Catequesis

del Papa Benedicto XVI

durante la Audiencia General del

miércoles 5 de octubre de 2005

Sólo Dios es grande y eterno

(Salmo 134 -II-)

Queridos hermanos y hermanas:

1. La liturgia de las Vísperas nos presenta el salmo 134, un canto con tono pascual, en dos pasajes distintos. El que acabamos de escuchar contiene la segunda parte (cf. vv. 13-21), la cual concluye con el aleluya, exclamación de alabanza al Señor con la que se había iniciado el Salmo.

El salmista, después de conmemorar, en la primera parte del himno, el acontecimiento del Éxodo, centro de la celebración pascual de Israel, ahora compara con gran relieve dos concepciones religiosas diversas. Por un lado, destaca la figura del Dios vivo y personal que está en el centro de la fe auténtica (cf. vv. 13-14). Su presencia es eficaz y salvífica; el Señor no es una realidad inmóvil y ausente, sino una persona viva que "gobierna" a sus fieles, "se compadece" de ellos y los sostiene con su poder y su amor.

2. Por otro lado, se presenta la idolatría (cf. vv. 15-18), manifestación de una religiosidad desviada y engañosa. En efecto, el ídolo no es más que "hechura de manos humanas", un producto de los deseos humanos; por tanto, es incapaz de superar los límites propios de las criaturas. Ciertamente, tiene una forma humana, con boca, ojos, orejas, garganta, pero es inerte, no tiene vida, como sucede precisamente a una estatua inanimada (cf. Sal 113, 4-8).

El destino de quienes adoran a estos objetos sin vida es llegar a ser semejantes a ellos:  impotentes, frágiles, inertes. En esta descripción de la idolatría como religión falsa se representa claramente la eterna tentación del hombre de buscar la salvación en "las obras de sus manos", poniendo su esperanza en la riqueza, en el poder, en el éxito, en lo material. Por desgracia, a quienes actúan de esa manera, adorando la riqueza, lo material, les sucede lo que ya describía de modo eficaz el profeta Isaías:  "A quien se apega a la ceniza, su corazón engañado le extravía. No salvará su vida. Nunca dirá:  "¿Acaso lo que tengo en la mano es engañoso?"" (Is 44, 20).

3. El salmo 134, después de esta meditación sobre la religión verdadera y la falsa, sobre la fe auténtica en el Señor del universo y de la historia, y sobre la idolatría, concluye con una bendición litúrgica (cf. vv. 19-21), que pone en escena una serie de figuras presentes en el culto tributado en el templo de Sión (cf. Sal 113, 9-13).

Toda la comunidad congregada en el templo eleva en coro a Dios, creador del universo y salvador de su pueblo en la historia, una bendición, expresada con variedad de voces y con la humildad de la fe.

La liturgia es el lugar privilegiado para la escucha de la palabra divina, que hace presentes los actos salvíficos del Señor, pero también es el ámbito en el cual se eleva la oración comunitaria que celebra el amor divino. Dios y el hombre se encuentran en un abrazo de salvación, que culmina precisamente en la celebración litúrgica. Podríamos decir que es casi una definición de la liturgia:  realiza un abrazo de salvación entre Dios y el hombre.

4. Comentando los versículos de este salmo referentes a los ídolos y la semejanza que tienen con ellos los que confían en los mismos (cf. Sal 135, 15-18), san Agustín explica:  "En efecto, creedme hermanos, esas personas tienen cierta semejanza con sus ídolos:  ciertamente, no en su cuerpo, sino en su hombre interior. Tienen orejas, pero no escuchan lo que Dios les dice:  "El que tenga oídos para oír, que oiga". Tienen ojos, pero no ven; es decir, tienen los ojos del cuerpo pero no el ojo de la fe". No perciben la presencia de Dios. Tienen ojos y no ven. Y del mismo modo, "tienen narices pero no perciben olores. No son capaces de percibir el olor del que habla el Apóstol:  Somos el buen olor de Cristo en todos los lugares (cf. 2Co 2, 15). ¿De qué les sirve tener narices, si con ellas no logran respirar el suave perfume de Cristo?".

Es verdad –reconoce san Agustín–, hay aún personas que viven en la idolatría; y esto vale también para nuestro tiempo, con su materialismo, que es una idolatría. San Agustín añade:  aunque hay aún personas así, aunque persiste esta idolatría, sin embargo, "cada día hay gente que, convencida por los milagros de Cristo nuestro Señor, abraza la fe, –y gracias a Dios esto también sucede hoy–. Cada día se abren ojos a los ciegos y oídos a los sordos, comienzan a respirar narices antes obstruidas, se sueltan las lenguas de los mudos, se consolidan las piernas de los paralíticos, se enderezan los pies de los lisiados. De todas estas piedras salen hijos de Abraham (cf. Mt 3, 9). Así pues, hay que decirles a todos esos:  "Casa de Israel, bendice al Señor"... Bendecid al Señor, vosotros, pueblos en general; esto significa:  casa de Israel. Bendecidlo vosotros, prelados de la Iglesia; esto significa:  casa de Aarón. Bendecidlo vosotros, ministros; esto significa:  casa de Leví. Y ¿qué decir de las demás naciones? "Vosotros, que teméis al Señor, bendecid al Señor"" (Exposición sobre el salmo 134, 24-25):  Nuova Biblioteca Agostiniana, XXVIII, Roma 1997, pp. 375. 377).

Hagamos nuestra esta invitación y bendigamos, alabemos y adoremos al Señor, al Dios vivo y verdadero.