ÁNGELUS
Plaza de San Pedro, Sábado 26 de diciembre de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
Con el corazón aún lleno de asombro e inundado de la luz que proviene de la gruta de Belén, donde con María, José y los pastores, hemos adorado a nuestro Salvador, hoy recordamos al diácono san Esteban, el primer mártir cristiano. Su ejemplo nos ayuda a penetrar más en el misterio de la Navidad y nos testimonia la maravillosa grandeza del nacimiento de aquel Niño, en el que se manifiesta la gracia de Dios, que trae la salvación a los hombres (cf. Tt 2, 11). De hecho, el niño que da vagidos en el pesebre es el Hijo de Dios hecho hombre, que nos pide que testimoniemos con valentía su Evangelio, como lo hizo san Esteban, quien, lleno de Espíritu Santo, no dudó en dar la vida por amor a su Señor. Como su Maestro, muere perdonando a sus perseguidores y nos ayuda a comprender que la llegada del Hijo de Dios al mundo da origen a una nueva civilización, la civilización del amor, que no se rinde ante el mal y la violencia, y derriba las barreras entre los hombres, haciéndolos hermanos en la gran familia de los hijos de Dios.
San Esteban es también el primer diácono de la Iglesia, que haciéndose servidor de los pobres por amor a Cristo, entra progresivamente en plena sintonía con él y lo sigue hasta el don supremo de sí. El testimonio de san Esteban, como el de los mártires cristianos, indica a nuestros contemporáneos, a menudo distraídos y desorientados, en quién deben poner su confianza para dar sentido a la vida. De hecho, el mártir es quien muere con la certeza de saberse amado por Dios y, sin anteponer nada al amor de Cristo, sabe que ha elegido la mejor parte. Configurándose plenamente a la muerte de Cristo, es consciente de que es germen fecundo de vida y abre en el mundo senderos de paz y de esperanza. Hoy, presentándonos al diácono san Esteban como modelo, la Iglesia nos indica asimismo que la acogida y el amor a los pobres es uno de los caminos privilegiados para vivir el Evangelio y testimoniar a los hombres de modo creíble el reino de Dios que viene.
La fiesta de san Esteban nos recuerda igualmente a los numerosos creyentes que en varias partes del mundo se ven sometidos a pruebas y sufrimientos a causa de su fe. Encomendándolos a su celestial protección, comprometámonos a sostenerlos con la oración y a realizar sin cesar nuestra vocación cristiana, poniendo siempre en el centro de nuestra vida a Jesucristo, a quien en estos días contemplamos en la sencillez y en la humildad del pesebre. Por eso, invoquemos la intercesión de María, Madre del Redentor y Reina de los mártires, con la oración del Ángelus.