ÁNGELUS
Domingo 20 de noviembre de 2005
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, último domingo del año litúrgico, se celebra la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo.
Desde el anuncio de su nacimiento, el Hijo unigénito del Padre, nacido de la Virgen María, es definido "rey", en el sentido mesiánico, es decir, heredero del trono de David, según las promesas de los profetas, para un reino que no tendrá fin (cf. Lc 1, 32-33). La realeza de Cristo permaneció del todo escondida, hasta sus treinta años, transcurridos en una existencia ordinaria en Nazaret.
Después, durante su vida pública, Jesús inauguró el nuevo reino, que "no es de este mundo" (Jn 18, 36), y al final lo realizó plenamente con su muerte y resurrección. Apareciendo resucitado a los Apóstoles, les dijo: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28, 18): este poder brota del amor, que Dios manifestó plenamente en el sacrificio de su Hijo. El reino de Cristo es don ofrecido a los hombres de todos los tiempos, para que el que crea en el Verbo encarnado "no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). Por eso, precisamente en el último libro de la Biblia, el Apocalipsis, él proclama: "Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin" (Ap 22, 13).
"Cristo, alfa y omega", así se titula el párrafo que concluye la primera parte de la constitución pastoral Gaudium et spes del concilio Vaticano II, promulgada hace 40 años. En aquella hermosa página, que retoma algunas palabras del siervo de Dios Pablo VI, leemos: "El Señor es el fin de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización, centro del género humano, gozo de todos los corazones y plenitud de sus aspiraciones". Y prosigue así: "Vivificados y reunidos en su Espíritu, peregrinamos hacia la consumación de la historia humana, que coincide plenamente con el designio de su amor: "Restaurar en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra" (Ef 1, 10)" (n. 45). A la luz de la centralidad de Cristo, la Gaudium et spes interpreta la condición del hombre contemporáneo, su vocación y dignidad, así como los ámbitos de su vida: la familia, la cultura, la economía, la política, la comunidad internacional. Esta es la misión de la Iglesia ayer, hoy y siempre: anunciar y testimoniar a Cristo, para que el hombre, todo hombre, pueda realizar plenamente su vocación.
La Virgen María, a quien Dios asoció de modo singular a la realeza de su Hijo, nos obtenga acogerlo como Señor de nuestra vida, para cooperar fielmente en el acontecimiento de su reino de amor, de justicia y de paz.