ÁNGELUS
Domingo 26 de noviembre de 2006

Queridos hermanos y hermanas:

En este último domingo del año litúrgico celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. El evangelio de hoy nos propone de nuevo una parte del dramático interrogatorio al que Poncio Pilato sometió a Jesús, cuando se lo entregaron con la acusación de que había usurpado el título de "rey de los judíos". A las preguntas del gobernador romano, Jesús respondió afirmando que sí era rey, pero no de este mundo (cf. Jn 18, 36). No vino a dominar sobre pueblos y territorios, sino a liberar a los hombres de la esclavitud del pecado y a reconciliarlos con Dios. Y añadió: "Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz" (Jn 18, 37).

Pero ¿cuál es la "verdad" que Cristo vino a testimoniar en el mundo? Toda su existencia revela que Dios es amor: por tanto, esta es la verdad de la que dio pleno testimonio con el sacrificio de su vida en el Calvario. La cruz es el "trono" desde el que manifestó la sublime realeza de Dios Amor: ofreciéndose como expiación por el pecado del mundo, venció el dominio del "príncipe de este mundo" (Jn 12, 31) e instauró definitivamente el reino de Dios. Reino que se manifestará plenamente al final de los tiempos, después de que todos los enemigos, y por último la muerte, sean sometidos (cf. 1Co 15, 25-26). Entonces el Hijo entregará el Reino al Padre y finalmente Dios será "todo en todos" (1Co 15, 28). El camino para llegar a esta meta es largo y no admite atajos; en efecto, toda persona debe acoger libremente la verdad del amor de Dios. Él es amor y verdad, y tanto el amor como la verdad no se imponen jamás: llaman a la puerta del corazón y de la mente y, donde pueden entrar, infunden paz y alegría. Este es el modo de reinar de Dios; este es su proyecto de salvación, un "misterio" en el sentido bíblico del término, es decir, un designio que se revela poco a poco en la historia.

A la realeza de Cristo está asociada de modo singularísimo la Virgen María. A ella, humilde joven de Nazaret, Dios le pidió que se convirtiera en la Madre del Mesías, y María correspondió a esta llamada con todo su ser, uniendo su "sí" incondicional al de su Hijo Jesús y haciéndose con él obediente hasta el sacrificio. Por eso Dios la exaltó por encima de toda criatura y Cristo la coronó Reina del cielo y de la tierra. A su intercesión encomendamos la Iglesia y toda la humanidad, para que el amor de Dios reine en todos los corazones y se realice su designio de justicia y de paz.