ÁNGELUS
Miércoles 1 de noviembre de 2006

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy celebramos la solemnidad de Todos los Santos y mañana conmemoraremos a los fieles difuntos. Estas dos fiestas litúrgicas, muy arraigadas, nos brindan una singular oportunidad de meditar sobre la vida eterna. El hombre moderno, ¿espera aún esta vida eterna, o considera que pertenece a una mitología ya superada? En nuestro tiempo, más que en el pasado, las personas están tan absorbidas por las cosas terrenas, que a veces les resulta difícil pensar en Dios como protagonista de la historia y de nuestra vida misma. Pero la existencia humana, por su naturaleza, tiende a algo más grande, que la trascienda; es irrefrenable en el ser humano el anhelo de justicia, de verdad, de felicidad plena. Ante el enigma de la muerte muchos sienten un ardiente deseo y la esperanza de volver a encontrarse en el más allá con sus seres queridos. También es fuerte la convicción de un juicio final que restablezca la justicia, la espera de una confrontación definitiva en la que a cada uno se le dé lo que le es debido.

Pero para nosotros, los cristianos, "vida eterna" no indica sólo una vida que dura para siempre, sino más bien una nueva calidad de existencia, plenamente inmersa en el amor de Dios, que libra del mal y de la muerte, y nos pone en comunión sin fin con todos los hermanos y las hermanas que participan del mismo Amor. Por tanto, la eternidad ya puede estar presente en el centro de la vida terrena y temporal, cuando el alma, mediante la gracia, está unida a Dios, su fundamento último. Todo pasa, sólo Dios permanece. Dice un salmo: "Mi carne y mi corazón se consumen: ¡Roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre!" (Sal 73, 26). Todos los cristianos, llamados a la santidad, son hombres y mujeres que viven firmemente anclados en esta "Roca"; tienen los pies en la tierra, pero el corazón ya está en el cielo, morada definitiva de los amigos de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, meditemos en estas realidades con el corazón orientado hacia nuestro último y definitivo destino, que da sentido a las situaciones diarias. Reavivemos el gozoso sentimiento de la comunión de los santos y dejémonos atraer por ellos hacia la meta de nuestra existencia: el encuentro cara a cara con Dios. Pidamos que esta sea la herencia de todos los fieles difuntos, no sólo de nuestros seres queridos, sino también de todas las almas, especialmente de las más olvidadas y necesitadas de la misericordia divina.

Que la Virgen María, Reina de Todos los Santos, nos guíe para elegir en todo momento la vida eterna, "la vida del mundo futuro", como decimos en el Credo; un mundo ya inaugurado por la resurrección de Cristo, y cuya venida podemos apresurar con nuestra conversión sincera y con las obras de caridad.