalmente nueva. Cuando oramos al Padre, lo adoramos y lo glorificamos con el Hijo y el Espíritu. En Cristo, nosotros somos su pueblo, y Él es nuestro Dios, ahora y por siempre. Decimos, de hecho, Padre "nuestro", porque la Iglesia de Cristo es la comunión de una multitud de hermanos, que tienen "un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32).
Dado que el Padre nuestro es un bien común de los bautizados, éstos sienten la urgente llamada a participar en la oración de Jesús por la unidad de sus discípulos. Rezar el Padre nuestro es orar con todos los hombres y en favor de la entera humanidad, a fin de que todos conozcan al único y verdadero Dios y se reúnan en la unidad.
La expresión bíblica "cielo" no indica un lugar sino un modo de ser: Dios está más allá y por encima de todo; la expresión designa la majestad, la santidad de Dios, y también su presencia en el corazón de los justos. El cielo, o la Casa del Padre, constituye la verdadera patria hacia la que tendemos en la esperanza, mientras nos encontramos aún en la tierra. Vivimos ya en esta patria, donde nuestra "vida está oculta con Cristo en Dios" (Col 3, 3).
La oración del Señor contiene siete peticiones a Dios Padre. Las tres primeras, más teologales, nos atraen hacia Él, para su gloria, pues lo propio del amor es pensar primeramente en Aquel que amamos. Estas tres súplicas sugieren lo que, en particular, debemos pedirle: la santificación de su Nombre, la venida de su Reino y la realización de su voluntad. Las cuatro últimas peticiones presentan al Padre de misericordia nuestras miserias y nuestras esperanzas: le piden que nos alimente, que nos perdone, que nos defienda ante la tentación y nos libre del Maligno.
Santificar el Nombre de Dios es, ante todo, una alabanza que reconoce a Dios como Santo. En efecto, Dios ha revelado su santo Nombre a Moisés, y ha querido que su pueblo le fuese consagrado como una nación santa en la que Él habita.
Santificar el Nombre de Dios, que "nos llama a la santidad" (1Ts 4, 7), es desear que la consagración bautismal vivifique toda nuestra vida. Asimismo, es pedir que, con nuestra vida y nuestra oración, el Nombre de Dios sea conocido y bendecido por todos los hombres.
La Iglesia invoca la venida final del Reino de Dios, mediante el retorno de Cristo en la gloria. Pero la Iglesia ora también para que el Reino de Dios crezca aquí ya desde ahora, gracias a la santificación de los hombres en el Espíritu y al compromiso de éstos al servicio de la justicia y de la paz, según las Bienaventuranzas. Esta petición es el grito del Espíritu y de la Esposa: "Ven, Señor Jesús" (Ap 22, 20).
La voluntad del Padre es que "todos los hombres se salven" (1Tm 2, 4). Para esto ha venido Jesús: para cumplir perfectamente la Voluntad salvífica del Padre. Nosotros pedimos a Dios Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo, a ejemplo de María Santísima y de los santos. Le pedimos que su benevolente designio se realice plenamente sobre la tierra, como se ha realizado en el cielo. Por la oración, podemos "distinguir cuál es la voluntad de Dios" (Rm 12, 2), y obtener "constancia para cumplirla" (Hb 10, 36).
Al pedir a Dios, con el confiado abandono de los hijos, el alimento cotidiano necesario a cada cual para su subsistencia, reconocemos hasta qué punto Dios Padre es bueno, más allá de toda bondad. Le pedimos también la gracia de saber obrar, de modo que la justicia y la solidaridad permitan que la abundancia de los unos cubra las necesidades de los otros.
Puesto que "no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios" (Mt 4, 4), la petición sobre el pan cotidiano se refiere igualmente al hambre de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo, recibido en la Eucaristía, así como al hambre del Espíritu Santo. Lo pedimos, con una confianza absoluta, para hoy, el hoy de Dios: y esto se nos concede, sobre todo, en la Eucaristía, que anticipa el banquete del Reino venidero.
Al pedir a Dios Padre que nos perdone, nos reconocemos ante Él pecadores; pero confesamos, al mismo tiempo, su misericordia, porque, en su Hijo y mediante los sacramentos, "obtenemos la redención, la remisión de nuestros pecados" (Col 1, 14). Ahora bien, nuestra petición será atendida a condición de que nosotros, antes, hayamos, por nuestra parte, perdonado.
La misericordia penetra en nuestros corazones solamente si también nosotros sabemos perdonar, incluso a nuestros enemigos. Aunque para el hombre parece imposible cumplir con esta exigencia, el corazón que se entrega al Espíritu Santo puede, a ejemplo de Cristo, amar hasta el extremo de la caridad, cambiar la herida en compasión, transformar la ofensa en intercesión. El perdón participa de la misericordia divina, y es una cumbre de la oración cristiana.
Pedimos a Dios Padre que no nos deje solos y a merced de la tentación. Pedimos al Espíritu saber discernir, por una parte, entre la prueba, que nos hace crecer en el bien, y la tentación, que conduce al pecado y a la muerte; y, por otra parte, entre ser tentado y consentir en la tentación. Esta petición nos une a Jesús, que ha vencido la tentación con su oración. Pedimos la gracia de la vigilancia y de la perseverancia final.
El mal designa la persona de Satanás, que se opone a Dios y que es "el seductor del mundo entero" (Ap 12, 9). La victoria sobre el diablo ya fue alcanzada por Cristo; pero nosotros oramos a fin de que la familia humana sea liberada de Satanás y de sus obras. Pedimos también el don precioso de la paz y la gracia de la espera perseverante en el retorno de Cristo, que nos librará definitivamente del Maligno.
"Después, terminada la oración, dices: Amén, refrendando por medio de este Amén, que significa "Así sea", lo que contiene la oración que Dios nos enseñó" (San Cirilo de Jerusalén).