ÁNGELUS
Domingo 25 de enero de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

En el evangelio de este domingo resuenan las palabras de la primera predicación de Jesús en Galilea: "Se ha cumplido el plazo; está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio" (Mc 1, 15). Y precisamente hoy, 25 de enero, se celebra la fiesta de la "Conversión de San Pablo". Una coincidencia feliz, especialmente en este Año paulino, gracias a la cual podemos comprender el verdadero significado de la conversión evangélica -metanoia- considerando la experiencia del Apóstol. En verdad, en el caso de san Pablo, algunos prefieren no utilizar el término "conversión", porque -dicen- él ya era creyente; más aún, era un judío fervoroso, y por eso no pasó de la no fe a la fe, de los ídolos a Dios, ni tuvo que abandonar la fe judía para adherirse a Cristo. En realidad, la experiencia del Apóstol puede ser un modelo para toda auténtica conversión cristiana.

La conversión de san Pablo se produjo en el encuentro con Cristo resucitado; este encuentro fue el que le cambió radicalmente la existencia. En el camino de Damasco le sucedió lo que Jesús pide en el evangelio de hoy: Saulo se convirtió porque, gracias a la luz divina, "creyó en el Evangelio". En esto consiste su conversión y la nuestra: en creer en Jesús muerto y resucitado, y en abrirse a la iluminación de su gracia divina. En aquel momento Saulo comprendió que su salvación no dependía de las obras buenas realizadas según la ley, sino del hecho de que Jesús había muerto también por él, el perseguidor, y había resucitado.

Esta verdad, que gracias al bautismo ilumina la existencia de todo cristiano, cambia completamente nuestro modo de vivir. Convertirse significa, también para cada uno de nosotros, creer que Jesús "se entregó a sí mismo por mí", muriendo en la cruz (cf. Ga 2, 20) y, resucitado, vive conmigo y en mí. Confiando en la fuerza de su perdón, dejándome llevar de la mano por él, puedo salir de las arenas movedizas del orgullo y del pecado, de la mentira y de la tristeza, del egoísmo y de toda falsa seguridad, para conocer y vivir la riqueza de su amor.

Queridos amigos, hoy, al concluir la Semana de oración por la unidad de los cristianos, la invitación a la conversión, confirmada por el testimonio de san Pablo, cobra una importancia especial también en el plano ecuménico. El Apóstol nos indica la actitud espiritual adecuada para poder avanzar por el camino de la comunión. "No es que ya haya alcanzado la meta -escribe a los Filipenses-, o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo conquistarla, habiendo sido yo mismo conquistado por Cristo Jesús" (Flp 3, 12). Ciertamente, nosotros, los cristianos, aún no hemos alcanzado la meta de la unidad plena, pero si nos dejamos convertir continuamente por el Señor Jesús, llegaremos seguramente a ella. La santísima Virgen María, Madre de la Iglesia una y santa, nos obtenga el don de una verdadera conversión, para que se realice cuanto antes el anhelo de Cristo: "Ut unum sint". A ella le encomendamos el encuentro de oración que presidiré esta tarde en la basílica de San Pablo extramuros, en el que participarán, como todos los años, los representantes de las Iglesias y comunidades eclesiales presentes en Roma.