Catequesis
del Papa Benedicto XVI
durante la Audiencia General del
miércoles 6 de diciembre de 2006
Viaje apostólico a Turquía
Queridos hermanos y hermanas:
Como ya es costumbre después de cada viaje apostólico, en esta audiencia general quisiera repasar las diferentes etapas de la peregrinación que realicé a Turquía del martes al viernes de la semana pasada. Esta visita, como sabéis, no se presentaba fácil en varios aspectos, pero Dios la acompañó desde el principio y así pudo llevarse a cabo felizmente. Por tanto, del mismo modo que os había pedido prepararla y acompañarla con la oración, ahora os pido que os unáis a mí para dar gracias al Señor por su desarrollo y su conclusión. Pongo en manos de Dios los frutos que espero broten de ella, tanto por lo que atañe a las relaciones con nuestros hermanos ortodoxos como al diálogo con los musulmanes.
En primer lugar, siento el deber de renovar mi sincero agradecimiento al presidente de la República, al primer ministro, y a las demás autoridades, que me acogieron con tanta cortesía y aseguraron las condiciones necesarias para que todo se desarrollara de la mejor manera posible. Doy las gracias fraternamente a los obispos de la Iglesia católica en Turquía, y a sus colaboradores, por todo lo que han hecho. Expreso mi gratitud en particular al Patriarca ecuménico Bartolomé I, que me acogió en su casa, al Patriarca armenio Mesrob II, al metropolita siro-ortodoxo Mor Filüksinos y a las demás autoridades religiosas.
A lo largo de todo el viaje me sentí espiritualmente sostenido por mis venerados predecesores los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II, que realizaron una memorable visita a Turquía, y sobre todo por el beato Juan XXIII, que fue representante pontificio en ese noble país de 1935 a 1944, dejando un recuerdo lleno de afecto y devoción.
Remontándome a la visión de la Iglesia que presenta el concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, 14-16), podría decir que también los viajes pastorales del Papa contribuyen a realizar su misión, que se desarrolla en "círculos concéntricos". En el círculo más interno, el Sucesor de Pedro confirma a los católicos en la fe; en el intermedio, se encuentra con los demás cristianos; y en el más externo se dirige a los no cristianos y a la humanidad entera.
La primera jornada de mi visita a Turquía se desarrolló en el ámbito de este tercer "círculo", el más amplio: me reuní con el primer ministro, con el presidente de la República y con el presidente para Asuntos religiosos, dirigiendo a este último mi primer discurso; rendí homenaje al Mausoleo del "padre de la patria" Mustafá Kemal Ataturk; después hablé al Cuerpo diplomático en la nunciatura apostólica de Ankara.
Esta intensa serie de encuentros constituyó una parte importante de la visita, sobre todo porque Turquía es un país en su gran mayoría musulmán, pero que se regula por una Constitución que afirma la laicidad del Estado. Por tanto, es un país emblemático por lo que atañe al gran reto que hoy se plantea a nivel mundial: por una parte, es necesario redescubrir la realidad de Dios y la importancia pública de la fe religiosa y, por otra, garantizar que la expresión de esa fe sea libre, sin degeneraciones fundamentalistas, capaz de rechazar decididamente cualquier forma de violencia.
Así pues, fue una oportunidad propicia para renovar mis sentimientos de estima con respecto a los musulmanes y a la civilización islámica. Al mismo tiempo, insistí en la importancia de que cristianos y musulmanes trabajen juntos por el hombre, la vida, la paz y la justicia, reafirmando que la distinción entre la esfera civil y la religiosa constituye un valor, y que el Estado debe garantizar al ciudadano y a las comunidades religiosas la efectiva libertad de culto.
En el ámbito del diálogo interreligioso, la divina Providencia me permitió realizar, casi al final de mi viaje, un gesto que en un primer momento no estaba previsto y que resultó muy significativo: la visita a la célebre Mezquita Azul de Estambul. En unos minutos de recogimiento en ese lugar de oración, oré al único Señor del cielo y de la tierra, Padre misericordioso de toda la humanidad, para que todos los creyentes se reconozcan como criaturas suyas y den testimonio de auténtica fraternidad.
La segunda jornada me llevó a Éfeso; de este modo, me encontré rápidamente en el "círculo" más interno del viaje, en contacto directo con la comunidad católica. En efecto, en Éfeso, en una agradable localidad llamada "Colina del ruiseñor", mirando al mar Egeo, se halla el santuario de la Casa de María. Se trata de una antigua y pequeña capilla, edificada en torno a una casita que, según una antiquísima tradición, el apóstol san Juan mandó construir para la Virgen María, después de haberla llevado consigo a Éfeso. El mismo Jesús los había encomendado el uno a la otra y viceversa cuando, antes de morir en la cruz, le dijo a María: "Mujer, ahí tienes a tu hijo", y a Juan: "Ahí tienes a tu madre" (Jn 19, 26-27).
Las investigaciones arqueológicas han demostrado que ese lugar es desde tiempo inmemorial un lugar de culto mariano, muy querido también por los musulmanes, que acuden habitualmente a él para venerar a la que llaman "Meryem Ana", la Madre María. En el jardín situado delante del santuario celebré la santa misa para un grupo de fieles que acudieron de la cercana ciudad de Esmirna y de otras partes de Turquía, e incluso del extranjero. En la "Casa de María" nos sentimos realmente "en casa", y en ese clima de paz oramos por la paz en Tierra Santa y en todo el mundo. Allí recordé a don Andrea Santoro, sacerdote romano, que en tierra turca dio testimonio del Evangelio con su sangre.
El "círculo" intermedio, el de las relaciones ecuménicas, ocupó la parte central de este viaje, realizado con ocasión de la fiesta de san Andrés, el 30 de noviembre. Esta fiesta sirvió de contexto ideal para consolidar las relaciones fraternas entre el Obispo de Roma, Sucesor de Pedro, y el Patriarca ecuménico de Constantinopla, Iglesia fundada según la tradición por el apóstol san Andrés, hermano de Simón Pedro. Siguiendo las huellas de Pablo VI, que se encontró con el Patriarca Atenágoras, y de Juan Pablo II, que fue acogido por el sucesor de Atenágoras, Dimitrios I, renové junto con Su Santidad Bartolomé I este gesto de gran valor simbólico, para confirmar el compromiso recíproco de proseguir el camino hacia el restablecimiento de la comunión plena entre católicos y ortodoxos.
Para reafirmar este decidido propósito firmé, juntamente con el Patriarca ecuménico, una Declaración común, que constituye una etapa ulterior en este camino. Fue sumamente significativo que este acto tuviera lugar al final de la Divina Liturgia de la fiesta de san Andrés, a la que asistí y que se concluyó con la doble bendición impartida por el Obispo de Roma y el Patriarca de Constantinopla, sucesores respectivamente de los apóstoles Pedro y Andrés. De este modo manifestamos que en la base de todo compromiso ecuménico está siempre la oración y la perseverante invocación al Espíritu Santo.
En este mismo ámbito, en Estambul, tuve la alegría de visitar al Patriarca de la Iglesia armenia apostólica, Su Beatitud Mesrob II, y de encontrarme con el metropolita siro-ortodoxo. Asimismo, en este contexto, me complace recordar la conversación que mantuve con el gran rabino de Turquía.
Mi visita se concluyó, poco antes de partir para Roma, regresando al "círculo" más interno, es decir, encontrándome con la comunidad católica, presente con todos sus componentes, en la catedral latina del Espíritu Santo, en Estambul. También asistieron a esa santa misa el Patriarca ecuménico, el Patriarca armenio, el metropolita siro-ortodoxo y los representantes de las Iglesias protestantes. Es decir, estaban reunidos en oración todos los cristianos, con sus diversas tradiciones, ritos e idiomas. Confortados por la palabra de Cristo, que promete a los creyentes "ríos de agua viva" (Jn 7, 38), y por la imagen de los numerosos miembros unidos en un solo cuerpo (cf. 1Co 12, 12-13), vivimos la experiencia de un renovado Pentecostés.
Queridos hermanos y hermanas, volví al Vaticano con el alma llena de gratitud a Dios y con sentimientos de sincero afecto y estima por los habitantes de la querida nación turca, por quienes me sentí acogido y comprendido. La simpatía y la cordialidad que manifestaron, a pesar de las dificultades inevitables que provocó mi visita al desarrollo normal de sus actividades cotidianas, las conservo como un intenso recuerdo que me impulsa a la oración.
Que Dios omnipotente y misericordioso ayude al pueblo turco, a sus gobernantes y a los representantes de las diversas religiones a construir juntos un futuro de paz, para que Turquía sea un "puente" de amistad y de colaboración fraterna entre Occidente y Oriente.
Oremos también para que, por intercesión de María santísima, el Espíritu Santo haga fecundo este viaje apostólico y anime en todo el mundo la misión de la Iglesia, instituida por Cristo para anunciar a todos los pueblos el Evangelio de la verdad, de la paz y del amor.