ÁNGELUS
Plaza de San Pedro, Lunes 1 de noviembre de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
La solemnidad de Todos los Santos, que celebramos hoy, nos invita a elevar la mirada al cielo y a meditar en la plenitud de la vida divina que nos espera. "Somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía" (1Jn 3, 2): con estas palabras el apóstol san Juan nos asegura la realidad de nuestra profunda relación con Dios, así como la certeza de nuestro destino futuro. Por eso, como hijos amados recibimos también la gracia para soportar las pruebas de esta existencia terrena –el hambre y la sed de justicia, las incomprensiones, las persecuciones (cf. Mt 5, 3-11)– y, al mismo tiempo, heredamos ya desde ahora lo que se promete en las bienaventuranzas evangélicas, "en las que resplandece la nueva imagen del mundo y del hombre que inaugura Jesús" (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 99).
La santidad, imprimir a Cristo en nosotros mismos, es el objetivo de la vida del cristiano. El beato Antonio Rosmini escribe: "El Verbo se había impreso a sí mismo en las almas de sus discípulos con su aspecto sensible... y con sus palabras... había dado a los suyos aquella gracia... con la que el alma percibe inmediatamente al Verbo" (Antropologia soprannaturale, Roma 1983, pp. 265-266). Y nosotros ya experimentamos el don y la belleza de la santidad cada vez que participamos en la liturgia eucarística, en comunión con la "multitud inmensa" de los bienaventurados, que en el cielo aclaman eternamente la salvación de Dios y del Cordero (cf. Ap 7, 9-10).
"La vida de los santos no comprende sólo su biografía terrena, sino también su vida y actuación en Dios después de la muerte. En los santos es evidente que quien va hacia Dios no se aleja de los hombres, sino que se hace realmente cercano a ellos" (Deus caritas est, 42).
Consolados por esta comunión de la gran familia de los santos, mañana conmemoraremos a todos los fieles difuntos. La liturgia del 2 de noviembre y el piadoso ejercicio de visitar los cementerios nos recuerdan que la muerte cristiana forma parte del camino de asemejarnos a Dios y que desaparecerá cuando Dios será todo en todos. Ciertamente, la separación de los afectos terrenos es dolorosa, pero no debemos temerla, porque cuando va acompañada por la oración de sufragio de la Iglesia no puede romper los profundos vínculos que nos unen en Cristo. Al respecto, san Gregorio de Niza afirmaba: "Quien ha creado todo con sabiduría, ha dado esta disposición dolorosa como instrumento de liberación del mal y posibilidad de participar en los bienes que se esperan" (De mortuis oratio, IX 1, Leiden 1967, p. 68).
Queridos amigos, la eternidad no es un continuo sucederse de días del calendario, sino algo así como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad del ser, de la verdad, del amor (cf. Spe salvi, 12). Encomendemos a la Virgen María, guía segura hacia la santidad, nuestra peregrinación hacia la patria celestial, mientras invocamos su maternal intercesión por el descanso eterno de todos nuestros hermanos y hermanas, que se han dormido en la esperanza de la resurrección.