ÁNGELUS
Domingo 22 de febrero de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
La página evangélica que la liturgia presenta para nuestra meditación en este séptimo domingo del tiempo ordinario refiere el episodio del paralítico perdonado y curado (cf. Mc 2, 1-12). Mientras Jesús estaba predicando, entre los numerosos enfermos que le llevaban se encontraba un paralítico en una camilla. Al verlo, el Señor dijo: "Hijo, tus pecados quedan perdonados" (Mc 2, 5). Y puesto que al oír estas palabras algunos de los presentes se habían escandalizado, añadió: "Pues, para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados –dijo al paralítico–, a ti te digo: "Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa"" (Mc 2, 10-11). Y el paralítico se fue curado.
Este relato evangélico muestra que Jesús no sólo tiene el poder de curar el cuerpo enfermo, sino también el de perdonar los pecados; más aún, la curación física es signo de la curación espiritual que produce su perdón. Efectivamente, el pecado es una suerte de parálisis del espíritu, de la que solamente puede liberarnos la fuerza del amor misericordioso de Dios, permitiéndonos levantarnos y reanudar el camino por la senda del bien.
Este domingo se celebra también la fiesta de la Cátedra de san Pedro, importante conmemoración litúrgica que pone de relieve el ministerio del Sucesor del Príncipe de los Apóstoles. La Cátedra de Pedro simboliza la autoridad del Obispo de Roma, llamado a desempeñar un servicio peculiar a todo el pueblo de Dios. En efecto, inmediatamente después del martirio de san Pedro y san Pablo, a la Iglesia de Roma se le reconoció el papel de primacía en toda la comunidad católica, papel ya atestiguado al inicio del siglo II por san Ignacio de Antioquía (A los Romanos, pref.: Funk I, 252) y por san Ireneo de Lyon (Contra las herejías, III, 3, 2-3). Este ministerio singular y específico del Obispo de Roma fue reafirmado por el concilio Vaticano II. "Dentro de la comunión eclesial –leemos en la constitución dogmática sobre la Iglesia–, existen legítimamente las Iglesias particulares con sus propias tradiciones, sin quitar nada al primado de la Sede de Pedro. Esta preside toda la comunidad de amor (cf. san Ignacio de Antioquía, Ad Rom., pref.), defiende las diferencias legítimas y al mismo tiempo se preocupa de que las particularidades no sólo no perjudiquen a la unidad, sino que más bien la favorezcan" (Lumen gentium, 13).
Queridos hermanos y hermanas, esta fiesta me brinda la ocasión para pediros que me acompañéis con vuestras oraciones a fin de que pueda cumplir fielmente la elevada misión que la Providencia divina me ha encomendado como Sucesor del apóstol san Pedro. Con este fin invoquemos a la Virgen María, a quien ayer aquí, en Roma, celebramos con el hermoso título de Virgen de la Confianza. A ella le pedimos, además, que nos ayude a entrar con las debidas disposiciones de espíritu en el tiempo de la Cuaresma, que comenzará el miércoles próximo con el sugestivo rito de la ceniza. Que María nos abra el corazón a la conversión y a la escucha dócil de la palabra de Dios.