Catequesis
del Papa Benedicto XVI
durante la Audiencia General del
miércoles 1 de junio de 2005
Cristo, siervo de Dios
1. En toda celebración dominical de Vísperas, la liturgia nos propone el breve pero denso himno cristológico de la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 6-11). Vamos a reflexionar ahora sobre la primera parte de ese himno (cf. vv. 6-8), que acaba de resonar, donde se describe el paradójico "despojarse" del Verbo divino, que renuncia a su gloria y asume la condición humana.
Cristo encarnado y humillado en la muerte más infame, la de la crucifixión, se propone como modelo vital para el cristiano. En efecto, este, como se afirma en el contexto, debe tener "los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (v. 5), sentimientos de humildad y donación, desprendimiento y generosidad.
2. Ciertamente, Cristo posee la naturaleza divina con todas sus prerrogativas. Pero esta realidad trascendente no se interpreta y vive con vistas al poder, a la grandeza y al dominio. Cristo no usa su igualdad con Dios, su dignidad gloriosa y su poder como instrumento de triunfo, signo de distancia y expresión de supremacía aplastante (cf. v. 6). Al contrario, él "se despojó", se vació a sí mismo, sumergiéndose sin reservas en la miserable y débil condición humana. La forma (morphe) divina se oculta en Cristo bajo la "forma" (morphe) humana, es decir, bajo nuestra realidad marcada por el sufrimiento, la pobreza, el límite y la muerte (cf. v. 7).
Así pues, no se trata de un simple revestimiento, de una apariencia mudable, como se creía que sucedía a las divinidades de la cultura grecorromana: la realidad de Cristo es divina en una experiencia auténticamente humana. Dios no sólo toma apariencia de hombre, sino que se hace hombre y se convierte realmente en uno de nosotros, se convierte realmente en "Dios con nosotros"; no se limita a mirarnos con benignidad desde el trono de su gloria, sino que se sumerge personalmente en la historia humana, haciéndose "carne", es decir, realidad frágil, condicionada por el tiempo y el espacio (cf. Jn 1, 14).
3. Esta participación radical y verdadera en la condición humana, excluido el pecado (cf. Hb 4, 15), lleva a Jesús hasta la frontera que es el signo de nuestra finitud y caducidad, la muerte. Ahora bien, su muerte no es fruto de un mecanismo oscuro o de una ciega fatalidad: nace de su libre opción de obediencia al designio de salvación del Padre (cf. Flp 2, 8).
El Apóstol añade que la muerte a la que Jesús sale al encuentro es la muerte de cruz, es decir, la más degradante, pues así quiere ser verdaderamente hermano de todo hombre y de toda mujer, incluso de los que se ven arrastrados a un fin atroz e ignominioso.
Pero precisamente en su pasión y muerte Cristo testimonia su adhesión libre y consciente a la voluntad del Padre, como se lee en la carta a los Hebreos: "A pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer" (Hb 5, 8).
Detengámonos aquí, en nuestra reflexión sobre la primera parte del himno cristológico, centrado en la encarnación y en la pasión redentora. Más adelante tendremos ocasión de profundizar en el itinerario sucesivo, el pascual, que lleva de la cruz a la gloria. Creo que el elemento fundamental de esta primera parte del himno es la invitación a tener los mismos sentimientos de Jesús. Tener los mismos sentimientos de Jesús significa no considerar el poder, la riqueza, el prestigio como los valores supremos de nuestra vida, porque en el fondo no responden a la sed más profunda de nuestro espíritu, sino abrir nuestro corazón al Otro, llevar con el Otro el peso de nuestra vida y abrirnos al Padre del cielo con sentido de obediencia y confianza, sabiendo que precisamente obedeciendo al Padre seremos libres. Tener los mismos sentimientos de Jesús ha de ser el ejercicio diario de los cristianos.
4. Concluyamos nuestra reflexión con un gran testigo de la tradición oriental, Teodoreto, que fue obispo de Ciro, en Siria, en el siglo V: "La encarnación de nuestro Salvador representa la más elevada realización de la solicitud divina en favor de los hombres. En efecto, ni el cielo ni la tierra, ni el mar ni el aire, ni el sol ni la luna, ni los astros ni todo el universo visible e invisible, creado por su palabra o más bien sacado a la luz por su palabra según su voluntad, indican su inconmensurable bondad como el hecho de que el Hijo unigénito de Dios, el que subsistía en la naturaleza de Dios (cf. Flp 2, 6), reflejo de su gloria, impronta de su ser (cf. Hb 1, 3), que existía en el principio, estaba en Dios y era Dios, por el cual fueron hechas todas las cosas (cf. Jn 1, 1-3), después de tomar la condición de esclavo, apareció en forma de hombre, por su figura humana fue considerado hombre, se le vio en la tierra, se relacionó con los hombres, cargó con nuestras debilidades y tomó sobre sí nuestras enfermedades" (Discursos sobre la divina Providencia, 10: Collana di testi patristici, LXXV, Roma 1998, pp. 250-251).
Teodoreto de Ciro prosigue su reflexión poniendo de relieve precisamente el estrecho vínculo, que se destaca en el himno de la carta a los Filipenses, entre la encarnación de Jesús y la redención de los hombres. "El Creador, con sabiduría y justicia, actuó por nuestra salvación, dado que no quiso servirse sólo de su poder para concedernos el don de la libertad ni armar únicamente la misericordia contra aquel que ha sometido al género humano, para que aquel no acusara a la misericordia de injusticia, sino que inventó un camino rebosante de amor a los hombres y, a la vez, dotado de justicia. En efecto, después de unir a sí la naturaleza del hombre ya vencida, la lleva a la lucha y la prepara para reparar la derrota, para vencer a aquel que un tiempo había logrado inicuamente la victoria, para librarse de la tiranía de quien cruelmente la había hecho esclava y para recobrar la libertad originaria" (ib., pp. 251-252).