ÁNGELUS
Martes 15 de agosto de 2006

Queridos hermanos y hermanas:

La tradición cristiana, como sabemos, ha colocado en el centro del verano una de las fiestas marianas más antiguas y sugestivas, la solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen María. Como Jesús resucitó de entre los muertos y subió a la diestra del Padre, así también María, terminado el curso de su existencia en la tierra, fue elevada al cielo.

La liturgia nos recuerda hoy esta consoladora verdad de fe, mientras canta las alabanzas de la Virgen María, coronada de gloria incomparable. "Una gran señal apareció en el cielo -leemos hoy en el pasaje del Apocalipsis que la Iglesia propone a nuestra meditación-: una mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza" (Ap 12, 1). En esta mujer resplandeciente de luz los Padres de la Iglesia han reconocido a María. El pueblo cristiano en la historia vislumbra en su triunfo el cumplimiento de sus expectativas y señal de su esperanza cierta.

María es ejemplo y apoyo para todos los creyentes: nos impulsa a no desalentarnos ante las dificultades y los inevitables problemas de todos los días. Nos asegura su ayuda y nos recuerda que lo esencial es buscar y pensar "en las cosas de arriba, no en las de la tierra" (cf. Col 3, 2). En efecto, inmersos en las ocupaciones diarias, corremos el riesgo de creer que aquí, en este mundo, en el que estamos sólo de paso, se encuentra el fin último de la existencia humana.

En cambio, el cielo es la verdadera meta de nuestra peregrinación terrena. ¡Cuán diferentes serían nuestras jornadas si estuvieran animadas por esta perspectiva! Así lo estuvieron para los santos: su vida testimonia que cuando se vive con el corazón constantemente dirigido a Dios, las realidades terrenas se viven en su justo valor, porque están iluminadas por la verdad eterna del amor divino.

A la Reina de la paz, que contemplamos hoy en la gloria celestial, quisiera encomendar una vez más los anhelos de la humanidad en todas las partes del mundo, sacudido por la violencia. Nos unimos a nuestros hermanos y hermanas que en estos momentos se encuentran reunidos en el santuario de Nuestra Señora del Líbano, en Harisa, para una concelebración eucarística presidida por el cardenal Roger Etchegaray, que ha viajado al Líbano como enviado especial mío para llevar consuelo y solidaridad concreta a todas las víctimas del conflicto y orar por la gran intención de la paz.

También estamos en comunión con los pastores y los fieles de la Iglesia en Tierra Santa, que se hallan congregados en la basílica de la Anunciación en Nazaret, en torno al representante pontificio en Israel y Palestina, el arzobispo Antonio Franco, para orar por esas mismas intenciones.

Mi pensamiento va, asimismo, a la querida nación de Sri Lanka, amenazada por el agravamiento del conflicto étnico; y a Irak, donde el horrible y diario derramamiento de sangre aleja la perspectiva de la reconciliación y la reconstrucción.

Que María obtenga para todos sentimientos de comprensión, voluntad de entendimiento y deseo de concordia.