ÁNGELUS
Palacio apostólico de Castelgandolfo, Domingo 1 de agosto de 2010

Queridos hermanos y hermanas:

Estos días se celebra la memoria litúrgica de algunos santos. Ayer recordamos a san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús. Vivió en el siglo XVI; se convirtió leyendo la vida de Jesús y de los santos durante una larga hospitalización causada por una herida de batalla. Se quedó tan impresionado con aquellas páginas que decidió seguir al Señor. Hoy recordamos a san Alfonso María de Ligorio, fundador de los Redentoristas; vivió en el siglo XVIII y fue proclamado patrono de los confesores por el venerable Pío XII. Tuvo la conciencia de que Dios quiere que todos sean santos, cada uno según su propio estado, naturalmente. Esta semana la liturgia nos propone además a san Eusebio, primer obispo del Piamonte, valiente defensor de la divinidad de Cristo; y, finalmente, la figura de san Juan María Vianney, el cura de Ars, quien guió con su ejemplo el Año sacerdotal recién concluido y a cuya intercesión confío de nuevo a todos los pastores de la Iglesia. Empeño común de estos santos fue salvar a las almas y servir a la Iglesia con sus respectivos carismas, contribuyendo a renovarla y a enriquecerla. Estos hombres adquirieron "un corazón sabio" (Sal 89, 12) acumulando lo que no se corrompe y desechando cuanto irremediablemente es voluble en el tiempo: el poder, la riqueza y los placeres efímeros. Al elegir a Dios, poseyeron todo lo necesario, pregustando desde la vida terrena la eternidad (cf. Qo 1, 1-5)

En el Evangelio de este domingo, la enseñanza de Jesús se refiere precisamente a la verdadera sabiduría y está introducida por la petición de uno entre la multitud: "Maestro, di a mi hermano que reparta conmigo la herencia" (Lc 12, 13). Jesús, respondiendo, pone en guardia a quienes le oyen sobre la avidez de los bienes terrenos con la parábola del rico necio, quien, habiendo acumulado para él una abundante cosecha, deja de trabajar, consume sus bienes divirtiéndose y se hace la ilusión hasta de poder alejar la muerte. "Pero Dios le dijo: "¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?"" (Lc 12, 20). El hombre necio, en la Biblia, es aquel que no quiere darse cuenta, desde la experiencia de las cosas visibles, de que nada dura para siempre, sino que todo pasa: la juventud y la fuerza física, las comodidades y los cargos de poder. Hacer que la propia vida dependa de realidades tan pasajeras es, por lo tanto, necedad. El hombre que confía en el Señor, en cambio, no teme las adversidades de la vida, ni siquiera la realidad ineludible de la muerte: es el hombre que ha adquirido "un corazón sabio", como los santos.

Al dirigir nuestra oración a María santísima, deseo recordar otras fiestas significativas: mañana se podrá ganar la indulgencia de la Porciúncula o "el Perdón de Asís", que obtuvo san Francisco en 1216 del Papa Honorio III; el jueves 5 de agosto, conmemorando la Dedicación de la Basílica de Santa María La Mayor, honraremos a la Madre de Dios, aclamada con este título en el concilio de Éfeso del año 431; y el próximo viernes, aniversario de la muerte del Papa Pablo VI, celebraremos la fiesta de la Transfiguración del Señor. La fecha del 6 de agosto, considerada el culmen de la luz estival, se eligió para significar que el esplendor del Rostro de Cristo ilumina el mundo entero.

Deseo expresar viva satisfacción por la entrada en vigor, precisamente hoy, de la Convención sobre la prohibición de las bombas de racimo que provocan daños inaceptables a los civiles. Mi primer pensamiento se dirige a las numerosas víctimas que han sufrido y siguen sufriendo graves daños físicos y morales, hasta la pérdida de la vida, a causa de estos insidiosos artefactos cuya permanencia en el terreno con frecuencia obstaculiza largamente la reanudación de las actividades diarias de comunidades enteras. Con la entrada en vigor de la nueva Convención, a cuya adhesión exhorto a todos los Estados, la comunidad internacional ha demostrado sabiduría, prudencia y capacidad para perseguir un resultado significativo en el campo del desarme y del derecho humanitario internacional. Mi deseo y aliento es que se continúe cada vez con mayor vigor en este camino, para la defensa de la dignidad y de la vida humana, para la promoción del desarrollo humano integral, para el establecimiento de un orden internacional pacífico y para la realización del bien común de todas las personas y de todos los pueblos.