XXIII Congreso Mariológico Internacional
Sábado 8 de septiembre de 2012
Queridos hermanos y hermanas:
Con gran alegría os acojo a todos aquí en Castelgandolfo, casi al concluir el XXIII Congreso mariológico mariano internacional. Muy oportunamente habéis reflexionado sobre el tema: "La mariología a partir del concilio Vaticano II. Recepción, balance y perspectivas", dado que nos preparamos para recordar y celebrar el 50° aniversario del inicio de esa gran asamblea, que se inauguró el 11 de octubre de 1962.
Saludo cordialmente al cardenal Angelo Amato, prefecto de la Congregación para las causas de los santos, presidente del Congreso; al cardenal Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo pontificio para la cultura y del Consejo de coordinación entre Academias pontificias; así como al presidente y a las autoridades académicas de la Pontificia Academia mariana internacional, a quienes manifiesto mi gratitud por la organización de este importante evento. Un saludo a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, a los presidentes y a los representantes de las sociedades mariológicas presentes, a los estudiosos de mariología y, por último a todos los que participan en los trabajos del Congreso.
El beato Juan XXIII quiso que el concilio ecuménico Vaticano II se inaugurara precisamente el 11 de octubre, el mismo día en que, en el año 431, el concilio de Éfeso había proclamado a María "Theotokos", Madre de Dios (cf. AAS 54, 1962, 67-68). En esa circunstancia comenzó su discurso con palabras significativas y programáticas: "Gaudet Mater Ecclesia quod, singulari divinae Providentiae munere, optatissimus iam dies illuxit, quo, auspice Deipara Virgine, cuius materna dignitas hodie festo ritu recolitur, hic ad Beati Petri sepulchrum Concilium Oecumenicum Vaticanum Secundum sollemniter initium capit" ("La Madre Iglesia se alegra porque, por un don especial de la divina Providencia, ya ha llegado el día tan anhelado en el que, con el auspicio de la Virgen Madre de Dios, cuya dignidad materna se celebra hoy con alegría, aquí, junto al sepulcro de san Pedro, se inicia solemnemente el concilio ecuménico Vaticano II").
Como sabéis, el próximo 11 de octubre, para recordar ese extraordinario acontecimiento, se inaugurará solemnemente el Año de la fe, que convoqué con el motu proprio Porta fidei, en el cual, presentando a María como modelo ejemplar de fe, invoco su especial protección e intercesión para el camino de la Iglesia, encomendándole a ella, dichosa por haber creído, este tiempo de gracia. También hoy, queridos hermanos y hermanas, la Iglesia exulta en la celebración litúrgica de la Natividad de la santísima Virgen María, la Toda Santa, aurora de nuestra salvación.
El sentido de esta fiesta mariana nos lo recuerda san Andrés de Creta, que vivió entre los siglos VII y VIII, en su famosa Homilía en la fiesta de la Natividad de María, en la que el evento se presenta como una tesela preciosa de ese extraordinario mosaico que es el designio divino de salvación de la humanidad: "El misterio del Dios que se hace hombre y la divinización del hombre asumido por el Verbo representan la suma de los bienes que Cristo nos ha regalado, la revelación del plan divino y la derrota de toda presuntuosa autosuficiencia humana. La venida de Dios entre los hombres, como luz esplendorosa y realidad divina clara y visible, es el don grande y maravilloso de la salvación que se nos concede. La celebración de hoy honra la Natividad de la Madre de Dios. Pero el verdadero significado y el fin de este evento es la encarnación del Verbo. De hecho, María nace, es amamantada y educada para ser la Madre del Rey de los siglos, de Dios" (Discurso I: pg 97, 806-807). Este importante y antiguo testimonio nos introduce en el corazón de la temática sobre la que reflexionáis y que el concilio Vaticano II ya quiso subrayar en el título del capítulo VIII de la constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia: "La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia". Se trata del "nexus mysteriorum", de la íntima conexión entre los misterios de la fe cristiana, que el Concilio indicó como horizonte para comprender los distintos elementos y las diversas afirmaciones del patrimonio de la fe católica.
En el Concilio, en el que participé como experto siendo joven teólogo, pude ver los diferentes modos de afrontar las temáticas relativas a la figura y al papel de la santísima Virgen María en la historia de la salvación. En la segunda sesión del Concilio un grupo numeroso de padres pidió que de la Virgen se tratara dentro de la constitución sobre la Iglesia, mientras que otro grupo igualmente numeroso sostenía la necesidad de un documento específico que pusiera adecuadamente de relieve la dignidad, los privilegios y el papel singular de María en la redención realizada por Cristo. Con la votación del 29 de octubre de 1963 se decidió optar por la primera propuesta y el esquema de la constitución dogmática sobre la Iglesia se enriqueció con el capítulo sobre la Madre de Dios, en el cual la figura de María, releída y propuesta de nuevo a partir de la Palabra de Dios, con los textos de la tradición patrística y litúrgica, así como con la amplia reflexión teológica y espiritual, aparece en toda su belleza y singularidad, e íntimamente insertada en los misterios fundamentales de la fe cristiana. María, de la que se subraya ante todo la fe, se comprende en el misterio de amor y comunión de la Santísima Trinidad; su cooperación al plan divino de la salvación y a la única mediación de Cristo está claramente afirmada y puesta debidamente de relieve, presentándola así como un modelo y un punto de referencia para la Iglesia, que en ella se reconoce a sí misma, su propia vocación y misión. Por último, la piedad popular, desde siempre dirigida a María, se apoya en referencias bíblicas y patrísticas. Ciertamente, el texto conciliar no trató exhaustivamente todas las problemáticas relativas a la figura de la Madre de Dios, pero constituye el horizonte hermenéutico esencial para cualquier reflexión ulterior, tanto de carácter teológico como de carácter más propiamente espiritual y pastoral. Representa, además, un valioso punto de equilibrio, siempre necesario, entre la racionalidad teológica y la afectividad creyente. La singular figura de la Madre de Dios se debe ver y profundizar desde perspectivas diversas y complementarias: aunque sigue siendo siempre válida y necesaria la via veritatis, se deben recorrer también la via pulchritudinis y la via amoris para descubrir y contemplar aún más profundamente la fe cristalina y sólida de María, su amor a Dios y su esperanza inquebrantable. Por eso, en la Exhortación apostólica Verbum Domini dirigí una invitación a proseguir en la línea marcada por el Concilio (cf. Verbum Domini, 27), invitación que os dirijo cordialmente a vosotros, queridos amigos y estudiosos. Ofreced vuestra competente aportación de reflexión y propuesta pastoral, para hacer que el inminente Año de la fe constituya para todos los creyentes en Cristo un verdadero momento de gracia, en el que la fe de María nos preceda y nos acompañe como faro luminoso y como modelo de plenitud y madurez cristiana al cual mirar con confianza y del cual sacar entusiasmo y alegría para vivir cada vez con mayor compromiso y coherencia nuestra vocación de hijos de Dios, hermanos en Cristo y miembros vivos de su Cuerpo que es la Iglesia.
A la protección maternal de María os encomiendo a todos vosotros y vuestro esfuerzo de investigación, y os imparto una especial bendición apostólica. Gracias.