ÁNGELUS
Domingo 10 de agosto de 2008
Bressanone Domingo 10 de agosto de 2008 Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio de san Marcos hay un pasaje en el que se narra que, después de días de estrés, el Señor dijo a los discípulos: "Venid conmigo a un lugar solitario y descansad un poco" (cf. Mc 6, 31). Y como la palabra de Cristo no está nunca vinculada solamente al momento en que la pronuncia, he aplicado también a mí esta invitación a los discípulos y he venido a este lugar hermoso y tranquilo para descansar un poco. Debo dar las gracias a mons. Egger y a todos sus colaboradores, a toda la ciudad de Bressanone y a la región, porque me han preparado este lugar tranquilo en el que durante estas dos semanas he podido relajarme, pensar en Dios y pensar en los hombres, y así recuperar nuevas fuerzas. ¡Que Dios os lo pague!
Tendría que dar las gracias a muchas personas individuales, pero haré algo más sencillo: os encomiendo a todos a la bendición de Dios. Él os conoce por nombre a cada uno de vosotros y su bendición alcanzará a cada uno personalmente. Esto pido de corazón, y que este sea mi agradecimiento para todos vosotros.
El Evangelio de este domingo nos lleva, de este lugar de reposo, a la vida cotidiana. Narra cómo, después de la multiplicación de los panes, el Señor va a la montaña para permanecer solo con el Padre. Entretanto, los discípulos están en el lago y con su mísera barquita se esfuerzan en vano por dominar el viento contrario. Este episodio tal vez se le presenta al evangelista como una imagen de la Iglesia de su tiempo: cómo esta barquita, que era la Iglesia de entonces, se hallaba en el viento contrario de la historia y cómo parecía que el Señor la había olvidado. También nosotros podemos ver allí una imagen de la Iglesia de nuestro tiempo, que en muchas partes de la tierra fatiga por avanzar a pesar del viento contrario y parece que el Señor está muy lejos. Pero el Evangelio nos da respuesta, consolación y ánimo y al mismo tiempo nos indica un camino. En efecto nos dice: sí, es verdad, el Señor está junto al Padre, pero precisamente por eso no está lejos, sino que ve a cada uno, porque quien está con Dios no se marcha, sino que está junto al prójimo. Y, en realidad, el Señor los ve y en el momento oportuno va hacia ellos. Y cuando Pedro, yendo a su encuentro corre el riesgo de ahogarse, él lo toma de la mano y lo pone a salvo, en la barca. El Señor también a nosotros nos toma continuamente de la mano: lo hace mediante la belleza de un domingo, mediante la liturgia solemne, en la oración con la que nos dirigimos a él, en el encuentro con la palabra de Dios, en múltiples situaciones de la vida diaria. Él nos toma de la mano. Y sólo si nosotros agarramos la mano del Señor, si nos dejamos guiar por él, nuestro camino será justo y bueno.
Por esto queremos rezarle, para que logremos encontrar siempre nuevamente su mano. Y al mismo tiempo esto implica una exhortación: que en su nombre, tendamos nuestra mano a los demás, a los que tienen necesidad, para guiarlos a través de las aguas de nuestra historia.
En estos días, queridos amigos, he vuelto a pensar también en la experiencia que viví en Sydney, donde encontré los rostros alegres de tantos muchachos y muchachas de todas las partes del mundo. Y así ha madurado en mí una reflexión sobre este acontecimiento que quisiera compartir con vosotros. En la gran metrópoli de la joven nación australiana aquellos jóvenes fueron un signo de alegría auténtica, a veces rumorosa pero siempre pacífica y positiva. A pesar de que fueron tantos, no causaron desórdenes ni ningún daño. Para estar alegres no necesitaron recurrir a modos descomedidos y violentos, al alcohol y a sustancias estupefacientes. Reinaba en ellos la alegría de encontrase y descubrir juntos un mundo nuevo. ¿Cómo no hacer una comparación con sus coetáneos que, en busca de falsas evasiones, consuman experiencias degradantes que desembocan no raramente en tragedias desconcertantes? Este es un producto típico de la llamada actualmente "sociedad del bienestar" que, para colmar un vacío interior y el aburrimiento que lo acompaña, induce a probar experiencias nuevas, más emocionantes, más "extremas". Incluso las vacaciones corren así el riesgo de disiparse siguiendo en vano espejismos de placer. Pero de este modo el espíritu no reposa, el corazón no experimenta alegría y no halla paz, al contrario, termina por estar todavía más cansado y triste que antes. Me he referido a los jóvenes, porque son los más sedientos de vida y experiencias nuevas, y por ello también los que corren mayor riesgo. Pero la reflexión vale para todos nosotros: la persona humana se regenera verdaderamente sólo en la relación con Dios, y a Dios se le encuentra aprendiendo a escuchar su voz en la quietud interior y en el silencio (cf. 1R 19, 12).
Recemos para que en una sociedad en la que se corre cada vez más, las vacaciones sean días de verdadera distensión durante los cuales se sepa sacar momentos para el recogimiento y la oración, indispensables para encontrarse profundamente a sí mismos y a los demás. Lo pedimos por intercesión de María santísima, Virgen del silencio y de la escucha.