A los obispos de Brasil oeste en visita "ad limina"
Lunes 7 de septiembre de 2009
Queridos hermanos en el episcopado:
Con sentimientos de íntima alegría y amistad os acojo y saludo a todos y cada uno de vosotros, amados pastores de las regiones Oeste 1 y 2, en el ámbito de la Conferencia nacional de los obispos de Brasil. Con vuestro grupo se abre la larga peregrinación de los miembros de esta Conferencia episcopal en visita ad limina Apostolorum, que me brindará la ocasión de conocer mejor la realidad de las respectivas comunidades diocesanas. Serán jornadas de comunión fraterna para reflexionar juntos sobre las cuestiones que os preocupan. Un momento profundamente esperado desde aquellos inolvidables días de mayo de 2007, en los que, durante mi visita a vuestro país, pude constatar todo el cariño del pueblo brasileño hacia el Sucesor de Pedro y, de modo especial, cuando tuve ocasión de abrazar con la mirada a todo el episcopado de esta gran nación en el encuentro en la catedral da Sé, en São Paulo.
En efecto, sólo el corazón grande de Dios puede conocer, guardar y guiar a la multitud de hijos e hijas que él mismo ha engendrado en la vastedad inmensa de Brasil. A lo largo de nuestros coloquios de estos días emergieron algunos desafíos y problemas que afrontáis, como ha referido el arzobispo de Campo Grande al inicio de este encuentro. Impresionan las distancias que vosotros mismos, juntamente con vuestros sacerdotes y los demás agentes misioneros, tenéis que recorrer para servir y animar pastoralmente a vuestros respectivos fieles, muchos de los cuales afrontan problemas propios de una urbanización relativamente reciente, en la que el Estado no siempre logra ser un instrumento de promoción de la justicia y del bien común. No os desaniméis. Recordad que el anuncio del Evangelio y la adhesión a los valores cristianos, como afirmé recientemente en la encíclica Caritas in veritate, "no es sólo un elemento útil, sino indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral" (n. 4). Le agradezco, monseñor Vitório, las cordiales palabras y los devotos sentimientos que me ha dirigido en nombre de todos y a los que me alegra corresponder con deseos de paz y prosperidad para el pueblo brasileño en este significativo día de su fiesta nacional.
Como Sucesor de Pedro y Pastor universal, os puedo asegurar que mi corazón vive día a día vuestras inquietudes y fatigas apostólicas, recordando continuamente ante Dios los desafíos que afrontáis en el crecimiento de vuestras comunidades diocesanas. En nuestros días, y concretamente en Brasil, los obreros de la mies del Señor siguen siendo pocos para la cosecha, que es grande (cf. Mt 9, 36-37). A pesar de esa carencia, es verdaderamente esencial una adecuada formación de los que son llamados a servir al pueblo de Dios. Por este motivo, en el ámbito del actual Año sacerdotal, permitid que me detenga hoy a reflexionar con vosotros, amados obispos del Oeste de Brasil, sobre la solicitud propia de vuestro ministerio episcopal, que es la de suscitar nuevos pastores.
Aunque sea Dios el único capaz de sembrar en el corazón humano la llamada al servicio pastoral de su pueblo, todos los miembros de la Iglesia deberían interrogarse sobre la urgencia íntima y el compromiso real con que sienten y viven esta causa. En cierta ocasión, a algunos discípulos que dudaban observando que faltaban "todavía cuatro meses" para la siega, Jesús les respondió: "Pues bien, yo os digo: Alzad vuestros ojos y ved los campos, que blanquean ya para la siega" (Jn 4, 35). Dios no ve como el hombre. La prisa de Dios es dictada por su deseo de que "todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad" (1Tm 2, 4). Hay muchos que parecen querer consumir toda su vida en un minuto; otros vagan en el tedio y la inercia, o se abandonan a violencias de todo tipo. En el fondo, no son sino vidas desesperadas en busca de esperanza, como lo demuestra una generalizada, aunque a veces confusa, exigencia de espiritualidad, una renovada búsqueda de puntos de referencia para reanudar el camino de la vida.
Apreciados hermanos, en los decenios sucesivos al concilio Vaticano II, algunos han interpretado la apertura al mundo no como una exigencia del ardor misionero del Corazón de Cristo, sino como un paso a la secularización, vislumbrando en ella algunos valores de gran densidad cristiana, como la igualdad, la libertad y la solidaridad, y mostrándose disponibles a hacer concesiones y a descubrir campos de cooperación. Así se ha asistido a intervenciones de algunos responsables eclesiales en debates éticos, respondiendo a las expectativas de la opinión pública, pero se ha dejado de hablar de ciertas verdades fundamentales de la fe, como el pecado, la gracia, la vida teologal y los novísimos. Sin darse cuenta, se ha caído en la auto-secularización de muchas comunidades eclesiales; estas, esperando agradar a los que no venían, han visto cómo se marchaban, defraudados y desilusionados, muchos de los que estaban: nuestros contemporáneos, cuando se encuentran con nosotros, quieren ver lo que no ven en ninguna otra parte, o sea, la alegría y la esperanza que brotan del hecho de estar con el Señor resucitado.
Actualmente hay una nueva generación, ya nacida en este ambiente eclesial secularizado, que, en vez de registrar apertura y consensos, ve ensancharse cada vez más en la sociedad el foso de las diferencias y las contraposiciones al Magisterio de la Iglesia, sobre todo en el campo ético. En este desierto de Dios la nueva generación siente una gran sed de trascendencia.
Son los jóvenes de esta nueva generación los que llaman hoy a la puerta del seminario y necesitan encontrar formadores que sean verdaderos hombres de Dios, sacerdotes totalmente dedicados a la formación, que testimonien el don de sí a la Iglesia, a través del celibato y de una vida austera, según el modelo de Cristo, buen Pastor. Así, esos jóvenes aprenderán a ser sensibles al encuentro con el Señor, participando diariamente en la Eucaristía, amando el silencio y la oración, y buscando en primer lugar la gloria de Dios y la salvación de las almas.
Queridos hermanos, como sabéis, al obispo le corresponde la tarea de establecer los criterios esenciales para la formación de los seminaristas y de los presbíteros en la fidelidad a las normas universales de la Iglesia: con este espíritu se deben desarrollar las reflexiones sobre este tema, objeto de la asamblea plenaria de vuestra Conferencia episcopal, celebrada el pasado mes de abril.
Seguro de poder contar con vuestro celo por lo que atañe a la formación sacerdotal, invito a todos los obispos, a sus sacerdotes y seminaristas, a reproducir en su vida la caridad de Cristo sacerdote y buen Pastor, como hizo el santo cura de Ars. Y, como él, han de tomar como modelo y protección de su vocación a la Virgen Madre, que respondió de modo único a la llamada de Dios, concibiendo en su corazón y en su carne al Verbo hecho hombre para darlo a la humanidad. A vuestras diócesis, con un cordial saludo y la certeza de mi oración, llevad una paternal bendición apostólica.